Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
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¡Felices fiestas!
7 febrero, 2019
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Acostumbrados desde hace mucho tiempo a oír hablar de la capital de México como una ciudad construida en medio de un lago y que no se une con tierra firme más que por diques, quienes echen un ojo sobre mi Atlas mexicano se sorprenderán sin duda al ver que el centro de la ciudad se aleja hoy 4,500 metros del lago de Tezcuco y más de 9,000 metros del lago de Chalco. Podrán llegar a dudar de la exactitud de las descripciones ofrecidas en la historia de los descubrimientos del Nuevo Mundo, o bien creerán que la capital de México no se construyó sobre el mismo suelo que la residencia de Montezuma. Pero ciertamente no es la ciudad la que cambió de lugar; la catedral de México ocupa exactamente el mismo sitio donde se encontraba el templo de Huitzilopochtli; la calle actual de Tacuba es la antigua Tlacopan, por la que Cortés emprendió su famosa retirada, el 1º de julio del año 1510, en la noche melancólica, que se designa con el nombre de La noche triste; la diferente situación que indican los viejos mapas en comparación con el que publico proviene únicamente de la disminución de agua sufrida por el lago de Tezcuco.”
Así explicaba Alexander von Humboldt la sorpresa al contrastar lo que se sabía de la ciudad de México con la realidad que el vió en su visita durante la primera década del siglo XIX. En su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Humboldt hace un recuento de la historia de la ciudad desde la fundación de Tenochtitlan en 1325, 52 años después de que los aztecas llegaron a la cuenca, y del progresivo desecamiento de las lagunas tras la conquista española, “empujada por el deseo de convertir a la antigua ciudad de México en una capital a la vez apropiada para la circulación de vehículos y menos expuesta al peligro de las inundaciones”. Explica que, cuando visitó la ciudad, los bordes del lago de Texcoco eran poco precisos y que, con fuertes vientos, el agua podría retirarse hasta 600 metros hacia el oriente. Tras hablar de la traza y los edificios de la ciudad, Humboldt dice que la capital de México le dejó “un recuerdo de grandeza” atribuido “sobretodo al carácter imponente de su localización y de la naturaleza que la rodea.”
Luego, tras contar con bastante detalle los distintos trabajos para desaguar la ciudad desde finales del siglo XVI hasta el XVIII, Humboldt afirma que en esa historia “se reconoce una irresolución continua de parte de los gobernantes, una fluctuación de opiniones y de ideas que aumenta el peligro en vez de alejarlo.” Del desagüe en el estado que lo encontró, dice que “pertenece sin duda a las obras hidráulicas más gigantescas que los hombres hayan ejecutado” y que se lo “observa con cierta admiración” aunque “mezclada con ideas que nos afligen” al recordar “cuantos indios murieron sea por ignorancia de los ingenieros o por el exceso de las fatigas a los que se los expuso durante siglos de barbarie y crueldad.” También reflexiona si, “para hacer salir de un valle cerrado por todas partes, una masa de agua poco considerable, ¿había que servirse de un medio tan lento y tan costoso?” Humboldt concluye que “en los trabajos hidráulicos del valle de México, el agua no fue vista sino como enemigo del cual hay que defenderse, sea con diques o sea mediante canales de extracción”.
Como Humboldt, algunos habitantes de la Ciudad de México y otros que la visitan y estudian se han interesado por la historia de las relaciones que se han establecido o, muchas veces, negado con su entorno natural. El historiador Matthew Vitz es parte de ese grupo y su reciente libro A City on a Lake, Urban Political Ecology and the Growth of Mexico City, nos ayuda a entender algunas de las dimensiones políticas y sociales que acompañaron a la catástrofe ecológica ocurrida en la cuenca de México. Catástrofe quizá sea un término que algunos juzguen excesivo, pero como escribe Vitz, “la decadencia ambiental es una realidad inequívoca de la cuenca.” Más adelante agrega:
«El enorme crecimiento de la Ciudad de México durante el siglo XX está implicado y forjado con un conjunto mezclado de conflictos sociales y disputas científicas, contingentes aunque estructuralmente condicionadas, alrededor de su dinámico entorno metropolitano: tierras, aguas, bosques, infraestructura, divisiones territoriales, todo esto estrechamente ligado a la urbanización.”
