5 octubre, 2013
por Arquine
Hace unas semanas se anunció que la medalla de oro del Real Instituto de Arquitectos Británicos (RIBA) del 2014 se concedía a Joseph Rykwert. Juan Manuel Heredia escribió que se trata del quinto historiador y crítico —junto con Lewis Mumford (1961), Nikolaus Pevsner (1967), John Summerson (1976) y Colin Rowe (1995)— que la recibe desde 1848, cuando se instituyó el premio. También se anunció hace unos días que el 18º premio Stirling, que también otorga el RIBA, “no fue —según escribió Simon Jenkins en The Guardian— para un edificio sino para la arquitectura misma”. El castillo de Astley, construido en el siglo XII, fue renovado el año pasado —tras un incendio en 1978— por los arquitectos Whiterford, Watson y Mann, quienes tuvieron por cliente al Landmark Trust británico —organización dedicada a rescatar edificios antiguos o en riesgo que después, con el fin de reunir los fondos necesarios para su mantenimiento, sirven de espacios para alojar viajeros.
En su texto en The Guardian, Jenkins agrega que “cada uno de los seis finalistas al premio se alejó de los usuales ganadores del Stirling, tradicionalmente ‘declaraciones icónicas’ o formas generadas por computadora por ‘starchitects’ y que gritan ‘pónganme en las páginas a color’. Cada uno era —añade Jenkins— discreto y respetuoso con el contexto. Colectivamente sugieren que la arquitectura británica le da vuelta a la página y descubre una sorprendente humildad. Son noticias maravillosas”.
Y habría que preguntarse si sólo en Gran Bretaña. Si pensamos en el Pritzker, del año 2000 a la fecha, al menos, además de los “starchitects” de sobra conocidos —como Koolhaas (2000), Herzog y de Meuron (2001), Zaha Hadid (2004)— hubo premios a otros igualmente notables aunque con menos apariciones en las portadas de las revistas de arquitectura: Glen Murcutt (2002), Paulo Mendes da Rocha (2006), Zumthor (2009), Souto de Moura (2011) o Wang Shu (2012). Los temas de las últimas bienales de arquitectura en Venecia —para citar la de mayor impacto mediático— fueron, entre otros, Menos estética y más ética, dirigida por Massimiliano Fuksas en el 2000, Ciudades, arquitectura y sociedad, dirigida por Ricky Burdett en el 2006, La arquitectura más allá del edificio, dirigida por Aaron Betsky en el 2008, La gente se encuentra en la arquitectura, Kazuyo Sejima en el 2010 o Suelo/tierra común, dirigida por David Chipperfield en el 2012 —cuando el León de Oro se le entregó, no sin polémica, a La torre de David, un edificio de 45 pisos en Caracas que fue abandonado sin terminar y luego ocupado por más de 700 familias: sin duda signo del fracaso de cierta idea de modernidad y, de paso, de cierta idea de la arquitectura. Justo un año antes, en el congreso Arquine del 2011, fueron mucho mejor recibidos Oscar Hagerman o Cameron Sinclair de Architecture for humanity, que Zaha Hadid y su fracasado intento de explicar sus formas espectaculares. ¿Se trata de una vuelta a la página y el descubrimiento de una sorprendente humildad, como apunta Jenkins para la arquitectura británica?
Podría ser —ojalá: sería justo y necesario. Pero también podría no ser otra cosa que un movimiento pendular —cada vez más rápido— entre lo que algunos califican de mero espectáculo y puro formalismo y lo que otros presumen como arquitectura auténtica. O una respuesta —tal vez tardía— a condiciones que trascienden a la arquitectura misma —nunca suficientemente autónoma, siempre definida por la contingencia. No sólo la crisis económica que parece no ceja, sino también la respuesta que ésta ha provocado entre la sociedad, sobre todo entre las clases medias padeciendo como poco a poco las incumplidas promesas de la modernidad se resquebrajaban, y entre los menos favorecidos, quienes al parecer nunca tuvieron noticia de aquellos compromisos. La pregunta es si hoy esa arquitectura humilde y discreta, hecha por y para activistas, consciente del medio y de la radical otredad del ocupante, atenta a las crisis, respetuosa pero también rebelde, va en serio o si, como desde finales del siglo XIX y principios del XX, se presenta más bien —parafraseando a Le Corbusier— como una opción a la revolución —y a veces una coartada para evitar otras formas de pensar cómo nos construimos en tanto ciudad y cómo nos imaginamos en tanto sociedad. Por mientras, no está mal que lo marginal y lo escrito entre líneas sea centro de nuestra atención.
Foto: Landmark Trust