Carme Pinós. Escenarios para la vida
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¡Felices fiestas!
10 abril, 2016
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
—¡
Alcalde[Arquitecto], todos somos contingentes, pero tú eres necesario!
Jose Luis Cuerda, Amanece que no es poco
¿En qué sentido Mathias Goeritz es hoy inviolable? A más de 100 años de su nacimiento, sus ideas siguen siendo sustento y punto de unión de muchas propuestas. Su espíritu radica en seguir cuestionando las formas de su tiempo, promoviendo otras fórmulas que sacudieran las instancias donde el arte y la práctica artística circulan y se validan —esto es, el museo o la galería.
En el Museo El Eco —manifiesto de lo que llamó arquitectura emocional— Goeritz buscaba explorar estas cuestiones y, además, abolir las viejas divisiones que separaban al espectador de la obra. De marcado carácter escultórico —Philip Johnson dijo que no era arquitectura— el Museo es, al mismo tiempo, un experimento, una obra de arte, un museo, un lugar para espectáculos o cualquier cosa que se pudiera imaginar. El límite estaba en el propio Goeritz, que desde el museo quiso propiciar nuevas fórmulas que desatascasen los preceptos de un arte ensimismado, como era por entonces, el muralismo mexicano de Rivera o Siqueiros.
Pero como todo buen polemista, Goeritz —lo pretendiera o no, fuera consecuencia de sus ideas o de las de otros que buscan posicionarlo dentro de cierta historiografía del arte mexicano del siglo XX— acabó anquilosándose. Las retrospectivas que ha sufrido con la llegada de su centenario hacen que el artista alemán corra el riesgo de situarse dentro de los mitos. Y de ahí al dogma, hay sólo un pequeño paso.
Pero más allá del legado de dibujos, maquetas o esculturas convertidas en piezas de museo, el Museo Experimental El Eco puede, en su propio devenir histórico, ser una máquina perfecta para trabajar los límites de su legado. Al ser un evento vivo, el museo —la institución— tiene —aún— esa capacidad para reinventarse, como ya hiciera el espacio desde su inauguración —no hace falta recordar que ya antes de recuperarse, el espacio de El Eco fue desde un restaurante a un club nocturno, un teatro universitario e, incluso, pasó algunos años abandonado. Hoy, como apunta David Miranda en el libro La disonancia de El Eco, el espacio es, gracias a su naturaleza experimental, un lugar donde pueden encontrarse diversas controversias.
Fruto de esta necesidad experimental, desde la UNAM se lanzó hace ya más de un lustro un concurso para arquitectos —esos profesionales que pueden acercarse desde una disciplina que es afín a muchos de los pensamientos de Goeritz— desde el que poder presentar propuestas arquitectónicas —esto es, pabellones temporales— que afectaran y definieran el programa que se iba a desarrollar en el museo durante un periodo acotado de tiempo. Con distancia crítica y habiendo visto los resultados que han conseguido, habría que advertir aquí una cosa: a mi personal modo de ver, muchas de las distintas propuestas que han pasado a lo largo de los años ponen de manifiesto la dificultad para los arquitectos de hacer una intervención puramente arquitectónica. Los diversos pabellones están más cerca de una intervención artística, que juega con los límites del propio museo que de otra cosa. El pabellón de 2015 introducía un elemento ajeno —un fragmento del Túnel Emisor Oriente— casi como un ready-made que creaba al tiempo un espacio circular que podía servir como elemento a habitar. En 2013, Macias-Peredo jugaban con la topografía o, en 2011, Luis Aldrete, construía un pequeño espacio que se convertía en infinito gracias a un juego de espejos. No se trata, sin embargo, de denunciar o descalificar estas propuestas. Al contrario, todas son buenas y llevaron a explorar distintas posibilidades. Pero no es inaudito pensar que, en muchos casos, no están tan lejos de algunas propuestas realizadas por artistas. La dificultad para distinguirlas, como digo, radica en que ambas situaciones analizan y experimentan con las posibilidades de los propios límites espaciales que contienen al museo.
Parecía entonces lógico que cuando alguien empezara a ver los problemas desde otra perspectiva las preocupaciones serían otras. Algo así, más o menos, ocurrió este año con APRDELESP y su PEEE —Parque Experimental El Eco— que, más que proponer un espacio, promueve una constelación sin jerarquía de personas y de objetos —algunos comprados en Costco.
Pero, un momento, ¿es esto arquitectura?
La pregunta es natural. La propuesta de APRDELESP afecta de forma natural a la autoridad clásica del arquitecto. ¿Por qué? Porque no queda claro en qué punto el arquitecto está diseñando una propuesta que pueda ser entendida como un producto arquitectónico medianamente claro y acotado. Al contrario, APRDELESP apuestan por una acción abierta: la posibilidad que el usuario decida. ¿Cómo se juega entonces a eso? Aquí entra un punto vital y clave de la propuesta. Más allá de los objetos que poblarán el patio de El Eco —mesas de plástico, parrillas o piscinas inflables— existe la necesidad de gestionar el cómo se producirán esas relaciones. Ahí es donde está el diseño y éste queda resuelto en la creación de una plataforma web desde la que desde la que gestionar los eventos que tendrán lugar.
