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Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino

Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino

23 mayo, 2024
por Carlos Will | twitter: @_tlatelolco | instagram : @carloswill_

Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de México, y aún más allá: la posibilidad de -ser- de la Ciudad de México. No sé si habré tenido más o menos éxito en esto último, pero en lo primero definitivamente sí, desde hace ya siete años. Me queda la duda de —ser—, pues esta ciudad, me parece que no es la más amable recibiendo a los recién llegados: puede ser dura, en especial en lo que se refiere a la noción de espacio, entendida en todos sus sentidos: ¿Cómo hacerse un lugar en una ciudad en la que somos tantos?, ¿cómo luchar contra un anonimato aplastante, pero también contra el precio de las rentas e incluso para ganarse un asiento en el transporte público?  

En mayor o menor medida, quienes habitamos aquí, nos hemos enfrentado a estas luchas por el espacio, por hacernos un espacio, por encontrar nuestro espacio. Cuando surgió el proyecto de dar tours guiados en la ciudad, encontré ahí la posibilidad de irme abriendo espacio a través de su densidad, usando como herramienta el ejercicio del entendimiento de sus calles, piedras, plazas, objetos, muebles e historias (chicas y grandes) y con sorpresa he ido descubriendo historias más cercanas de lo que pensaba, que me hacen sentir en casa, cuando estoy sobre los lacustres suelos de nuestra espléndida ciudad.  

Recientemente organicé un tour por Azcapotzalco, y recordaba que la primera vez que visité esta zona. Tendría como 13 o 14 años. Venía con mi papá, que por algún motivo había extraviado su acta de nacimiento y pretendía encontrarla en el registro civil de la entonces delegación. Aunque terminamos encontrándola ese mismo día en los registros de Arcos de Belén, nunca voy a olvidar la impresión que me causó la casona que, ya para entonces, se usaba como casa de cultura, con sus dos patios rebosantes de plantas con flores y una misteriosa fuente de aspecto medieval, en la que las abejas se daban un festín de frescura. 

Nunca entendí realmente por qué mi papá pensaba que su acta de nacimiento podría encontrarse en Azcapotzalco. Quizá tiene que ver con su propia historia aquí: ingresó a los 21 años a Petróleos Mexicano (Pemex), en 1971, con un trabajo, desde luego, en la refinería 18 de marzo en Azcapotzalco. Primero ingresó en el área de carpintería y después en contraincendio, según cuenta él mismo. Es sabido que esta refinería cerró años después de un terrible accidente ocurrido en los 60, cuando explotó un enorme contenedor de combustible, que causó varias muertes, muchos heridos y, sobre todo, una catástrofe ecológica que sólo se remediaría años más tarde. 

Al cierre de la refinería, comenzaron a repartir (como si se tratara de simples herramientas) a todos los trabajadores en distintos estados, en los que la compañía nacional de petróleos tenía sedes. Mi papá logró (por la salvaguarda de algún conocido) que lo colocaran en la recién inaugurada refinería Miguel Hidalgo, en Tula. Conveniente por su cercanía a la ciudad, quizá imaginó una vida entre ambos sitios. Lo cierto es que su llegada a esa ciudad hidalguense fue definitiva. A veces hacía una broma que a mí me parecía aterradora: decía que quien llegaba a Tula ya no podía salir y se quedaba ahí para siempre. Y ese fue su destino. Ahí también conoció a mi madre, y ahí sigue viviendo hasta hoy. 

Inspirado en esta historia, decidí hacer un recorrido por el Parque Bicentenario, un sitio de Azcapotzalco que es como un oasis en el que apenas se perciben atisbos de su pasado industrial ultracontaminante. Realicé el paseo contando la historia de mi padre y entendiendo que, de no haberse cerrado esa refinería, quizá otras catástrofes hubieran ocurrido en la ciudad, y yo quizá no existiría. 

El parque que ocupa buena parte de lo que fuera la refinería, fue diseñado en 2009 por Mario Schjetnan y fui intervenido por especialistas del Instituto Politécnico Nacional, quienes desarrollaron un plan para limpiar las filtraciones de químicos y combustible que se virtieron en la tierra durante las décadas en las que la refinería funcionó. Hoy existen unos bellos invernaderos con distintos ecosistemas, una chinampa experimental, un orquidario y enormes áreas verdes gratuitas y bien conservadas para el disfrute de quién desee adentrarse en este magnífico sitio.  

 

A la salida del parque, caminando por unas calles cortitas que lo circundan, se llega a las que presumen de ser “Las auténticas petroleras”: se trata de un modesto local, con pinta de cantina por la rocola que se halla al fondo, que sirve la comida más tradicional de la extinta refinería: unos sopes del tamaño de una pizza, con una tortilla de exacto grosor, primero frita en manteca, embadurnada en frijoles refritos y cubierta con ingredientes como queso, chorizo, huevo revuelto, carne o todos al mismo tiempo. La única explicación que puede tener semejante platillo, son las intensas jornadas de trabajo que sobrellevaban los obreros y que exigían cantidades de comida superiores a los de un trabajador promedio.   

Además de su cercanía con la refinería, el testimonio de mi padre, de que más de una vez acudió al sitio (posiblemente más para tomar cervezas que para comer), sirve de pista para confirmar que este local es el más auténtico que sobrevive como casa de este peculiar platillo, que cabe decir, es de sabor extraordinario.   

Durante la pandemia, un poco por casualidad y otro poco por emergencia, llegué a vivir a Azcapotzalco, con Fabricio, (que ahora es uno de mis mejores amigos y, además, un auténtico chintololo). Debo confesar que, en ese entonces, y por las características de la situación, me costó entender el lugar, pues me sentía como exiliado de zonas más céntricas de la ciudad y renegué cuando pude de mi vida en Azcapotzalco, sin embargo, las caminatas que tuvimos por las calles en cuarentena, con un vaso en la mano de un litro de “limón”, (la bebida oficial del Dux de Venecia, cantina con más de cien años que por entonces sólo ofrecía servicio para llevar) me permitieron descubrir las añosas particularidades del centro y sus alrededores y años después animarme, a mostrar con otra mirada, estos territorios en los que por una cuestión de destino, me he venido a encontrar reflejado y por lo mismo, siento como si fueran míos y yo de ellos. 

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