30 noviembre, 2016
por Carla Faesler | Twitter: CarlaFaesler | Instagram: carlafaesler
Atravesé la ciudad. Hoy atravesé la ciudad. Hoy atravesé la ciudad así. Así como esta frase. Sucesiva, gradualmente.
I
Ciudad Time-Line
La ciudad es una forma antigua de tuiter. Un time-line de noticias, comentarios y vínculos, reflexiones, bromas y burlas. La ciudad es una progresión de insultos, broncas, denuncias, una relación de problemas. Es una lista de propuestas de soluciones y llamados al fin del mundo. Es una sucesión de posteos, declaraciones sin rostro o de notas firmadas, la ciudad está llena de personas ocultas, de máscaras y de profetas.
II
Anuncio en Internet: Busco ciudad de México con vista al mar, cerca de Tijuana y que esté dentro del Museo Anahuacalli.
Al ver las plantas que se asfixian en las jardineras alrededor de la estatua, tu mente le da click a la página sobre conservación y mantenimiento de jardines. ¿Y la estatua? Abres una ventana nueva en la que lees sobre un prócer o sobre el caso del monumento dañado para siempre. Piensas en las estatuas caídas o en la soledad de las estatuas. Hay una ciudad paralela que sobrevuela virtual nuestras cabezas paseantes interneteadas.
La ciudad es como un bosque. Un bosque de símbolos. Al recorrerla se hilvanan cuerpo y alma, con un hilo de ideas y creencias. Estás en la calle Boturini, ¿quién era Boturini? Si no sabes, oyes una música que te suena italiana, oyes un reguero de botones sobre una mesa, hueles un plato de espaguetis. Si sí sabes, tu mente viaja entre su colección de objetos maravillosos y haces un rezo a la virgen de Guadalupe. Desde un alto edificio, aparece el edificio de Banobras, un isósceles, una fascinación de tu infancia. ¿Dónde está realmente el edificio Banobras? Consultas tu Ouija Roji. Está en el mar. Es el Triángulo de las Bermudas que se ha tragado todas las ocasiones en que lo viste deslumbrada al pasar rumbo a una salida de la ciudad. Una salida que nunca abrió, porque nunca conseguiste salir de la ciudad. Es tu mente. Todo es circuito interior, segundo rizo. Ves los grabados antiguos. Entiendes a los que añoran la antigua ciudad. No los entiendes.
Maravillosa, espantosa ciudad de México, tan cerca de las alas para selfies en Reforma, de la Estela de Luz, y tal lejos de las Torres de Satélite, del Monumento a la Revolución.
III
El arco de otro violín sobre los cables urbanos.
La estética de la ciudad nunca ha dejado de escucharse a través de la estática de su aguja en un LP que todavía conservamos en nuestro cerebro urbano. Los tambores de los danzantes en el zócalo, que invitan a los vecinos a hacer su rutina diaria de aerobics prehispánicos. El griterío de los comerciantes del tianguis milenario, hoy asentado en el asfalto sobre el agua que aún nos mece. Se venden plantas curativas, cazuelas y mazorcas ahora transformadas en juguetitos plásticos traídos de Taiwán. A lo largo de algunas avenidas, bocinas estridentes solitarias que aturden al peatón, botargas aterradoras que hacen llorar a los niños, son una exitosa estrategia para alejar a los posibles compradores. Los silbatos de los polis obsoletos, los organilleros heroicos, los tímidos pitidos del metrobús.
A 45 revoluciones, los surcos del vinil nos avientan sirenas que se estrellan en la ciudad, serenatas y bandas electrizadas que viajan en sus ondas y se sientan en nuestra mesa a cenar. Hay un grito continuo que no alcanzas a editar, ese que avisa de cada uno de los muertos por minuto, de cada una de las violaciones por minuto, de cada uno de los suicidios por minuto. La partitura está ahí, en una cable sin Sol.
IV
La expulsión de los animales.
La ciudad expulsó a los animales de granja. Cambiamos los mugidos, los balidos, cacareos y relinchos, por los motores y el claxon. El olor de los establos por el tufo del basurero. La suciedad orgánica fue sustituida por la suciedad de las industrias. La inmundicia plástica, el excremento industrial. La mancha sobre nuestras cabezas, la contaminación en el agua, la grasa en nuestra respiración. La ciudad es el azul verdoso que vemos desde nuestra escafandra. Se inauguró toda una nueva diversidad cromática, alegre y trágica, colores artificiales, metálicos, una nueva presencia indestructible, inalterable, perenne, que seguirá aquí después de que hayamos muerto. La ciudad expulsó a los animales de granja, de los que éramos inseparables. Hoy en día vivimos de ellos todavía. El habernos separado fue un suceso trágico para nosotros porque dejamos de aprender de ellos – a través del contacto diario con el ser animal – cómo vivir sin dejar de ser seres humanos.
