Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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¡Felices fiestas!
3 noviembre, 2020
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Confrontando al término de “Ciudades perdidas”, de uso común en el medio arquitectónico y urbanístico desde mediados del siglo XX hasta no hace mucho, hoy comparto una serie de reflexiones derivadas de un trabajo, pausado pero consistente, en las colinas del poniente de la cuenca de México. Específicamente en la sierra conocida como “de las cruces”, donde habitan los pobladores del originalmente fundado por Vasco de Quiroga, Santa Fe de México.
Los patrones derivados de la urbanización acelerada que provocan los procesos de industrialización de una economía, se han registrado desde los cuadernos de Pugin o Schinkel, en el siglo XIX, hasta la fecha. Marx y Engels viajaron a Inglaterra para observar el impacto que dichos procesos en la nueva clase obrera, y de las impresiones vividas derivaron un pensamiento crítico que a la postre, resultó altamente trascendente para ofrecer visiones alternativas a la monolítica postura del capitalismo industrial. En mi ciudad, la de México, aunque con un breve antecedente durante el período al que denominamos Porfiriato, culminado con la primera revolución social del siglo XX en el mundo, la verdadera transformación industrial ocurre a partir de la Segunda Guerra Mundial, donde se aprovecha la circunstancia del protagonismo estadounidense en el conflicto, para desarrollar una economía de fabricación y maquila que ofreciera al poderoso país de nuestra colindancia norte, aquellos productos que, por desarrollar armamento, habían pasado a un segundo término de producción.
La masiva migración de pobladores rurales a la Capital del país, muy pronto dejó totalmente desbordado cualquier intento de planificación, que contrariamente a lo que la creencia popular generaliza, sí los hubo y no de escasa calidad. No es una problemática de nuestra ciudad, es un patrón de conducta social globalizado. Así, para denominar, no sin un alto dejo despectivo, a los crecimientos derivados de la necesidad de habitar por parte de los migrantes, se generaron términos como “cinturón de miseria”, “ciudades perdidas”, “crecimientos Informales”, etc.
Sin embargo, el conocimiento y estudio del fenómeno, nos avienta números imponentes: la dimensión de la mancha urbana derivada de esta manera de habitar es mucho mayor a la realizada por los procesos planificados. También es mayor la cantidad de pobladores que construyen su vida diaria, su cotidianeidad, sus esperanzas, a partir de estos espacios. La película entonces pasa de negativo a positivo. Los espacios planificados resultan ser pequeños enclaves “perdidos” en la inmensidad de la ciudad total.
Romper entonces los prejuicios —aquello que ya hemos juzgado sin darnos siquiera la oportunidad de conocerlo, de entenderlo, de vivirlo—: lo que denominamos como ajeno al sistema, a partir de adjetivos calificativos peyorativos, resulta ser el patrón común de la mayoría de la población. Lo normal, aunque no esté normado por la legalidad, si no por el consenso de quienes ahí conviven.
El urbanismo generado y la arquitectura construida en la mayoría del territorio de las ciudades contemporáneas, y en este caso, el ejemplo de Santa Fe y sus colonias, como las autodenominan sus propios habitantes, es un ejercicio de gestión, negociación continua, crecimiento metabólico, donde se mezcla la necesidad de la eficiencia ante la precariedad, con el capricho de quien lotificó observando una oportunidad. Donde la arquitectura creada coquetea entre la tradición popular de la autoconstrucción, la vernácula del maestro del oficio, y principios estéticos y teóricos generados por los grandes maestros.
La abstracción prismática de los volúmenes, que manifiestan claramente su sistema constructivo, con losas en voladizo formando marquesinas hacia la calle, que narran el crecimiento por etapas de cada espacio, no son ajenas a las visiones de Le Corbusier o Gropius en los años 20 del siglo pasado. Tampoco son ajenos los usos a la necesidad del espacio mixto, donde vivienda y comercio se entienden como un binomio simbiótico y necesario. Se lucha por la aparición eso sí, de equipamiento urbano, inexistente en su origen: escuelas, clínicas, espacios religiosos, parques. Se lucha también por infraestructura —que no es lo mismo que equipamiento, aunque la cultura política ya ha englobado en una sola palabra todo, para variar—: drenaje, luz, agua potable, telecomunicaciones. El desarrollo de la estructura formada por el espacio que es público y la necesidad en este caso de soluciones topográficas: las calles vehiculares, las calles escalera, los remanentes de la geometría urbana, las fronteras con una naturaleza que se niega a morir del todo, a pesar de la contaminación y el deterioro. Al final, el espacio es tan intenso como pueden serlo aquellos callejones vetustos de centros históricos hoy convertidos en consorcios turísticos, con sus casas apiladas y saturadas. Lo que realmente cambia es la falsa sensación de seguridad o inseguridad, lo que cambia es el prejuicio.
Al final, esa es la ciudad, un ente vivo, transformable y transformándose continuamente, donde se guarda como memoria, aquello que la colectividad considera un valor común, lo que es patrimonio de todos, y se modifica aquello que, si no evoluciona, se convierte en un foco de riesgo para los que habitan el espacio.
Nunca falta, como puede verse en las imágenes, la intervención ventajista derivada de la búsqueda clientelar política, que repentinamente pinta de uno o varios colores predeterminados, aquello que está más a la vista, aunque como también un buen observador podrá notar, no alcanza para todo ni para todos.
Las aún discriminadas zonas como Santa Fe pueblo y sus colonias, representan los organismos más abundantes de nuestra ciudad y, por lo mismo, la parte más representativa del sistema de vida urbana contemporáneo. No podemos seguir existiendo en la ignorancia de ello.
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