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Columnas

La ciudad y la modernidad, repensadas

La ciudad y la modernidad, repensadas

3 diciembre, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

No ensayar demasiado aprisa una definición de la ciudad, es demasiado grande, tenemos todas las oportunidades de equivocarnos.

Georges Perec

No hay ideas políticas sin un referente espacial, así como no hay espacios o principios espaciales a los que no correspondan ideas políticas.

Carl Schmitt

 

¿Qué es una ciudad? Piedra, concreto asfalto; desconocidos, monumentos, instituciones —enumera Perec.(1) Para Giovanni Botero, a finales del siglo XVI, “llámase ciudad a muchos hombres reunidos en un lugar para vivir con felicidad.”(2). Y a finales del XVIII, el demógrafo francés Jean Baptiste Moheau escribió que “Augusto decía a los romanos: la Ciudad no consiste de casas, pórticos, plazas públicas; son los hombres los que hacen la ciudad.”(3) El historiador Fustel de Coulanges explicó eso mismo en su clásico libro La ciudad antigua: Para los antiguos, dice, “ciudad (cité) y urbe (ville) no eran palabras sinónimas. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus; la urbe era el lugar de reunión, el domicilio y, sobre todo, el santuario de dicha asociación.(4) La ciudad puede entenderse, cual ha repetido en diversas ocasiones Richard Sennett, como el espacio común de quienes no tienen nada en común: el lugar que fabricamos en tanto somos y estamos carentes de un lugar asignado en el mundo, como dice el filósofo Giuseppe Zarone apelando al mito de Caín, constructor de ciudades.(5)

La ciudad seguramente es muchas cosas, aunque no cualquiera y no todas. Suponer que puede explicarse en una definición de un par de líneas es ingenuo, si no absurdo. Porque si la ciudad es en parte, como muchos parecen acordar desde hace siglos, un conglomerado humano es, por lo mismo, un hecho político —de ahí, dicen, viene justamente la palabra— cuya realidad y modo de ser son constantemente debatidos así: políticamente. La ciudad ha sido cuartel y ha sido mercado, ha sido puerto y refugio, sede de imperios y también su despojo. ¿Con cuántas casas o calles comienza una ciudad a ser una ciudad?, se preguntó Wittgenstein en uno de sus cuadernos de apuntes y la pregunta acaso es tan profunda e interesante como las respuestas que se ensayen. Sobre todo hoy, cuando al decir que la mayoría de la humanidad habita en entornos urbanos se insinúa, a veces, que hubiera una sola imagen de lo que es una ciudad y una sola forma posible para su desarrollo.

Como de la ciudad —y de otras tantas ideas y hechos complejos—, de la modernidad hay que suponer que no puede pensarse reduciéndola a definiciones. Sea que entendamos que la modernidad inicia con Descartes y su postulación de la duda como única certeza del sujeto, con la globalización que marcan los viajes de descubrimiento y colonización, con la Ilustración y el advenimiento de la esfera pública en el sentido que le da Kant o con sus críticas o con la Revolución Francesa o la industrial, con los pasajes parisinos o los rascacielos niuyorquinos y con la migración rural y la transformación de campesinos en obreros o con todo eso, en distintas combinaciones, para hablar de modernidad hay que poner nuestras cartas sobre la mesa y estar atento a las reglas del juego que se esté jugando.

Por tomar un caso, veamos algo, poco, de lo que de la modernidad ha dicho el filósofo francés Bruno Latour. En una entrevista del 2012 aclaró lo que para él significa ser moderno: “Es moderno —o, más bien, se cree moderno— quien piensa dejar tras de sí un pasado «arcaico» y tener por delante un futuro «racional», empujado por la flecha del progreso,” para luego agregar: “Al menos esa es la versión oficial, pues la realidad muestra exactamente lo contrario: encontramos también nuestros atavismos «arcaicos» frente a nosotros, más profundos, intensos, indelebles que antes, ¡y no tan «racionales» como decimos!” Esto completa lo que había explicado en su ya clásico libro Nunca fuimos modernos:(6) que la modernidad tiene dos caras, una que busca la emancipación del hombre y otra que persigue el cada vez mayor dominio por el hombre de su entorno natural. Y sabemos que esas dos caras no pueden separarse como si con cuchillo cortáramos mantequilla: la realidad ha mostrado que la emancipación de unos ha implicado el dominio sobre lo otro, que no se limita ya al mundo natural sino que incluye a los otros, aquellos que no se consideran aun absolutamente modernos. Así como el precoz poeta de vanguardia también es mercenario y traficante de armas, quizá de esclavos, todo junto, y los métodos modernos de cultivo logran mayores cosechas mientras que reducen la biodiversidad, la ciudad, la ciudad moderna, la ciudad industrial o la gran megalópolis, es al mismo tiempo el lugar de la emancipación —de aquella libertad que apuntó Simmel en su texto sobre la vida mental en la metrópoli— y del dominio: del dominio del medio físico y también, sin duda, del dominio sobre los más por los menos, de la explotación y la marginación y, hoy, de la precarización generalizada. Pensar en los efectos complejos de la gestión y planeación urbanas implica, pues, pensar también en los resultados negativos de la modernización en las ciudades y entender qué tanto son inseparables dentro de ciertas lógicas —por ejemplo, en el modelo extractivo y de acumulación de riqueza en pocas manos que acompañan, si no es que definen al capitalismo tardío.

