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Participación y representacion

Participación y representacion

9 marzo, 2023
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

Toda representación mediante imágenes es violencia. 

El libro de las imágenes, Jean Luc-Godard

 

¿A partir de qué posiciones participamos con el otro, con “las minorías”?  ¿Buscamos formar parte de lenguajes y técnicas que son completamente ajenas a las nuestras, o simplemente  estamos representando en nuestro propio discurso los saberes de quienes se encuentran al margen de las disciplinas? Pareciera que la formación institucional en algún ámbito no puede evitar el entendimiento de su propia área del conocimiento a partir de categorías binarias entre lo “tradicional” y lo “objetivo”; entre un método construido de manera comunitaria y un método aprobado de manera colegiada por profesionistas, académicos, escuelas, laboratorios, etc. En el ámbito filológico, por ejemplo, se tiene una distinción todavía arraigada entre la literatura oral y todo texto impreso que se encuentra entre una portada y una contraportada. Negar la existencia de lo primero es una práctica que se remonta a tiempos de la Colonia: después de la Conquista, los poderes de la metrópoli española llegaron a afirmar que los pueblos de México no se habían historizado a sí mismos (es decir, no habían organizado sus genealogías, sus actividades bélicas y sus calendarios) por el simple hecho de que no escribían de manera alfabética. Y las posturas contrarias surgen de agentes externos a quienes conforman la llamada “tradición oral” de la literatura mexicana; es decir, quienes buscan representar, con sus propias herramientas, expresiones que rebasan los límites de la caja de texto.

Existen otras formas de escritura. Además del papel, se pueden nombrar otras superficies donde los otros aparecen meramente como una representación codificada por tecnologías que son ajenas a sus entornos en distintos niveles, desde los epistémicos hasta los meramente instrumentales.   En su ensayo “Black Vernacular: Architecture as Cultural Practice“, la teórica feminista bell hooks se preguntó por qué el diseño de vivienda para las comunidades afrodescendientes responde más a las necesidades inmediatas que a imaginar un ejercicio formal más atrevido que la escueta disposición modular de un conjunto habitacional. hooks está hablando de una posibilidad de belleza en entornos que han sido calificados como “periféricos” para denunciar que el potencial estético de los edificios se ha relacionado con el privilegio de clase, al grado de que ambos elementos han resultado ser consustanciales. La exuberancia es sinónimo de acumulación capitalista. La crítica de la autora recae en los arquitectos que no reconocen que aquellas comunidades quieren habitar sitios donde su creatividad pueda ser estimulada ya que, en principio, no reconocen que la población negra de Estados Unidos sea capaz de apreciar un proyecto que privilegie el diseño. Para hooks, el diálogo entre quien considera que está actuando en una situación de emergencia y quien tendría que poder tomar decisiones sobre su propio hogar es inexistente. Este texto fue publicado en 1995, un momento en el que ya existían ejemplos y teorías sobre el diseño participativo. Más que revisar las pruebas y los errores de esta modalidad de la disciplina, quisiera esbozar algunas preguntas sobre lo que piensa la arquitectura en el momento en el que trabaja para y con poblaciones que requieren infraestructuras dignas y, sobre todo, cuestionar la imagen que trazan de estas comunidades a través de sus propias técnicas de representación. Si para hooks, parte de aquella dignidad que podría formar parte de la vivienda social también tendría que contemplar la “belleza” de un espacio doméstico, entonces, ¿hasta qué punto las dinámicas y las preferencias de las comunidades a las que ella se refiere son insertadas en los planes de diseño? ¿Estamos ante un caso similar al de la escritura precolombina, a la cual le fueron impuestas otras estrategias de representación que la volvían legible para los ojos de quienes ocuparon una posición de poder?

“Tradicionalmente, el objetivo de la observación participante ha sido detectar las situaciones en que se expresan y generan los universos culturales y sociales en su compleja articulación y variedad”, dice Rosana Guber en su libro La etnografía. Método, campo y reflexividad. Como campo del conocimiento, a decir de la antropóloga, la etnografía ha ejercido desde siempre la participación (de la cual la arquitectura ha retomado algunos criterios para desarrollar sus propios métodos que involucran a las comunidades donde se encuentran sus proyectos), aunque los criterios a seguir por el etnógrafo presentan problemas. Dice Guber: “La aplicación de esta técnica, o mejor dicho, conceptualizar actividades tan disímiles como ‘una técnica’ para obtener información supone que la presencia (la percepción y la experiencia directas) ante los hechos de la vida cotidiana de la población garantiza la confiabilidad de los datos recogidos y el aprendizaje de los sentidos que subyacen a dichas actividades”. Es decir, se da por sentado que la mera llegada de un agente externo, el cual considera que cuenta con técnicas para aproximarse a fenómenos culturales, como puede ser la arquitectura, garantiza que las vidas de las comunidades serán aprehendidas porque serán observadas a través de una metodología. Esto ya presupone una separación entre quien va a representar, mediante imágenes o palabras, organizaciones que se encuentran fuera de otras perspectivas que cuentan con legitimaciones políticas o sociales. 

