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¡Felices fiestas!
11 julio, 2017
por Arquine
En tanto que objeto, toda obra de arquitectura tiene dos posibilidades: ser una pieza artística —para usar un término incómodo— o bien convertirse en un producto de consumo. La primera surge de una poética —un hacer—, caracterizada por su autonomía estética. La segunda de una estilística —una manera de hacer—, nacida de las exigencias de un mercado, de una clientela ávida de novedades.
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La arquitectura, dadas sus particularidades como disciplina, ha estado regida —al menos en la época moderna— por las condiciones del mercado. El departamento —como el automóvil— es el producto por excelencia: responde a un comprador anónimo, del que no conocemos su modus vivendi pero en el que suponemos ciertos gustos.
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Si partimos de que la concepción de una casa (por ejemplo, un departamento) nace de un modo concreto de habitar —y, por lo tanto, constituye una antropología—, comprenderemos la supremacía de la arquitectura estilizada. Toda vivienda parte de una idea del hombre. Así, mientras la Unidad Habitacional de Marsella surge de esa abstracción llamada Hombre Nuevo (paradigma del positivismo), los edificios de departamentos que predominan en la actualidad nacen de la idealización del Consumidor (paradigma del liberalismo económico).
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La arquitectura para el consumo ha respondido hasta ahora —al menos en México— de un modo pobre, demodé, a las exigencias de su mercado. Así, a un usuario —mantengamos el anacrónico término— caprichoso, sediento de estímulos y sorpresas como lo está el Consumidor, se le ofrecen departamentos rígidos, segmentados: perfectibles. Se dirá: “¡Ahí está la planta libre!” Sí, pero ¿y las fachadas?
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Peter Greenaway decretó que el cine —al menos como lo conocemos— murió el día de la invención del control remoto. Los arquitectos, tan dados al optimismo, deberían sentirse aludidos con esta afirmación. La posibilidad del zapping, de los cambios rápidos, a saltos, ejerciendo el derecho a perder el tiempo, a no concentrarse en nada, está cambiando profundamente nuestras formas de percibir el mundo y, por ende, el espacio. Sumémosle el advenimiento de la internet: el hipertexto, la posibilidad de comenzar en algo y terminar siempre en lo imprevisto, la búsqueda como operación lúdica, el frenesí de la información, la dispersión. A todo esto, los edificios de departamentos siguen ahí: duros, intocables, rígidos… como un cadáver.
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Tuvo que ser la industria de los relojes la que nos diera la solución: la Casa Swatch prefigura el porvenir de los departamentos. Si los relojes de la marca suiza ya permitían el cambio de color y materiales, su prototipo habitacional extrapola ese mecanismo al área de la vivienda. Paneles intercambiables con variedad de texturas y diversidad cromática, piezas fácilmente substituibles que responden a nuestros gustos y, también, claro, a nuestros estados de ánimo. Si este invierno mi color es el rojo, ¿por qué conformarme con el gris pétreo, impenetrable del concreto?
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De algún modo, Le Corbusier dio las pautas para una nueva forma de habitar, ajena a las limitaciones impuestas por las formas de construcción tradicionales. Llevados al extremo, tres de sus Cinco principios para la arquitectura moderna permiten imaginar un escenario para arquitecturas de apariencia efímera, mutable. El sentido que él les dio correspondía —en este caso sí— a una poética perfectamente definida, autónoma, en donde, junto a su ideal de hombre moderno, se asientan todas sus virtudes y defectos. Dejando fuera las “ventanas a lo largo de la fachada” y el “jardín en la azotea” (que dependerán de usuarios con esas necesidades o, mejor dicho, con esos gustos), la “planta sobre pilotes”, la “fachada libre” y la “planta libre” dan la pauta para un escenario habitacional sorpresivamente supramoderno.
