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CDMX

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23 marzo, 2015
por Joaquín Díez Canedo | Twitter: joaquindcn

La primera vez que vi que un tren del metro había cambiado su tradicional color naranja por un estampado blanco con las siglas CDMX me sentí tremendamente incómodo, y es que en ese momento se confirmó mi mayor sospecha con respecto al actual gobierno de la ciudad: que toda la gestión sería un gran aparato mediático y que el régimen presentista ya se había instalado en la política urbana.

Miguel Ángel Mancera, el flamante Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, tomó posesión del cargo hace ya dos años. Heredero de 15 años de gobiernos de izquierda, el también militante del PRD recibió la ciudad de manos de Marcelo Ebrard, quien contaba con una aprobación ciudadana del 66% al término de su mandato.[1] A la par del gobierno federal, Mancera ha pretendido basar su gestión en una enorme estrategia de comunicación, en donde tomar acciones reales no es lo que importa: lo que sí importa es cómo se genera el discurso en torno a la gestión. Para lograrlo, qué mejor que generar un símbolo que represente a la ciudad a partir no de una imagen sino de un hashtag.

Y es que un hashtag es completamente controlable y no tiene matices —el hecho mismo de que exista refleja que hay una comunidad que lo respalda y lo toma como válido. Además, en el tema urbano, un hashtag es directamente incuestionable: el #CDMX apela directamente a la memoria individual de los habitantes de la ciudad, quienes han fincado en ella sus recuerdos y sus vivencias pero también sus esperanzas. El CDMX habla del pasado, del presente y del futuro a partir de la nostalgia pero también de la esperanza, al tiempo que supone incluir a todos bajo un mismo lema que escoge olvidar -y probablemente pretenda negar- que hay diferencias fundamentales en la manera en que los ciudadanos, complejos y muy diversos, se conducen moral y políticamente. El CDMX representa, en suma, una ciudad ideal que no existe, y en la que los ciudadanos, aparentemente apolitizados, buscan siempre el bien de la ciudad por sí mismo.

Esta ciudad simbólica e imaginaria, reducida a unas siglas que adornan todo lo que es público y que intentan alejar a la población de los muy reales problemas de lo cotidiano, es la ciudad que Mancera pretende gobernar: una ciudad mediática y reduccionista, controlada por un poder que no quiere admitir discursos encontrados. No hay mucho que hacer. Sometidos como estamos a un régimen de espectáculo y comunicación, en donde lo importante no es la acción sino el discurso en torno a ésta, el sistema político y económico mundial ha pretendido convertir a las ciudades contemporáneas en marcas. El CDMX es lo mismo que el BCN y el NYC, así como Patio Universidad (o Acoxpa o Ermita) podría estar en Miami, Dubai o São Paulo.

Sin embargo, lo sorprendente de esto es que en lo que respecta al personaje de Mancera, la estrategia claramente no ha funcionado, pues a cuatro años de que la ciudad tenga la oportunidad de elegir a un nuevo alcalde, la aprobación del político es del 32%.[2] Los ciudadanos, en cambio, se han apropiado del símbolo y lo usan en redes sociales desde para las cosas más banales como una foto del atardecer detrás del Ajusco, hasta para reportar problemas tan estructurales como los abusos de la policía en las marchas por la matanza de los normalistas en Ayotzinapa.

Tal vez Derrida tenía razón [3], el lenguaje, al tiempo que opera sobre la realidad, también es totalmente autónomo de su interlocutor. Mancera, al intentar controlar a la Ciudad de México a partir de un símbolo lingüístico, le dio a la ciudadanía un poder que él ya no sustenta. Atienda los problemas de la ciudad real, Miguel Ángel, que la simbólica ya se la quitaron.

[1] El Universal, 4 de octubre de 2012 http://www.eluniversal.com.mx/notas/874248.html

[2] Consultado aquí http://www.parametria.com.mx/carta_parametrica.php?cp=4714

[3] Las referencias inmediatas al pensamiento de Derrida se consultaron en http://larotativa.nexos.com.mx/?p=552 el 22 de diciembre de 2014

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