Gobierno situado: habitar
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20 diciembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
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En el libro Open Source Architecture, editado por Carlo Ratti y la participación de más de una docena de editores adjuntos, se lee que “la palabra «participación» es claramente una poderosa herramienta de venta” pero que “esencialmente, la retórica de la participación es útil mientras la participación misma no lo es tanto, diluyéndose hasta lo irrelevante y disolviéndose en la misma vieja política de arriba a abajo.” Hacia el final del libro se plantea la posibilidad —y la necesidad— de un arquitecto coral, uno que entiende que “la arquitectura se propaga y evoluciona en base a tipologías, información compartida y experimentación sutil,” y que “en colaboración con los habitantes” tiene “la oportunidad de participar en la evolución de un entorno construido autónomo mediante la creación de marcos dentro de los cuales los usuarios pueden diseñar.” Por supuesto que para eso hay que entender, como explica el filósofo japonés Kojin Karatani, que la arquitectura es “una forma de comunicación condicionada a darse sin reglas comunes: es comunicación con otro que, por definición, no sigue el mismo sistema de reglas.”
Nacido el 20 de diciembre de 1917 en Wilkes-Barre, Pensilvania, David Bohm fue un físico teórico que hizo importantes aportaciones tanto a la mecánica cuántica como a la teoría de la relatividad, pero que también se interesó por otros temas, más metafísicos que físicos, como la creatividad —“algo imposible de definir con palabras,” según decía. También escribió que “artistas, compositores, arquitectos y científicos, todos sienten la necesidad fundamental de descubrir y crear algo nuevo que sea completo y total, armónico y bello.” Pero para Bohm, la creatividad no era simplemente un talento especial —“eso que normalmente se llama genio”—, pues muchas personas talentosas no son realmente creativas, sino una manera de alcanzar la originalidad en lo que se hace o se piensa que exige “que la persona no tenga la inclinación a imponer sus preconcepciones en los hechos que observa. Más bien, debe ser capaz de aprender algo nuevo, incluso si eso implica que las ideas y nociones con las que se siente a gusto son puestas de cabeza.”
La capacidad creativa se puede llevar más allá del terreno individual y pensar de una manera colectiva. Para Bohm, la manera de llegar a esa creatividad colectiva pasaba necesariamente por el diálogo, “una forma de participación común.” En el diálogo, la comunicación se da en dos planos complementarios: haciendo comunes ciertas ideas y haciendo algo en común. El diálogo exige, según Bohm, “que seamos capaces de comunicarnos libremente en un movimiento creativo en el cual ninguno sostiene permanentemente o defiende sus propias ideas” Bohm contrasta el diálogo con la discusión. La segunda “es casi como un juego de ping-pong donde la gente lanza ideas de un lado a otro con el objeto de ganar puntos para uno mismo.” Así como, usualmente, al final de la partida de ping-pong las pelotas siguen siendo lo que eran antes de que iniciara, al final de una discusión las ideas siguen sin cambiar, sin transformarse. El diálogo más bien es un flujo: nada permanece sin cambiar tras un diálogo auténtico: ni los participantes ni las ideas que ahí se producen: “el diálogo apunta realmente al proceso de pensamiento entero y a cambiar la manera como el proceso ocurre de manera colectiva.”
Para Bohm el diálogo se da en condiciones muy específicas. “Se empieza un diálogo hablando sobre el diálogo.” En principio, “el diálogo funciona sin ningún líder y sin ningún plan.” Bohm incluso limita el número de participantes —cuarenta máximo— y su organización espacial: sentados en círculo, sin jerarquías, favoreciendo la comunicación directa. Bohm agrega:
En el diálogo no vamos a decidir qué hacer acerca de cualquier cosa. Eso es crucial. De otro modo no seríamos libres. Debemos tener un espacio vacío en el que no estemos obligados a hacer nada, ni a llegar a ninguna conclusión, ni a decir o hacer algo en particular. Es abierto y libre. Es un espacio vacío.
El espacio vacío podría tenerse por la forma ideal del ágora y el diálogo como el principio de lo que Hannah Arendt llamó acción: la base de la política que no tiene una finalidad predeterminada sino cuyos objetivos y resultados se determinan en su misma práctica. “El objetivo del diálogo —explica Bohn— no es analizar cosas ni ganar un argumento o intercambiar opiniones. Más bien se trata de suspender nuestras opiniones y observarlas.” Y si un requisito para la creatividad es olvidarse de las propias opiniones, el diálogo es entonces una manera de fomentar la creatividad colectiva. ¿Qué papel tiene el diálogo y la participación en la arquitectura si, como dice Karatani, se trata de una forma de comunicación condicionada a darse sin reglas comunes: es comunicación con otro que, por definición, no sigue el mismo sistema de reglas? En su libro, Carlo Ratti et al, hablan de un arquitecto que no será anónimo sino plural y composicional, de la autoría que no desaparece sino que se contextualiza al tejerse en un tejido de relaciones, y de un nuevo arquitecto, de nuevo coral, cuya responsabilidad está menos orientada hacia objetos-edificios que hacia orquestar procesos. Habrá que dialogarlo.
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