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El nuevo paradigma comercial: el loft. La palabra que en su origen implicaba no sólo un uso particular de la planta libre sino una forma de habitar aticonvencional, es usada ahora como eslogan de ventas. Pero una mirada rápida a las plantas de estos lofts nos revela unos tradicionales corsés premodernos. Si la primigenia Factory de Andy Warhol implicaba una vida comunal que apostaba por la creación ininterrumpida, la sexualidad como un modo más de comunicación y, esencialmente, una forma antiautoritaria de habitar, los peculiares lofts mexicanos tienen una bien definida recámara principal a partir de la cual se establecerlas jerarquías de la vivienda. Si lo que en un principio implicaba la fusión “sin solución de continuidad [d]el ámbito privado y el laboral” (Iñaki Ábalos), es ahora un lugar lugar para yuppies que ocuparán el espacio del modo más tradicional posible, separando por completo lo privado de lo laboral, cuyo núcleo exclusivo es la oficina.
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Con las nuevas tecnologías de la comunicación, cada vez más individuos trabajan desde su casa. ¿Prevén esta situación los diseñadores de departamentos? Si todavía no han resuelto la situación del altar moderno, la televisión, ¿podremos confiar en que sabrán hacerlo con la de la computadora? O mejor: si los encargados de la confección de los artefactos están logrando “desmaterializarlos” progresivamente, ¿cómo resolver la relación del Consumidor y esas “presencias móviles” en el espacio habitable?
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Los departamentos se comercializan apelando a un estatus y un “estilo de vida” definidos. Recuerdan, en este sentido, a las revistas de moda: “Más que una revista, un estilo de vida,” reza un anuncio televisivo de Vanidades. Sin embargo, los arquitectos —aunque debieran— parecen no estar capacitados para reaccionar a las exigencias del mercado con la misma rapidez que los diseñadores de ropa. ¿Por qué no convertir el departamento en un maniquí habitable, como lo propone la funcional Casa Swatch? Para estar a la moda, este podría ser “vestido” por su dueño. Que el usuario decida cuánto “destapa”, cuánto “enseña”, qué color “le va”… Una diversidad de sistemas flexibles permitiría definir al habitante del departamento los limites entre lo familiar y lo extraño, lo propio y lo ajeno, lo privado y lo público; también, el grado de transparencia de su vivienda, su introversión… o su exhibicionismo.
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Xavier Monteys y Pere Fuertes han visto que el tema de la vivienda podría resolverse a través del sentido lúdico de la infancia. No se trata de la trillada y cursi idea de liberar al niño que llevamos dentro sino, más bien, de deshacernos del hombre maduro (¿chocho?) que nos oprime. El departamento debiera ser un juego de niños. Todo lo que no se puede modificar es aburrido. Todo lo que no se puede cambiar es autoritario.
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A favor de los arquitectos podríamos decir que, contra lo que dicta el sentido común, la gente no necesariamente sabe cómo quiere habitar. Entonces —también lo han señalado Monteys y Fuertes– no sería descabellado pensar en departamentos flexibles… que incluyan manuales. No hay que verlo con malos ojos: muchos de los objetos que nos ayudan a vivir requieren de un aprendizaje de parte del usuario. Y, si vemos bien, más que las viviendas unifamiliares, los departamentos son las auténticas “máquinas para habitar,” máquinas que hay que saber usar para, una vez revisado el instructivo, deducir cómo queremos vivir.
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Que no me obliguen a ver el árbol con un acristalamiento. Que no me impidan verlo con un muro. Hoy quiero verlo, mañana no. Pero los arquitectos todavía piensan en cortinas y persianas…
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Los muros portantes, las fachadas fijas, los acabados intocables están pasados de moda. ¿A quién le interesa un departamento de la temporada anterior? (Las bienales de arquitectura deberían convertirse, al fin, en lo que siempre han querido ser: pasarelas.)
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Paradójicamente, esta arquitectura comercial, siempre a la moda (o no, dependerá de qué tan branché esté el Consumidor en turno), será la única capaz de devolver, con su expresión radical, el estatus artístico a los edificios de departamentos que, hasta hoy, y con pocas excepciones, son proyectados desde el cómodo territorio de la mediocridad.