Espacios | Los lagos de Plitvice: Naturaleza con protección sistémica
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]
16 octubre, 2022
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Antecedente: Para ustedes querides lectores, es importante saber que este relato no existiría sin una red de privilegios que me han permitido presentar la experiencia. Siendo un relato donde la discriminación es un tema focal, y donde pretende haber un mensaje de esperanza, valga la aclaración que hacerlo desde esa malla privilegiada es de entrada una autocrítica. Asumo entonces el cuestionamiento natural ante mi descripción y postura, que ustedes al leer la crónica elaboren desde la suya.
La historia comienza gracias al privilegio de ser académico de tiempo completo de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, el de contar con la extraordinaria colaboración para impartir un curso intersemestral, de mi calificadísima colega María del Pilar Álvarez; de recibir el apoyo incondicional de mi Institución en todos los niveles jerárquicos: Rectoría, Vicerrectoría, División, Departamento y Coordinación de programa, para concretar un curso colaborativo interuniversitario; de tener como amigos y anfitriones a las y los maravillosos docentes de las Universidades Pontificias Javerianas de Cali y Bogotá: Jaime Hernández, Iván Osuna, Carolina Cruz y Maritza Granados; y sobre todo, el inmenso privilegio de haber contado con el esfuerzo colectivo de la población afrodescendiente de Buenaventura, que en todo momento estuvo dispuesta a cuidarnos.
Partimos desde Cali, un martes a medio día. La expectativa de un viaje que duraría según el GPS unas tres horas y media o cuatro, cruzando la cordillera occidental de los Andes Colombianos para llegarnos a orillas del océano pacífico, donde se encuentra la gran bahía que cobija al puerto y ciudad de Buenaventura, llenaba de curiosidad y ansia por surcar la ruta. El trayecto se alargó más de lo esperado ya que una avería en el autobús obligó a una estancia de un par de horas más a mitad del viaje, hasta que llegara otro vehículo de relevo, situación que no se desaprovechó y sirvió para que estudiantes y docentes tanto de México como de Colombia, rompiéramos las distancias protocolarias y conviviéramos a un nivel de camaradería, recordando y compartiendo anécdotas personales de otros viajes y experiencias similares. Al final, tras unas ocho horas totales e imágenes imponentes del paisaje andino, cruzábamos ya de noche los puentes que nos conducían a nuestro alojamiento en el corazón neurálgico de la ciudad: La isla del Cascajal. La visualización de lo que ya habíamos estudiado y analizado bibliográficamente, tendría que esperar hasta el día siguiente. Tocaba recogerse; al amanecer nos adentraríamos a una ciudad muy especial.
El puerto de Buenaventura, es el más productivo de Colombia según el análisis trabajado académicamente, y desde la perspectiva de la economía global. Sin embargo, conviven en una tremenda desigualdad otras economías cotidianas cuyas dinámicas son realmente el sustento de la mayoría de la población que ahí habita.
Rodeada de esteros con bosques tropicales y manglares, la Isla del Cascajal como su nombre lo indica, ha ido ganando terreno al mar a partir de dos estrategias polares: Por una parte, aquella de las grandes inversiones que, financiadas en combinación por el Estado y la iniciativa privada, llena de recursos de alta tecnología para generar una instalación portuaria de gran calado, cuyas dimensiones ocupan más o menos la mitad de la isla. Por otra parte, aquella practicada por las comunidades de pesca local, mayoritariamente afrodescendientes, que han llegado a lo largo del tiempo por procesos migratorios diversos, todos ellos relacionados con la discriminación, el abuso y la explotación, a establecerse con una dignidad creativa sublime a pesar de la precariedad de los recursos, manejando una dinámica de aprovechamiento y comprensión del sitio envidiables, tan conectadas con las sístoles y diástoles de la marea, corazón que en su palpitar, produce y reproduce la vida de miles de especies que habitan el territorio, que pareciera han estado ahí por siempre.
En esta opción, una serie de pilotes de madera se van extendiendo elegantemente hacia el mar, cual largos dedos que se estiran buscando la vida. Sobre los pilotes, se construyen plataformas donde se erigen pequeñas casas de madera, y largos puentes de tablas como circulación para acceder a ellas: palafitos surgidos de quién sabe qué memoria ancestral propia, o recordados en su transitar migratorio por otras regiones del continente, donde pueblos originarios compartieron su sapiencia y algo más, con los abuelos de estos grupos afrodescendientes.
