9 marzo, 2013
por Santiago de Molina | Twitter: santidemolina
Apabullado ante una ávida visita de estudiantes, a Barragán ya anciano se le escuchó defenderse: “No busquen lo que yo hago, vean lo que yo vi”. Y es que Luis Ramiro Barragán Morfín (Guadalajara, 9 de marzo de 1902 – ciudad de México, 22 de noviembre de 1988) repentinamente alcanzó una altura mítica que además de premios, exposiciones y visitas inoportunas, arrasó con la posibilidad de tener genios en la arquitectura mexicana por generaciones. Su especialidad como ingeniero, él decía hidráulico, y los posteriores estudios para alcanzar a “corregirse como arquitecto”, sus devaneos inmobiliario-racionalistas y esa especial velocidad en la formación de su mito, hacen de él y su obra un campo abonado para la leyenda.
Amigo de Gio Ponti y de Philip Johnson —al primero debe el calificativo de maestro antes de serlo y al segundo el Premio Pritzker—, podría hablarse de su catolicismo, de la influencia recibida de la Alhambra, de su colaboración en el Salk Institute con Louis I. Kahn, o de mil otras anécdotas tal vez sólo relacionadas con lo insustancial. Como si de esas historias colgasen las pistas de las que emana la grandeza de una obra de modestos muros, tapial y agua. Sin embargo, no deberían obviarse, por encima de todo ese anecdotario, tres aspectos decisivos para entender su obra: primero, la especial asociación que logró establecer entre lo público y el paisaje. Como si para él hubiese una frontera mágica donde el exterior, sea eso el clima, las vistas, la tierra o la historia, pertenecieran al conjunto de la humanidad. Y bastan en este sentido los jardines del Pedregal o la fuente de los Amantes para comprender como la simple disposición de los elementos básicos de la arquitectura logran ordenar una porción de naturaleza destinada a todos y cada uno de los hombres, de manera ecuménica.
En segundo lugar, cómo consiguió impregnar toda su arquitectura de un profundo sentido religioso. Un recorrido por la cuadra de San Cristóbal (Cuadra a la venta), la Casa Gilardi o la propia Casa Barragán, por no nombrar el convento de Las Capuchinas, es suficiente para percibir una serenidad ansiosa por trascender no sólo la arquitectura sino al mismo habitante, sean estos monjas o caballos. Por último, y más sorprendente en manos de un ingeniero, el empleo sin tapujos de la palabra poesía a la hora de hablar de su propio trabajo. Al recibir el premio Prizker (1980) dijo: “De la mayoría de las publicaciones de arquitectura y de la prensa diaria han desaparecido las palabras belleza, poesía, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento. Las palabras serenidad, silencio, misterio, asombro, hechizo. Todas ellas muy queridas para mí. Por eso pienso que en mí se premia a quienes aman y persiguen esas hermosas palabras y la realidad que ellas reflejan” (El discurso de Barragán). Curiosamente, para lograrlo prescindió de la modernidad del acero, el vidrio y el concreto, y dedicó sus calmadas fuerzas a lograrlo con materiales de otro tiempo.
Las plantas de Barragán “no son un ejemplo de habilidad”. José María Buendía dice que esa evidente y general torpeza se debe a sus antecedentes como ingeniero. Álvaro Siza ha aludido a su especial “veneno” y a la “perennidad”, como si Barragán estuviese destinado a estar siempre pasado de moda, es decir, a pertenecer desde siempre a la rara categoría de lo clásico. Antonio Ruiz Barbarín ha dicho que su obra debería verse en blanco y negro para librarla de lo anecdótico y atender sin prejuicios su trasfondo. Y puestos a ampliar esa observación sobre su pintoresquismo, Barragán prima más el “olor” que el “color”. Porque todo en su arquitectura “huele”: cada estancia recibe el olor combinado de las maderas de suelos, peldaños, muebles o estructura, y así, cada una de sus habitaciones está ya habitada antes de existir habitante alguno. A nadie se le escapa que hablar de esa extraña habitabilidad puede que resulte aun más extraño para un ingeniero. O puede que para Barragán la hidráulica fuese, a fin de cuentas, una ciencia redentora. Si así fuese, gloria a esa ciencia capaz de dar cabida a la belleza y a lo intemporal.
© Fundación de Arquitectura Tapatía Luis Barragán