Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
5 mayo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Ralph Steiner y Willard van Dyke dirigieron y fotografiaron el corto The City, producido por el American Institute of Planners para presentarse en la Feria mundial de Nueva York de 1939. La película empieza con la visión idílica de la vida en pequeñas comunidades donde, “hace uno o dos siglos, se construía el templo para demarcar lo común” y, al lado, en el ayuntamiento, los vecinos, que se conocían entre todos, tomaban juntos decisiones sobre su ciudad. De ahí, el crecimiento y la industria nos hicieron pensar que “el humo genera prosperidad.” A los grandes edificios sigue el gran congestionamiento de autos y el tráfico motorizado toma el espacio de la gente. La salida la insinúan un tren y luego un avión que sobre vuela el campo, donde, en un futuro al parecer inminente, “la nueva era construye un nuevo tipo de ciudad, cercana de nuevo al suelo:” ciudades verdes, organizadas para permitir la cooperación entre las máquinas y el hombre y entre los hombres en general. “El sol, el aire y áreas verdes abiertas son parte del diseño. Calles seguras y buenos barrios no son cuestión de suerte: están construidos en el patrón mismo de la ciudad y construidos para durar.” La narración de Morris Carnovsky —sobre música de Aaron Copland— sigue un texto escrito por Lewis Mumford.
Un año antes, en 1938, Mumford había publicado The Culture of Cities. En el capítulo 17, El mito de la megalópolis, exponía su no muy positiva visión sobre las grandes ciudades. En general, dice, “la ciudad tiende a encerrar la vida orgánica y plural de la comunidad en formas petrificadas y sobre-especializadas que logran la continuidad a costa de la adaptación y el crecimiento futuro.” Entre otros defectos, Mumford veía a las grandes Megalópolis como “la prueba y el medio de la tendencia general a la concentración en monopolios,” manejadas por una “burocracia política” al servicio de una “nueva trinidad: las finanzas, las aseguradoras y la publicidad.” El símbolo material de las grandes Megalópolis era, según Mumford, el rascacielos de oficinas: “un archivero para humanos con ventanas uniformes, fachadas uniformes, espacios uniformes, que se levantan piso por piso compitiendo por luz y aire y, sobre todo, por prestigio financiero.”
La ruta de escape hacia otro tipo de ciudades también había sido sugerida por Mumford —bajo la influencia de Patrick Geddes, el autor de Cities in Evolution, publicado en 1915. En el último capítulo de The Story of Utopias, publicado en 1922, Mumford escribió que “nuestra elección no es entre la utopía y el mundo tal cual es sino entre el mundo y nada —o, más bien, la nada.” Explicó que la utopía tiene que ver, primero, con “entender los poderes potenciales de la comunidad” y, luego”, “el papel de la ciencia y el arte en nuestra vida social.” Mumford decía que si bien el equipamiento físico de Nueva York comparado con el de Atenas en el siglo IV antes de nuestra era, era como comparar a la misma Atenas con una cueva prehistórica, “la vida del hombre en la ciudad contemporánea tal vez fuera más desordenada, fútil e incompleta” que en la Atenas clásica. Por supuesto Mumford idealiza la democracia ateniense de unos cuantos ciudadanos libres, pero la comparación es sobre todo a la escala de la organización: la comunidad local se ocupa de su región, mientras que a la Megalópolis, que calificará después de mito, le corresponde otro: el mito del Estado Nacional. La gran ciudad y lo que implica en términos de conocimiento, tecnología y poder, lleva a la sociedad “a una situación peligrosa” donde “desarrolladores anónimos han erigido gran cantidad de casas e ingenieros absurdos han dispuesto nuestras ciudades sin pensar en otra cosa que contratos para hacer drenajes y pavimentar, mientras que hombres rapaces e incultos han conseguido el éxito en el negocio de decir a la multitud lo que es la buena vida.” La solución, para Mumford, era esa vuelta al suelo, como se dice en la película The City, y una nueva relación entre arte y comunidad, una visión heredada de Morris y Ruskin donde la pobreza material entre los desposeídos que produjo la revolución industrial era inseparable de cierta pobreza estética que no implicaba mejora alguna tampoco para el gran arte exclusivo de las élites.
