Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
3 mayo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En un texto publicado en la revista Letras Libres en el 2007, José de la Colina suponía que la palabra smog habría sido acuñada en Los Angeles a mediados del siglo XX, pero según la Enciclopedia Británica, fue el doctor H.A. des Voeux quien en 1905 usó el término por primera vez, comprimiendo en un solo término humo, smoke, y niebla, fog. Des Voeux era miembro de la Sociedad para el Abatimiento del Humo de Carbón, que tras el aumento de la contaminación a finales del siglo XIX en Londres, buscaba controlar el humo no sólo de las grandes industrias sino reducir también el que se producía en las chimeneas caseras. Aunque la escala de una chimenea doméstica no era comparable a una industrial, multiplicadas por cientos de miles el efecto se suma de manera no menos nociva a la contaminación de la ciudad. De la Colina da cuenta de varios intentos por traducir el término al español: polumo, propuso Octavio Paz, ensamblando polución y humo, neblumo, que Juan Goytisolo construía, más cerca del original inglés, con niebla y humo; también dice que Arturo del Hoyo postulaba humiebla, también literal y hasta en el mismo orden, y Camilo José Cela decía humión, mezcla redundante de humo y contaminación. Hoy quizá sería mejor alejarse de las raíces de la palabra inglesa y traducir smog más libremente pero con mayor contundencia como mierdaire.
En su libro La invención del aire, Steven Johnson cuenta que John Adams y Thomas Jefferson —segundo y tercer presidentes de los Estados Unidos— intercambiaron ciento setenta y cinco cartas a lo largo de su vida En esas cartas mencionan tres veces a George Washington —el primer presidente—, cinco a Benjamin Franklin y cincuenta y dos veces a Joseph Priestley, el inventor del aire. Priestley nació en Inglaterra en 1733 pero vivió sus últimos diez años en los Estados Unidos, hasta su muerte en 1804. En 1774 Priestley extrajo un gas al quemar mercurio que probó ser altamente inflamable y, sin embargo, en un experimento del que esperaba un resultado contrario, no resultó tóxico para los seres vivos, al contrario. Priestley había descubierto un aire más puro que el aire: el oxígeno —aunque un año antes el sueco Carl Wilhelm Scheele ya lo había descrito como el aire del fuego.
El oxígeno es un gas incoloro, inodoro e insípido. Representa el 21 por ciento de la atmósfera terrestre. Su número atómico es 8 y normalmente se encuentra, en estado gaseoso, en moléculas de dos átomos, aunque también forma moléculas de tres átomos que generan un gas llamado ozono, también incoloro e inodoro, aunque produce irritación en las mucosas de los seres vivos. Al ozono que respiramos se le llama troposférico, para distinguirlo del estratosférico, que protege a la atmósfera de los rayos ultravioleta. El ozono troposférico esulta del efecto de la luz solar sobre los óxidos de nitrógeno que, junto dióxidos de nitrógeno —resultado de la quema y evaporación de combustibles—, polvo y otras materias, conforman el smog. Los motores de los automóviles producen óxidos de nitrógeno, quizá no en cantidades excesivas, pero que multiplicados por millones en una megalópolis y sometidos a la luz del sol generan ozono troposférico en cantidades que resultan no sólo incómodas sino peligrosas. Es el problema de la tecnología: siempre tiene al menos dos caras.
El documental de 1992 La traición de la tecnología consiste en una entrevista al filósofo, sociólogo y teólogo francés Jacques Ellul, autor, entre otros libros, de La técnica o el reto del siglo, publicado originalmente en 1954. Ellul habla del problema de la técnica como uno de responsabilidad. En un mundo dominado por la tecnología, dice, las tareas de cada individuo son fragmentos desconectados del resto. Cuando algo falla, la responsabilidad también se fragmenta y se diluye hasta desaparecer. Se evapora. Pero esa falta de responsabilidad no constituye, de ninguna manera, una manifestación de libertad. Al contrario: todos estamos sometidos a decisiones de las que no queremos o no podemos hacernos responsables. Acercándose a las ideas de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, Ellul explica cómo un oficial nazi encargado de un campo de concentración, al cuestionársele si no había tenido algún reparo ético ante los crímenes que cometía, respondió que no tuvo tiempo para pensar en eso, dedicado como estaba a la tarea técnica de deshacerse de tantos cadáveres.
Para Johnson el interés de Adams y Jefferson en las ideas de Priestley habla de una época en la que, si bien no gobernaban precisamente filósofos, como hubiera querido Platón, la red de intereses, conocimientos y capacidades de quienes lo hacían era mucho más amplia, diversa y consistente —a la vez que menos cuestionable— que la de quienes lo hacen ahora. Contra los científicos —si le quitamos al término las resonancias porfiristas, aunque la intención de usarlo entonces era, precisamente, subrayar esa capacidad— llegaron los técnicos o, peor, los tecnócratas que convirtieron a la política y al gobierno en mera técnica administrativa. Parafraseando a Elul, ante una catástrofe como la que implica la contingencia ambiental en la ciudad de México, podemos preguntarnos ¿quién es responsable? ¿Los funcionarios públicos y su negligencia y corrupción históricas? ¿Los automovilistas y la poca contaminación que producen pero que como la de cada chimenea casera en el Londres del doctor des Voeux se suma y multiplica? ¿Los arquitectos y urbanistas que se dejaron llevar, sin pensarlo demasiado, por una idea de ciudad dominada por el imperio de la movilidad? ¿Quién se hace responsable? Ninguno —el mismo término, contingencia ambiental, revela la irresponsabilidad al concebir la contaminación como un suceso accidental. ¿Quién es libre? Nadie.
La banalidad de la contaminación. En una ciudad donde la política fue suplantada por una técnica administrativa —además, mal implementada— la responsabilidad se diluye como humo en el aire mientras todos estamos presos dentro de una densa y mortífera capa de persistente smog: neblumo, polulmo, humiebla, humión, mierdaire.
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