Desde la arquitectura, el urbanismo y disciplinas afines, a veces parece difícil ver las dos caras: los efectos emancipadores y los negativos de las obras e intervenciones que esas disciplinas producen al mismo tiempo. Y a veces esto no se debe a una defensa de un conocimiento o autonomía disciplinar, sino que es respuesta, tácita y casi inconsciente, a condiciones impuestas desde afuera. Condiciones que se encuentran y rara vez se cuestionan y transforman, menos aun se resisten. Como ha escrito Pier Vittorio Aureli, “incontables arquitectos han mapeado condiciones urbanas extremas sin entender cómo éstas eran el producto de intenciones políticas específicas escondidas detrás del espectáculo de la urbanización des-regulada (es decir, llevada por el mercado).(6) Así, muchas “soluciones” que se nos presentan limitadas a consignas promulgadas desde una supuesto conocimiento experto —cual la “densificación”, la “centralización” o el “desarrollo inmobiliario” como motor de desarrollo social—, deberían repensarse asumiendo una posición auténticamente crítica —esa crítica que es característica de una de las visiones de lo que es ser moderno. Sobre todo, ante la creciente desigualdad que no es solucionada sino, al contrario, producida e intensificada por ciertos modelos de desarrollo urbano.

Pedro Gadanho ha explicado que “en tanto la urbanización continúa expandiéndose a lo largo del globo, la distribución de recursos espaciales y económicos en las ciudades es cada vez más desigual. Como lo han hecho evidente numerosos estudios académicos, la desigualdad crece. A pesar de la promesa de mejora que la migración urbana alguna vez representó, las condiciones de vida se deterioran para grandes segmentos de las crecientes poblaciones urbanas. Simultáneamente, la planeación urbana tradicional, centralizada, parece fallar cuando se enfrenta a la mayor presencia de asentamientos informales, procesos de gentrificación y otros procesos urbanos de nuestros días. Empujados por la ideología o por la incapacidad económica, la habilidad del estado-nación para intervenir en la ciudad contemporánea parece retroceder en todas partes.”(8)

Quizá, entonces, un cambio de referencias y modelos sea necesario para entender cómo transformar realmente las ciudades contemporáneas en espacios incluyentes, plurales y propicios a un desarrollo basado en el bien común. Y eso más allá de un discurso simplificado y reductivo que presente la modernización como desarrollo, inmobiliario, económico o tecnológico. Es tiempo, quizá, de pensar otras políticas, reglas distintas, diferentes normas. Y habrá seguramente que, siguiendo lo planteado por Latour, repensar juntos lo que queremos decir al hablar de modernidad en la confluencia entre hechos, poderes y discursos y no desde la distante —a veces pedante— posición del experto que supone conocer la respuesta pero que, de hecho, evita cualquier cuestionamiento.


Notas:

1. Georges Perec, Espèces d’espaces, Galilée, París, 2000 (1974).

2. Giovanni Botero, Diez Libros de la Razón de Estado, con Tres Libros de las causas de la grandeza y magnificencia de las ciudades, traducido por Antonio de Herrera, Madrid, 1593.

3. J.B. Moheau, Recherches et consnidérations sur la population de la France, 1778, citado por Andrea Cavalletti en Mitología de la seguridad: la ciudad biopolítica, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2005.

4. Numa Denis Fustel de Coulanges, La Cité antique, Hachette, París, 1905 (1864).

5. Giuseppe Zarone, Metafísica de la ciudad: encanto utópico y desencanto metropolitano, Pre-textos, Universidad de Murcia, 1993.

6. Bruno Latour, Nous n’avons jamais été modernes: Essais d’anthropologie symétrique, La Découverte, París, 1991.

7. Pier Vittorio Aureli, “Means to an End, The Rise and Fall of the Architectural Project of the City”, en The City as a Project, Ruby Press, Berlín, 2013.

8. Pedro Gadanho, “Mirroring Uneven Growth, a Speculation on TOmorrow’s Cities Today,” en Uneven Growth, Tactical Urbanisms for Expanding Megacities, MoMa, Nueva York, 2014.

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