La visión que de las Megalópolis presentaba Mumford en sus textos y Steiner y van Dyke en el corto The City era, sin duda, distinta a la que sobre las grandes metrópolis nos ofrecieron Dziga Vertov con El hombre de la cámara, en 1929 o Walter Ruttmann, dos años antes, con Berlín, sinfonía de una metrópoli, aunque el vértigo ante la ciudad fuera de sí pudiera ser compartido. También es distinta a la idea que en el mismo año de The City, 1939, y para la misma ocasión, la Feria Mundial de Nueva York, presentó Norman Bel Geddes con la exhibición Highways and horizons, que era parte de Futurama, la instalación patrocinada por General Motors y que puede verse en el documental To New Horizons. A la maqueta de la ciudad del futuro, Geddes sumó un libro, Magic Motorways. Para el otro Geddes, el problema del tráfico era el resultado de utilizar “viejos caminos construidos para otros vehículos, en vez de empezar a construir caminos especiales para las necesidades especiales del automóvil.” Al inicio de su libro planteaba que “desde el inicio de los tiempos, cada vez que la gente ha intentado llegar de un lugar a otro, siempre han guardado los mismos principios básicos. Primero, el deseo de preservar la vida; segundo, el de hacer un viaje agradable; tercero el de llegar a su objetivo con rapidez y, cuarto, hacerlo gastando el menor dinero y esfuerzo posibles.” Geddes supone —quizá sin equivocarse— que el placer y la eficiencia de cualquier viaje en automóvil se deriva de una sola cosa: el flujo ininterrumpido y que de no darse ese flujo se genera en el conductor una sensación “cuyo nombre es simplemente frustración.” La frustración acabaría evitando dos errores en el diseño de cualquier autopista: las intersecciones y las incorporaciones. La maqueta y el libro de Geddes presentan múltiples variaciones de puentes de varios niveles y tréboles cuya única finalidad es garantizar el flujo continuo de los automóviles.
Lo que para Geddes fue una propuesta de feria, para Robert Moses se convirtió en una obsesión. En una entrevista de 1953, Moses explicó que uno de los grandes retos de los Estados Unidos era el retraso en la construcción de autopistas. Desde sus múltiples puestos en la administración de la ciudad de Nueva York, Moses hizo lo posible por remediar el atraso, al menos en esa región. Hasta que se encontró con la resistencia tenaz de Jane Jacobs. En una plática de 1962, un año después de publicar su Muerte y vida de las grandes ciudades americanas, Jacobs habla de que las “ciudades son lugares extremadamente físicos” y gente con “intrincadas relaciones interpersonales,” lo“no pasa sólo porque lo desees.” También explica su teoría de que las oficinas de planeación de los gobiernos de las ciudades siguen sus propias lógicas sin interés real en la ciudad —su interés es la planeación, casi en abstracto— y que la única manera de hacerlas cambiar de dirección es mediante la resistencia de los ciudadanos. Jacobs dice que tuvo que poner en práctica su propia teoría cuando se enteró que su barrio, el West Village en Nueva York, sería renovado con la construcción del Lower Manhattan Expressway, pensado por Moses desde 1941. “Para revertir lo que estaba planeado, los ciudadanos tenían que tomar la iniciativa y frustrar a los planificadores,” dice Jacobs casi al final de la plática: “desde entonces me dediqué a frustrar a los planificadores.” Algo que no se pudo haber hecho sin la participación del vecindario, agrega, sugiriendo, tal vez, que una ciudad, hecha de comunidades, no puede funcionar si no se imagina en común.
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