La ciudad en tiempos de algoritmos, corporaciones y derechos de autor. Una conversación con Conrado Romo
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¡Felices fiestas!
20 octubre, 2023
por Olmo Balam
Diorama que representa una escena de vida cotidiana entre los tlingit o tlinquit, pueblo originario del pacífico noroeste, entre Canadá y Alaska, famoso por sus rituales totémicos y su habilidad para interpretar sueños. Dr. Robert S. Butsch, 1959, exhibición del Museum of Natural History en Ann Arbor, Michigan.
¿Será que los sueños encuentran su mejor contenedor, su medio ideal, en las ciudades? Esa es una pregunta* que surge toda vez que sondeo por el territorio onírico y descubro que ahí siempre hay una ciudad a la que volver. Algunos paseos, rutas y libros de arquitectura y urbanismo me han confirmado que se puede asir un sueño recurrente: el de la ciudad que existe y se edifica a solas durante eso que llamamos vigilia.
Animo a quien lea esto a rebuscar entre sus sueños más frecuentes o, si no, en la idea general que tenga (por magra o vestigial que sea) de los sueños. Tengo casi por seguro que, además de las pesadillas o ideas recibidas de rigor (las más clásicas: la de volver a la escuela para aprobar esos exámenes o pasar esa materia; hablar con seres queridos que se han ido; o que a uno se le caigan todos los dientes), habrá un escenario, un bajo continuo: la ciudad a la vez familiar y extraterrena en la que ocurren todas esas tramas. Una ciudad que en su inmediación es reconocible, donde uno es capaz de orientarse sin otra cosa que una brújula interna que ningún GPS o Waze podrán mejorar o trastocar. **
En mi caso, esa ciudad no es para nada similar a una Utopía ni a los cielos monoteístas —dicho sea de paso, lugares que más que por su pureza o perfección se caracterizan, como dice Siegfried Zielinski, por no necesitar de dispositivos; pues todo allí es, literalmente, inmediato—. Tampoco es, como suele suceder en el imaginario mexicano y latinoamericano, una ciudad de inspiración europea o, peor aún, una de palacios y castillos disenyificados. Al contrario, mi ciudad soñada es un trasunto descarado de la Ciudad de México. Si pudiera trazarla en un pliego de papel albanene de suficiente tamaño y buena escala, muchos de sus límites y rasgos formales (como su relieve, “fronteras” o el vil trazo político de las alcaldías) serían similares a los de la Zona Metropolitana del Valle de México.
De acuerdo a mi experiencia, también tendría zonas nebulosas muy parecidas: lugares en los que nunca he puesto pie, locaciones de infamia que es preciso olvidar, vías de paso que, bien vistas, uno sólo ve a cierta velocidad, nunca con detenimiento. Lo más fascinante: aunque llega el momento en que el sueño se hace consciente, no hay una sensación de extrañeza: las obras en construcción avanzan, se inauguran líneas del metro, los coches siguen vialidades hace mucho definidas, la gente que la habita sabe orientarse por sus calles y, como es propio de las ciudades habitadas, la vida ocurre por unos cuantos contados mismos lugares.
Como se puede intuir en lo arriba escrito, esa ciudad se configura en lo esencial por sus espacios, por una arquitectura (esa sí inconsciente) que reafirma la organización y el orden de la urbe concreta: ejes viales, rascacielos, obras negras, conglomeraciones de gente, edificios que se derruyen o completan. Si bien sigue siendo un espacio liminal, no es porque esté desolado: su condición de umbral es aquello de donde brota el aura fantasmal y no pocas veces nostálgico de las formaciones de edificios y trazas, surtidoras de imágenes que anticipan ruinas como sueños (in)cumplidos. Hay, por lo tanto, una lógica colectiva subyaciendo ahí: lo comprueba el hecho de que, sin tener que ser arquitecto, urbanista o ingeniero, uno pueda delinear ciudades enteras.