La voluntad última de esto, el riesgo mayor, se le presenta a la institución: ¿cómo enfrentarse a algo que aún no saben lo que es?, ¿cómo afecta al programa institucional?, ¿qué figura profesional se ocupa de gestionar horarios, entradas y salida de personas o los materiales participantes? ¿Qué pasará si una actividad se vuelve incontrolable?, ¿qué límites impondrán?, ¿qué pasará si una marca comercial ocupa el espacio para sus fines?
Así pues, no todo es tan dulce. El papel de la crítica debe aquí esgrimir esos argumentos que permitan poner en duda la capacidad de la propuesta, para establecer en qué medida la futura intervención funciona u opera, pero, al tiempo, a los riesgos a los que queda expuesta. Así lo advertía en Portavoz Víctor Alcérreca. En su crítica, invita a hacerse muchas preguntas sobre la auténtica naturaleza de la propuesta, sobre cómo será el proyecto una vez ejecutado. Pero Alcérreca es precavido. Más que lanzar una crítica unívoca que cierre cualquier posibilidad, invita a no apresurarse: “tendremos que dar oportunidad de ver las imágenes convertidas en realidad”. Una forma importante de poner sobre la mesa lo que interesa. La propuesta es excesivamente experimental, puede caerse fácilmente, pero si funciona, quizás, entonces habremos tenido un debate interesante. Mientras tanto las dudas están ahí. El mismo Alcérreca usa la distinción entre los conceptos bufón —alguien divertido, pero con una postura crítica e irónica— y payaso —que sólo haría una mala broma—. ¿En qué medida la obra de APRDELESP es del primer o del segundo tipo?
Para aquellos que (como yo y debido a que es mi país de origen) estén enterados del estado de la crítica de arquitectura en España, sabrán que este segundo término ha sido emitido de forma frecuente por ciertas autoridades críticas del país ibérico, que ven, en mucha de la arquitectura contemporánea que se apropia de discursos políticos, un simple divertimento desde el cual no debiera operar una arquitectura que opte por el rigor. La arquitectura, parecen decir, es una cosa seria. Y lo es. Lo es porque la arquitectura implica muchas cosas, en ella se circunscriben políticas, en ella se muestran violencias y desigualdades. Caer en la banalidad es un riesgo que el propio Goeritz denunciaba en su escrito-exposición-manifiesto Los Hartos. La preocupación es natural, pues la espectacularización, el uso de lemas cortos asociados a la arquitectura, la aparición de una arquitectura superficial, más cercana al consumo que a otra cosa, aparecen como escenarios a la orden del día. Hoy, mucha de la arquitectura efímera y temporal que se realiza en museos e instituciones de todo el mundo, busca constituirse más como un elemento atractor y consumista que como un lugar desde el que pensar sobre el espacio. Se trata de una arquitectura que respondería más al escenario de lo mediático en el mundo de Facebook, una arquitectura de la selfie que se diluye en un evento o un escenario desde donde experimentar el tomarnos una foto. Estas nuevas cualidades suenan desastrosas para muchos. Es normal. La arquitectura, como dije, siempre se preocupó por parecer seria. Los trajes negros, las corbatas, los títulos delante del nombre de una persona, confieren ese halo —aun hoy— de respeto. Pero tampoco es nuevo. Ya Gideon, en su Espacio, tiempo y arquitectura, criticaba la nueva arquitectura —la no moderna— por vincularse a formas de escapismo consumista, de las que nos aburrimos fácilmente.
Sin embargo, no debemos olvidar que hoy, más que nunca, nuestra vida se experimenta y manifiesta de otra manera, en una autoespiral consumista y ególatra. ¿Por qué no podría o debería hacer de estas facetas cualidades posibles sin renunciar por ello al rigor? ¿Qué tan malo resulta esto? En realidad, una arquitectura así no niega otras posibles, sólo se circunscribe a unas necesidades diferentes en las que el arquitecto debe enfrentar su nueva naturaleza creativa —para bien y para mal.
https://www.youtube.com/watch?v=TZsNXtSaGwg
Esto es más fácil decirlo que hacerlo. En el programa de La Hora Arquine, la intervención de APRDELESP demostró varias cosas. Primero, que su concepción del espacio dista mucho de esa que pensaba volúmenes o delimita espacios para crear experiencias. Al contrario, el joven equipo de arquitectos apuesta por una donde el evento, y todo lo que constituye, es en sí mismo el espacio. Segundo, al escucharles cualquiera puede percatarse de la propia dificultad de los arquitectos por traducir muchos de sus cuestionamientos e inquietudes a un único discurso que actualmente les desborda. La razón, quizás, radique en que aun hoy, las propuestas desarrolladas desde la oficina son, todavía, un campo experimental a ser procesado y pensado.
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