Todavía sientes cómo una gran vaca imaginaria te transporta. Todo es una evocación de la riqueza que ya no está. Es suave su pelaje en las alfombras, son indestructibles sus cuernos en las defensas de los coches. Y tú, eres húmedo y rasposo a la vez, como su lengua. Entras a su gran panza en los vestíbulos y subes y bajas por sus estómagos en los elevadores transparentes. Mugen los camiones de bomberos pauperizados, lloran los ojos de los maniquíes en las vitrinas sin que sepas por qué. Los dientes de la vaca en los pianos de la sala Chopin, las manchas de la vaca en el piso de los verificentros, la cola de la vaca es una banda de motor. La vaca imaginaria, la abundancia destazada, consumida en el rastro de las oficinas de gobierno. Las pezuñas joya de la vaca que abrillantan los boleros en el metro Insurgentes.
Por fortuna, nos acompañan todavía los perros y los gatos. Las mascotas. Higienizadas. Aisladas. Nos observan. Y eso da miedo, porque intuimos lo que piensan de nosotros. Tienen razón. Desde las azoteas, desde las ventanas del gigantesco edificio, desde la parte trasera de los coches, las mascotas son testigos de cómo estamos desapareciendo. Somos los fantasmas de su casa embrujada. En un extraño ritual citadino, a nuestros perros los paseamos, los llevamos a la calle para que se distraigan en los parques y se olviden de lo que sueñan hacer con nosotros por la noche. Por eso al salir, los atamos con correas que les impiden comunicarse, convivir con otros perros libremente. Queremos evitar que conversen entre ellos para que no se organicen, para que no armen un levantamiento para por fin acabar con nosotros. Ellos lo saben, necesitamos nuestras mascotas para que muerdan nuestros miedos, los asusten.
También, nos habitan la ciudad los pájaros, las moscas, los mosquitos. Cucarachas, lagartijas y grillos. Nos rodean. Todos ellos están más pendientes de nosotros que nosotros de ellos. Aprovechan la ciudad, la viven, la utilizan, la beben y la comen así como nosotros tragamos edificios y comercios, bulevares y callejones. Sitiados por sus patas y sus vuelos, somos los seres prisioneros observados por seres libres, inasibles, que duermen en los cables y las alcantarillas. No hay secreto que podamos esconderles. A los pájaros les fascina el human-whatching, a los insectos les complace devorarnos. Sentimos su presencia como si fuera el ojo de dios.
En un futuro, los animales de más lejos, los que viven en lo poco que queda de las selvas y los bosques, migrarán al área urbana en donde están las oficinas de protección a especies exóticas. La ciudad será con animales exóticos o no será. Habrá miles de trinos antes desconocidos, gruñidos ocasionales de mono araña en los semáforos, lagartos tomando el sol en las bancas de los parques y flamencos visitando las fuentes, volando hacia la Victoria Alada en la columna de la Independencia. Se llenará el monumento a la Revolución de cientos de nidos de golondrinas, se acumularán miles de pericos y guacamayas tras la cascada de la fuente del Museo de Antropología, se alzarán millones de termiteros en Ciudad Universitaria, borregos cimarrones correrán en los altos y bajos de los edificios del Museo de Arte Moderno.
Mientras eso suceda, recordemos cómo es hoy en día la
Fauna Ciudad de México
Son especies extrañas, en la fermentación concebidas,
hacia el fervor del plástico mutadas.
Hierven en el cemento, alacranes de clavos,
mamíferos de estopa en cuyas pieles,
se leen fosforescentes erupciones.
Hocicos saturados de los restos del rastro,
que liban de la miel de los talleres mecánicos.
Su olor es de aguarrás, su sudor glicerina.
En el cielo edificio,
hay pájaros eléctricos, alas de pluma atómica,
mariposas que exhiben logotipos de marca,
monitos japoneses.
Peces que se desdoblan
del festín del domingo en los estanques.
Seres que nos habitan nutriéndose con fuerza,
lamiendo lo que queda de nosotros
en el drenaje oculto, en las aceras:
deyecciones y pelos, recortes de mil uñas,
células exfoliadas, emulsión de mucosas.
Vivimos lo posible en lo imposible,
destino de lugar que se auto-crea:
la gran urbe probeta.