Esa tensión entre lo individual y lo común es fundamental para pensar tanto lo urbano como lo onírico. Durante al menos un siglo el problema de los sueños en Occidente se volvió uno de interpretación. Desde la Traumdeutung freudiana, y su promesa de desciframiento hermenéutico (lo cual implica que hay un problema que debe solucionarse), los sueños pasaron a convertirse en un asunto individual. De ahí la reacción casi vergonzosa de la gente cuando alguien expone sus sueños a plena luz del día. Desde esta perspectiva, cuando no son un repositorio de los deseos e impulsos más oscuros y reprimidos, son apenas la “pipí del pensamiento”, como dijo un escritor mexicano –Antonio Ortuño, para más señas–. En la sensibilidad moderna, tan obsesionada con desentrañar y patologizar los sueños, estos quizá no sean más que un síntoma interno, una elaboración estética que no puede ni debería compartirse. Esa individualización del sueño hermana, de manera fatal, al surrealista y sus cadáveres exquisitos con el empresario extractivista que ve en el dormir (siempre el de los otros) poco más que una pérdida de tiempo.
Quisiera pensar (pues ya lo sueño) que esa visión y su breve imperio están llegando a su fin. Durante siglos, los sueños fueron algo colectivo, una materia de intercambio. Así se estudia, por ejemplo, en un libro como Hacia una teoría antropológica del valor. La moneda falsa de nuestros sueños (Fondo de Cultura Económica, 2018), de David Graeber; o se puede leer en incontables obras literarias que cuentan historias de gente movilizada a otros países por algo que soñó. Una de esas fugas de retorno está en un libro que toca el tema de manera muy cercana: Las ciudades invisibles, de Italo Calvino (quien además acaba de cumplir 100 años hace poco). Organizado famosamente por diadas, no existe en sus capítulos el par de “Las ciudades y los sueños”, pero sí el de “Las ciudades y los intercambios”: Eufemia, Cloe, Eutropia, Ersilia, Esmeraldina, urbes donde el comercio (en el buen sentido de la palabra) de recuerdos, emociones y lenguajes se interpola como algo más que una simple actividad lucrativa.
Así como Marco Polo trata de hacerle entender a Kublai Kan, no es que haya que visitar todas las ciudades del mundo, pero sí las que hay dentro de esa única ciudad que articula las demás: como la Venecia de Calvino, o mi Cedemequis semiplagiada, toda ciudad –soñada, visible o no– es múltiple. Ejemplos concretos hay muchos tan sólo en Chilangostán: colonias escondidas como El Reloj o la Nueva Argentina; los pasajes de Viaducto Tlalpan, arcadias de oscuridad y vida en trasiego; burgos como La Herradura o Las Lomas donde las clases altas tratan de negar la ciudad de quienes los sostienen. De manera más importante, sueños de vivienda colectiva que se materializaron en un aquí y ahora que parece diluirse en umbrales: Nonoalco-Tlatelolco, Plateros, Villa Coapa, Ciudad Independencia o el Conjunto Urbano Presidente Alemán; quien las recorra con ojo atento podrá ver que ahí no todo es vigilia.
Convencido de que las ciudades comienzan en la mente, sirva todo esto para presentar una serie de crónicas, oneirocríticas si se quiere, sobre las ciudades invisibles de Cedemequis: ciudad cornucopia de mientras tantos (para citar a John Durham Peters); ciudad invivible; ciudad lamentablemente transformada en metrópolis que no ha sido vencida ni siquiera en el territorio del sueño. Es imposible decir cómo acabará este proyecto, o si en el camino será refutado por el propio peso de una colectividad convencida de que la realidad es sólo una. Pero no importa, porque como decía un pirata infame: los sueños nunca mueren.
Notas
* Una pregunta cuya enunciación se inspira en una de Jimena Hogrebe, para un ensayo de próxima aparición en el número 106 de Arquine.
** Queda para otro día reflexionar sobre cómo estas dos tecnologías han deteriorado, de manera literal, la memoria urbana
*** Otro tema para después: la interpolación de los sueños y los deseos, última frontera del pensamiento político para nuestros tiempos.
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