Vitz inicia su recuento con el empuje de las elites del porfiriato para emprender una revolución sanitaria: “Los expertos urbanos hicieron suyo el objetivo de lograr una ciudad higiénica para borrar componentes nocivos y viciosos de la vida moderna y alcanzar los requerimientos del crecimiento capitalista, proyectando la modernidad urbana más allá de las fronteras nacionales.” Durante las últimas décadas del siglo XIX, la ciencia positivista acompañada de cierta visión económica buscaron el desarrollo de la ciudad a partir de garantizar un entorno “higiénico”, seguro y, al mismo tiempo, productivo. “La visión conservadora —o conservacionista— fue moldeada por una robusta herencia intelectual que veía el lago como una oferta de valor estético, de ventajas económicas y de beneficios ambientales.” Una vez más en la historia de la ciudad de México, la apuesta no sólo por controlar sino por drenar totalmente la cuenca era una manera de hacer manifiesto el poder del Estado. Vitz cita al ingeniero Jesús Galindo y Villa diciendo que, mientras no se terminaran las obras del drenaje emprendidas por el gobierno de Díaz, la ciudad no podría prosperar, y al historiador Luis González Obregón prediciendo que esas mismas obras harían de la Ciudad de México una de las más agradables y bellas de América. Pero Vitz también explica cómo “la élite científica del porfiriato asumió usos racionales y capitalistas de la naturaleza al tiempo que condenó las prácticas indígenas que, a sus ojos, desperdiciaban recursos.” Así, mientras las lagunas de la cuenca se desecaban, crecían no sólo los usos de suelo urbanos sino otras maneras de explotar la tierra, sobre todo a partir de grandes haciendas, que evidentemente implicaban otros modos de propiedad que los de los pueblos que habitaban la zona. E incluso la visión de quienes buscaban preservar recursos y gestionar el crecimiento urbano, como Miguel Angel de Quevedo, quien proponía también desecar casi por completo el lago de Texcoco para convertirlo en reserva forestal, descartaba los modos de producción tradicionales.
Tras la Revolución, dice Vitz, “los gobiernos federales que se sucedieron —ya fueran revolucionarios o reaccionarios—, buscaron afirmar su autoridad mediante el control del entorno metropolitano y de los caóticos espacios urbanos.” Las formas de ese control podían ser contradictorias. Las decisiones de los gobiernos de Madero y Carranza en relación al lago de Texcoco, por ejemplo, estaban más cerca a las del gobierno de Díaz que las del gobierno de Huerta, el usurpador. El agua fue también un arma de lucha, con los zapatistas controlando el sur de la ciudad y cortando el flujo de agua potable que desde Xochimilco abastecía a la ciudad desde principios del siglo XX.
Vitz no sólo se centra en el problema del agua y la desecación de los lagos. También trata el caso de la vivienda, hablando del sindicato y la huelga nacional de inquilinos, en 1917, cuando en la ciudad al menos el 85% de sus habitantes eran arrendatarios, y del desarrollo de barrios obreros, como el de Hipódromo de Peralvillo, donde rara vez se cumplía cabalmente con expectativas y promesas de mejoramiento a las condiciones de vida.
La revisión histórica de Vitz continúa repasando los gobiernos de Calles, Obregón y Cárdenas, con su reforma agraria, para terminar con los de Ávila Camacho y Alemán, cuando otra idea de desarrollo implica también otras lógicas territoriales. En su libro aparecen, además de ingenieros como Quevedo, Gayol o Alberto J. Pani —quien fuera secretario de Hacienda de Obregón y Calles y tío de Mario Pani—, urbanistas como Carlos Contreras y Jose Luis Cuevas y arquitectos como Guillermo Zárraga y Juan Legarreta. Vitz muestra que las diferencias que se dieron en la manera de pensar cómo ocupar el suelo, fuera rural o urbano, enfrentaban maneras radicalmente distintas de concebir y de actuar. Entre formas tradicionales y la apuesta por la “modernidad” y el “desarrollo”, que no podía imaginar la tierra más que como recurso para la producción o mercancía, incluso de manera pasiva como sería el paisaje para la contemplación o el turismo. También se enfrentaban, tras la Revolución, los intentos para construir una democracia directa y popular, de un lado y, del otro, la apuesta por un saber experto, organizado jerárquicamente, en casi nada distinto a la confianza en la tecnocracia positivista del porfiriato.
De las lagunas bucólicas o amenazantes a parques forestales, ejidos, terrenos suburbanos o, en nuestros días, territorios en disputa entre la “utopía” del desarrollo y la de la recuperación ecológica, el territorio de la Ciudad de México que hoy conocemos, a decir de Vitz, “con sus al parecer insolubles predicamentos socio-ambientales, llegó a ser lo que es en buena medida mediante la supresión de visiones alternativas más equitativas —si bien efímeras y comúnmente desarticuladas— y mediante la promoción capitalista de la especulación del suelo y una industrialización dependiente de la rápida re-ingeniería de la naturaleza.” Una urbanización, comenta, concebida casi siempre desde arriba. Se podría concluir —dice ya al final de su libro— que “es muy tarde para salvar a la Ciudad de México de su ruina social y ambiental, y que sólo la des-urbanización es la única salida.” Pero también plantea que quizá la solución no sea escapar a esa urbanización —lo que en un contexto global acaso resulta también imposible—, sino pensar una ecología política que entienda y atienda las implicaciones entre la crisis ambiental y la desigualdad social.
Matthew Vitz, A City on a Lake, Urban Political Ecology and the Growth of Mexico City, Duke University Press, Durham y Londres, 2018.
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