Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
28 agosto, 2017
por Juan Palomar Verea
A estas alturas, resulta interesante observar cómo la implantación en distintas áreas de la ciudad de algunas piezas de arte urbano despierta en la comunidad diversas reacciones. Sea cual fuere la opinión que en cada ciudadano estas intervenciones susciten, la mera existencia de esas respuestas y expresiones denota, generalmente, una saludable preocupación por el entorno común. Pero hay otra reflexión que resulta pertinente: ¿por qué la presencia permanente de otros factores que inciden con mucha más fuerza en el contexto citadino no despierta similares reacciones? Una pieza de arte urbano, por más controversial que pueda ser, afecta a un determinado lugar, más o menos amplio, pero al fin puntual.
En cambio, fenómenos tristemente generalizados en la zona metropolitana como la contaminación atmosférica, visual y auditiva parecen ser aceptados cotidianamente, sin mayores reacciones, por parte del grueso de la población. Y estos fenómenos aparejan una permanente agresión, una diaria lesión, a la calidad de vida de la gente. Se sabe que el arte, cargado de expresiones simbólicas, tiene un señalado poderío para atraer la atención y provocar respuestas en el público. Sin embargo, la atonía de ese mismo público frente a las citadas agresiones ambientales revela una muy peligrosa anestesia de los nervios sociales capaces de iniciar la defensa contra ellas.
La mala “arquitectura” que, sumada, genera una mala ciudad, es otro factor altamente poderoso que perjudica la adecuada convivencia, la sana experiencia de la ciudad. Poca gente —si alguna— parece estar consciente de ello y manifestar alguna protesta al respecto, plantear alguna alternativa. Al respecto de estas problemáticas, el escritor francés Michel Houellebecq escribió lo siguiente:
“Ya se sabe que al gran público no le gusta el arte contemporáneo. Esta afirmación trivial abarca, en realidad, dos actitudes opuestas. Si cruza por casualidad un lugar donde se exponen obras de pintura o escultura contemporáneas, el transeúnte normal se detiene ante ellas, aunque sólo sea para burlarse. Su actitud oscila entre la ironía divertida y la risa socarrona; en cualquier caso, es sensible a cierta dimensión de burla; la insignificancia misma de lo que tiene delante es, para él, una tranquilizadora prueba de inocuidad; sí, ha perdido el tiempo; pero, en el fondo, no de una manera tan desagradable.
Ese mismo transeúnte, en una arquitectura contemporánea, tendrá mucho menos ganas de reírse. En condiciones favorables (a altas horas de la noche, o con un fondo de sirenas de policías) se observa un fenómeno claramente caracterizado por la angustia, con aceleración de todas las secreciones orgánicas. En cualquier caso, las revoluciones del motor funcional constituido por los órganos de la visión y los miembros locomotores aumentan rápidamente.”
Lo que con seca ironía describe Houellebecq en este segundo párrafo es la respuesta normal de un ciudadano perceptivo ante la mala “arquitectura”, sea la de una construcción determinada o sea la de una suma de ellas que componen un contexto urbano. La frase “las revoluciones del motor funcional…aumentan rápidamente” expresa un visceral y sano rechazo y la búsqueda racional o instintiva del veloz alejamiento respecto a un entorno tóxico para la vida.
Tráfico desenfrenado, ruidos incesantes y fuera de toda norma, “espectaculares” que proliferan, anuncios irregulares de toda índole, banquetas intransitables, grave carencia de arbolado urbano, imagen urbana deteriorada, postes y cableados demenciales, fealdad que avanza: otros tantos actuales fenómenos generalizados, otros tantos componentes tóxicos de la ciudad ante los que habría que reaccionar, que la sociedad debería de combatir y eliminar. Pero, para ello, primero habría, cada quien, de tomar conciencia.
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