La expresión arquitectónica de las construcciones no puede ser más coherente con la practicidad de la necesidad: hacia la circulación peatonal, la casa se presenta con fachadas muy atendidas, que expresan el orgullo de cada familia por su espacio habitable y la necesidad por la belleza en el sentido más profundo de su significado. El detalle en el trabajo de la madera es cuidado en su ensamblaje y sus remates, en su acabado y su manutención, sin desestimar calidad y sin desperdiciar recursos. Por otra parte, el volumen restante de la edificación, ese que “no se ve” desde la “calle”, es básico, cien por ciento pragmático, sin desperdiciar material o energía en estéticas triviales, aunque no por ello ajeno a una armónica proporción constructiva.
La calle se va rellenando poco a poco, al paso del tiempo, hasta convertirse en terreno sólido, para que entonces, nuevos dedos comiencen a extenderse sobre el mar, pues la población crece y la necesidad de espacio es mucha.
Abajo, en el territorio que sólo le pertenece a la marea, se quedan los botes de pesca encallados en el lodo durante la bajamar, en espera de ese reloj preciso de la naturaleza, que indicará durante la pleamar, la hora de ir a pescar. El ritual sucede rítmicamente a lo largo de las 24 horas del día, que no se marcan por un reloj mecánico, sino por la relación entre el sol, la luna, las estrellas y el océano, con mucha mayor exactitud que la mecánica relojera humana.
Las actividades también se rigen por este ritmo, mucho más pertinente que el 9:00 a 17:00 del horario laboral urbanita e industrial: Quien espera el momento de la pesca extiende sus redes al sol, mientras llega la hora de embarcar. Los niños juegan en la calle, o en la “Cancha” que con buena voluntad consiguieron gestionar los habitantes de uno u otro barrio. Quien atiende la casa, saca la ropa al sol, cuando éste está en pleno, por que hay ocasiones que llueve todo el día. Se cocina, se dialoga, se convive. Quienes han llegado a la vejez, cuidan a los más pequeños, y observan desde el porche sombreado de las casas, el transitar de la vida entre los jóvenes. Un bosque de pilotes de madera espera debajo de todo esto mientras poco a poco y casi se percibirlo va subiendo el nivel del agua.
Al llegar la pleamar, cambia la dinámica, quien pesca se alista a subir las redes al bote, y a embarcar en grupos balanceados, donde los más experimentados adiestran a los más novatos. Quien no tiene edad aún para salir a navegar, aprende observando a quienes aprenden haciendo. Parten los barcos en horarios que no obedecen a otro patrón, que la naturaleza misma, a la madrugada o por la tarde, y así como esperan partir, esperan a regresar cuando el agua tenga el nivel permitido para llegar al hogar.
La ciudad de los pescadores se extiende con un nutrido tejido urbano, donde los barrios son reconocidos entre ellos y celosamente cuidadas sus fronteras. No es tan sencillo transitar de un barrio a otro, la necesidad de sobrevivir ha construido barreras invisibles, enemistades, enconos. Tradiciones culturales traídas en la memoria desde la lejanía, se reconstruyen adaptativamente entre los habitantes de cada barrio y, por lo tanto, transgredir las fronteras sin permiso, es considerado una agresión.
Nosotros en cambio, desde el privilegio, pudimos pasar de un barrio a otro, cuidados por los mismos habitantes que, quizá porque conservan en las instituciones educativas la confianza que han perdido ante los partidos políticos y las administraciones, se han puesto de acuerdo y dejado rencillas y rencores para brindarnos con calidez unos minutos de su vida, y compartirnos su casa y su cotidianeidad. Entre silbidos se pasan la voz, para avisar hacia dónde va recorriendo el grupo. Siempre hay alguien a la cola asegurándose que los rezagados no se pierdan, siempre hay alguien a la cabeza, para recibir y conducir a quienes van encabezando la marcha.
La complejidad social y cultural de esta mitad de la ciudad, se inscribe en la memoria recóndita de la esencia del universo, donde los opuestos complementarios no están opacados por la hipocresía de la corrección política, están a flor de piel dispuestos a explotar cada segundo, tanto en la belleza luminosa de la vida, como en la trágica penumbra de la muerte.
Juzgar desde el privilegio, es una manifestación equívoca del ego, aunque muy común desde dicha plataforma. Aprender de aquello que nos es ajeno, es mucho más incómodo, pues es realmente complicado; requiere desnudarnos de todos los prejuicios que nos visten, y dejar expuesta el alma al escrutinio detenido y crítico, de quienes conforman los otros mundos, los mundos a los que no estamos acostumbrados.
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