Teroarquitectura: territorios de lo salvaje
La invención de lo otro Selva, salvaje y silvestre, son palabras de una misma raíz latina cuyo uso metafórico comenzó [...]
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¡Felices fiestas!
24 marzo, 2020
por Ricardo Vladimir Rubio Jaime | Twitter: VladimirRub
Desde la tierra crece el árbol
y hacia ella la semilla cae,
la lluvia la riega
y la luz la llama
todo es desde siempre
y para siempre
sagrado
Hugo Mujica
La Tierra fue vaciada, pero del interior de su vientre lo que los hombres extrajeron fue antes que nada el hierro y el fuego, con los cuales no dejan de destriparse entre sí.
La realidad incandescente del vientre materno de la Tierra no puede ser tocada ni poseída por quienes la desconocen.
Georges Bataille
Humanidad proviene del latín humus, que significa tierra. Ser humano, no es sino el que viene de la tierra. La palabra humildad proviene de la misma raíz, e indica lo cercano que se está a ella.
¿Qué tan alejados estamos hoy de la tierra? ¿Cuánta humanidad nos queda en la palabra humanidad?
Que la tierra ha sido vaciada es incuestionable; que sus tiempos se han visto alterados y su forma modificada, irremediablemente demostrable: los arboles florecen en invierno, y por el verano el fuerte sol los quema. Los nutrientes del suelo cambian, se empobrecen, se acidifica su estructura, se vacía el prado de insectos y se fertiliza artificialmente la cosecha —aunque la acción se parece más a una violación. Fértil es lo que está dispuesto a engendrar, no aquello a lo que se le obliga.
Unísono, decir que la tierra ha sido profanada significa que ha perdido su cualidad con-templativa. El prefijo pro- indica arrojar fuera, mientras que fanum significa templo. Fuera del templo, no hay tiempo para la observación y consideración. El primer templo, antes de llegar a ser una construcción, fue un claro en el bosque que permitía observar las cosas. ¿Quién está dispuesto hoy en día a contemplar la tierra sin sacar provecho?
En 1854, el gobierno de Estados Unidos solicitó comprar las tierras donde habitaba la tribu Suwamish, Pieles Rojas que habitaban en lo que hoy conocemos como Washington. El jefe de la tribu hizo saber su respuesta a través de una carta que, a poco menos de 170 años, es más que apremiante leer y comprender. Entre sus renglones escribió:
Lo que le acaece a la Tierra,
les acaece también a los hijos de la Tierra.
Cuando los hombres escupen a la Tierra,
se están escupiendo a sí mismos.
Pues nosotros sabemos que la Tierra
no pertenece a los hombres,
que el hombre pertenece a la tierra.
No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco.
Ningún lugar donde se pueda oír
el florecer de las hojas en la primavera
o el batir las alas de un insecto.
Aun cuando muchas agendas políticas toman como bandera el “cuidado” de la tierra, argumentando un supuesto cambio de conciencia, la llamada ecología no deja de reproducir, en nombre de la “comprensión” de la tierra, la explotación de la misma, pero sistematizada para su productividad extendida; comprendiendo su funcionamiento para sacar provecho, mas ignorando sus esencias y tiempos originales. Para ello, hace falta una forma pasiva de estar con la tierra: contemplándola. No una ecología productiva, sino una ecosofía: un amor a la tierra, y por tanto, a la humanidad.
“La con-templación es una “pasiva actividad” que hace del lugar común templo”, dice Chantal Maillard, y agrega:
Hace falta una ecosofía, en vez de una ecología. En vez de dominar y proteger, volver a sentir, a oír, a oler incluso, a comprender oliendo, a saber sintiendo. En vez de la pancarta “no tocar” en los “espacios protegidos”, la invitación a la hierba, la educación del sentir, la religiosa invitación a saberse hierba y a pisarla como se pisa un templo en Oriente: con los pies descalzos. “No tocar” es la señal de alarma que aparta a los niños de su origen en vez de recordárselo, que nos hace peregrinar por nuestro mundo en un vehículo diáfano como aquellos autobuses en los que los turistas cruzan, como peces en un acuario, los parajes volcánicos de algunas islas. Turistas del mundo de fuera y del interior, nos vamos convirtiendo en depredadores que han olvidado la máxima de sus antepasados los viajeros: ir de lo propio a lo otro para ser lo que eres.[1]
A través de la máquina, hemos alterado y transformado los tiempos de la naturaleza. Con la máquina, nos dice Luciano Concheiro: “El tiempo fue desnaturalizado: dejó de depender de los límites biológicos, del ser humano y de los demás animales que eran utilizados como fuentes de energía productiva.”[2]
Para volver a la tierra, hace falta primero sentirnos parte de ella. Como lo expresara el escritor cubano Reinaldo Arenas, en su libro Antes que anochezca:
Regar la tierra y ver cómo absorbe el agua que le ofrendamos es también un acto único; caminar por la tierra, después de un aguacero, es ponernos en contacto con la plenitud absoluta; la tierra, satisfecha, nos impregna con su alegría, mientras todos sus olores llenan el aire y nos colman de su ansiedad germinativa.[3]
O la invitación del cineasta Jonas Mekas en sus diarios:
Construyamos nuestras casas con nuestras propias manos. Y cultivemos el trigo, y hagamos el pan. Entonces sabremos que es la tierra.
Ahora abrimos el grifo y sale agua. No tengo idea de dónde viene o cómo.
Electricidad…
Compramos el pan: no sabemos quién lo hace, cómo, dónde.
Lo mismo pasa con nuestras vidas.
Vivimos pero no sabemos cómo, dónde, por qué.
Y no tiene sabor.[4]
Y finalmente, la reflexión de Heidegger para salvarla:
Salvar la tierra es más que aprovecharla o incluso agotarla. La salvación de la tierra no domina la tierra ni la convierte en súbdita de sí: de ahí solo hay un paso hasta la explotación irrestricta. Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo —y yo diría en la medida en que reciben a la tierra como tierra. Les dejan al sol y la luna sus trayectorias, a los astros sur órbitas, a las estaciones del año su bendión y su iniquidad, no convierten la noche en día ni el día en un ajetreado desasosiego.[5]
Para repensar la tierra, volver a sentirla, hace falta seguir sus tiempos, templándonos en ella. “La tierra no solo es bondadosa, sino, además, generosa y hospitalaria.” dice Buyng-Chul Han en su libro Loa a la tierra. Agrega en una entrevista: “Hoy hemos perdido toda sensibilidad para la tierra. Ya no sabemos qué es. Solo la concebimos como una fuente de recursos que, en el mejor de los casos, hay que tratar sosteniblemente. Tratarla con cuidado significa devolverle su esencia.”[6]
Construir sobre la tierra y con tierra no es; ni sólo levantarnos en pilotes para desprendernos de ella, ni sólo compactarla para remplazar al frio concreto. Pensar la tierra como organismo significa comprender sus tiempos, la forma en que respira y se transforma (cuándo se agrieta y se amasa, su porqué y para qué), su forma de absorber, de reproducir, de crear.
Hace falta dejar los ruidos, sembrarnos en la espera, germinar en ella, brotar de ella, de su quietud, de su calma, hasta escuchar cómo nos abrimos flor, cómo caemos hoja, cómo damos fruto, cómo buscamos el sol, cómo nos cierra la noche, cómo nos recorre el insecto, como despedimos otro aroma; camino a otra humanidad, camino a otros tiempos, camino a otra tierra.
Notas
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Construir al borde de la precariedad constituye saberes valiosos que se vuelven ilegítimos en la medida en que existe un [...]