Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
15 noviembre, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En su libro Unless (Actar, 2020), Kiel Moe hace una nueva disección del edificio Seagram, la icónica obra de Mies van der Rohe construida en 1958, que va más lejos, literalmente, de lo que el análisis constructivo o arquitectónico convencional había acostumbrado, para presentarnos, como anuncia el subtítulo del libro, una ecología de su construcción. El libro abre con una serie de palabras que juegan con sus distintos significados y una pronunciación similar: a trophy, atrophy, trophic, atrophic, acompañadas, a pie de página, de algunas afirmaciones que explican por qué esa ecología de la construcción del Seagram —o de casi cualquier otro edificio moderno o contemporáneo que supongamos icónico, de hecho— es necesaria: “El edificio Seagram es la cara sólida de un flujo metabólico planetario de intercambio de materia y energía. Esos intercambios reflejan intercambios ecológicos desiguales en los sistemas-mundo del Edificio Seagram. Esos intercambios también reflejan intercambios económicos desiguales que tienen por resultado el subdesarrollo de lugares lejanos.”
A continuación, Moe cita dos frases del mismo Mies que sirven para demostrar su acuerdo implícito con el tipo de análisis al que es sometido su diseño: “Cada material tiene características específicas que deben ser entendidas si queremos utilizarlas. En otras palabras, ningún diseño es posible hasta que los materiales que se utilicen para el mismo sean entendidos por completo.” Y, después, un aforismo que, como esperaríamos del menos es más miesiano, tiene tonos heideggerianos y también ecológicos que confirman la pertinencia del análisis de Moe: “La tecnología es mucho más que un método, es en sí misma un mundo”.
En las páginas 181 y 182 de su libro, Moe presenta un sección del edificio Seagrams que también va mucho más lejos que la sección que estudiamos normalmente; 4,374 millas más lejos, para ser exactos —y 9,350 pies más arriba, la sección muestra algunos lugares de donde se extrajeron los materiales para la famosa fachada color bronce, entre los que se encuentra la mina de Chuquicamata, en Chile—. Si, además de las distancias, agregamos que esa mina fue comprada en los años 20 del siglo pasado por Anaconda Co., una empresa en parte propiedad de los Rockefeller, y que fue expropiada en 1971 por el gobierno de Salvador Allende, al análisis ecológico de la construcción se suma uno geopolítico.
Para muchos arquitectos, ese análisis y la posibilidad de dibujar una línea punteada en el cronograma de la historia del siglo XX que vaya de Mies van der Rohe a Pinochet —cuyo gobierno dictatorial desnacionalizó el cobre en 1981, para seguir una hebra desde Chuquicamata— es una exageración o, si acaso, una comprobación de la teoría de los seis grados de separación que nos hace a todos cercanos a Lord Norman Foster o al Rey Carlos. Pero esa red ecológica y económica que sabemos vincula al teléfono en nuestros bolsillos con la explotación de niños en minas en el continente africano, no tiene por qué excluir a la arquitectura. Sin embargo, pese a la evidencia documental e histórica de que cada edificio, y en particular aquellos de cierta magnitud o importancia, es parte de esas tramas ecológicas y económicas —y también políticas—, el arquitecto que defiende con orgullo que sus obras hacen posibles mundos mejores, responde frunciendo el ceño o mirando a otra parte cuando se le inquiere por su relación con un gobierno autoritario o por el número de trabajadores muertos en la construcción de una obra que diseñó.
“Edificios en apariencia estáticos son de hecho piezas de una maquinaria de minería que activamente devoran el planeta. En un sentido importante, los edificios no se levantan en el suelo sólido del lugar donde aparecen, sino en los agujeros de las extracciones en distintos suelos lejanos que no vemos.” Eso escribió Mark Wigley en un ensayo titulado “Returning the gift”, incluido en el libro Non Extractive Architecture: On Design Without Depletion, editado por Space Caviar y publicado por Sternberg Press. En la introducción al libro, Joseph Grima, antiguo editor de la revista Domus, y parte de Space Caviar, da una definición simple de lo que significaría una arquitectura no extractiva: “un acercamiento al entorno diseñado que asume una responsabilidad completa sobre sí mismo y cuya viabilidad no depende de la creación de externalidades más allá —sea ese ‘más allá’ un tiempo o un espacio remotos.”
El proyecto de Space Caviar va más allá del libro —presentado también como volumen 1:
Arquitectura No Extractiva es un proyecto en curso destinado a repensar colectivamente el equilibrio entre los paisajes construidos y naturales, el papel de la tecnología y la política en las futuras economías materiales y la responsabilidad del arquitecto como agente de transformación. El proyecto se propone investigar posibles alternativas al paradigma dominante de la arquitectura: modos alternativos de práctica que, cada uno a su manera, contribuyen a la formación de una nueva comprensión de lo que significa dar forma al entorno diseñado.
El establecimiento de un nuevo paradigma enfrenta dos desafíos: uno interno a la profesión y el otro externo. Por un lado, intentar “hacer de manera diferente” puede ser una tarea solitaria con mucho riesgo y poca recompensa, en especial para prácticas pequeñas e independientes que constituyen la gran mayoría de la profesión del diseño. Por otro lado, las expectativas del mercado sobre el arquitecto a menudo no están alineadas con los objetivos del pensamiento a largo plazo o con un enfoque no extractivo del uso de materiales.
El sitio web que ahora presentan, es un directorio en formación que incluye, por ahora, 729 prácticas en el mundo que comparten una visión no extractivista de la arquitectura, divididas en seis categorías: maneras atemporales de construir, orígenes materiales, políticas de la construcción, el largo ahora, construir como último recurso y sistemas arquitectónicos. Hasta ahora, el directorio incluye 47 prácticas de México, que van desde las chinampas, para las maneras atemporales de construir, investigaciones como Materia Prima, talleres como Comunal y Cooperación Comunitaria, y prácticas como APRDELESP, o las oficinas de Rozana Montiel, Frida Escobedo, Gabriela Carrillo y Fernanda Canales.
De alguna manera, la investigación de Space Caviar es parte de lo que me parece podría calificarse como un giro o cambio ya claro en la manera de entender la arquitectura. Un cambio que voces como las de los recientemente fallecidos John Turner y John Habraken llevaban varias décadas anunciando, pero que el establishment o mainstream arquitectónico había insistido en imaginar como marginal y minoritario —aunque otro arquitecto también muerto hace poco, Lucien Kroll, haya dicho, señalando a dicho establishment, que la minoría es otra—. Un giro que también deberá llevar cambios mayores en la manera como la academia y los medios narramos las historias de la arquitectura, para que al hablar del Seagram también hablemos del enorme agujero en Chuquicamata y del golpe de Pinochet o, al presentar un edificio ganador de un premio ofrecido por alguna compañía productora de materiales, también hablemos de la devastación que genera en algún sitio, o de las prisiones o muros fronterizos que se construyen con ayuda del mismo proveedor. Una visión de la arquitectura más compleja y comprometida, sin duda, que nos hará pensar dos o tres veces antes de especificar los acabados en un proyecto o seleccionar la portada del siguiente número de una revista.
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