Ante esto, indica Guber, surge una disyuntiva en los términos bajo los cuales se planteará la representación de los fenómenos observados: la objetividad positivista o el subjetivismo. Ambos son puntos de vista del etnógrafo, que bien pueden moldearse con formatos que pueden construirse en términos neutrales (el cuaderno de notas del antropólogo que sitúa la investigación fuera de la sociedad a la que mira o la participación estructurada con la que el investigador busca incidir hasta cierto punto en la estructura de la comunidad) pero que no por eso dejan de operar como aproximaciones donde “alguien está observando o participando” para después reportar los resultados de sus estudios en las instituciones que generan líneas de investigación, o bien, algún tipo de producto académico. “La observación y la participación suministran perspectivas diferentes sobre la misma realidad, aunque estas diferencias sean más analíticas que reales”. Después, Guber precisa: “ni el investigador puede ser ‘uno más’ entre los nativos, ni su presencia puede ser tan externa como para no afectar en modo alguno al escenario y sus protagonistas”. Para Guber, de hecho es el investigador quien debe asumir su otredad, si es que no pertenece a la comunidad en la que trabaja,  para que no pierda de vista aquel punto ciego entre la comunidad y el análisis que se está realizando; entre sus estrategias de representación y las formas de vida que éstas aspiran a captar. La misma idea de “metodología participativa” activa cuestionamientos respecto a las perspectivas que plantean los investigadores. El etnomusicólogo Timothy Rice, en su artículo “Towards a Mediation of Field Methods and Field Experience in Ethnomusicology” señala que “la palabra ‘método” implica una teoría preexistente y una preocupación de encontrar los elementos suficientes que nos permitan verificar la verdad que alberga aquella teoría”, por lo que la experiencia del etnógrafo, en realidad, ya está mediada por aquello que busca acotar bajo un marco teórico: un borde que obtiene una serie de datos que sostienen la viabilidad de alguna forma de trabajo específico, como la participación. 

La noción, propuesta por etnógrafos y antropólogos, de “un punto de vista”, es mucho más amplia que la de la formación de una perspectiva o la toma de una postura, ya que esto tiene su propia dimensión física: alguien está mirando a las comunidades y, por ende, las interpreta. Si, como se mencionaba, un marco teórico funciona como una suerte de encuadre de un entorno específico, ¿qué es lo que queda afuera de esta representación? Como plantea Sara Ahmed en Fenomenología queer: orientaciones, objetos, otros, la orientación de quien observa y traza de alguna forma su imagen del mundo (un espectro que abarca desde las cartografías coloniales hasta los diagramas axonométricos) produce realidades sociales y corporales que limitan o potencian el movimiento de quienes habitan ciertos espacios. Para Ahmed, las orientaciones de la mirada activan maneras bajo las que el diseño puede funcionar, aunque resulta importante considerar que quien mira suele hacerlo desde una posición de poder, por lo que la presencia de “las minorías” puede quedar detrás de quien está decidiendo cómo se producen los espacios. Pero, ¿es posible que quien está a cargo de representar los sitios que habitamos pueda incluir a la ciudadanía que, además de utilizar las infraestructuras, buscará apropiárselas de alguna manera? ¿Hasta qué punto están participando los colectivos en proyectos que pretenden incluir no sólo sus necesidades, sino también sus vivencias?

¿Qué pasa cuando la arquitectura, al igual que en muchos casos la etnografía, decide guiarse a través de la catalogación y recopila una serie de técnicas constructivas a las que nombra como “tradicionales” o “comunitarias” para después establecer metodologías de trabajo que hacen más legibles esas formas de construir mediante tecnologías de representación, como las secciones y los alzados, o en tecnologías instrumentales con las que se pretenden “mejorar” aspectos que van desde la estructura hasta el acabado de un proyecto realizado de manera participativa?  ¿No aparece ahí una distinción entre los saberes comunitarios y el saber disciplinar? O bien, ¿bajo qué pautas debemos leer las fotografías donde aparecen las comunidades que están construyendo tal o cual tipología, sobre todo si entendemos que esa construcción ocurrió bajo las indicaciones de un arquitecto y que, además, esas comunidades aparecen sólo en función de la narrativa de un proyecto? Incluso, ¿cómo añadimos a estas representaciones las de la tradición de la modernidad mexicana que documentó  pueblos y comunidades “indígenas” sólo para entender en qué contextos se emplazarían obras que “civilizarían” aquellos parajes donde era necesario instalar infraestructuras? Y, en un contexto más amplio, ¿qué consecuencias tiene que los arquitectos aboguen que la arquitectura se encargue de “la gestión social” del hábitat porque, como disciplina, debe responder a las urgencias contemporáneas? ¿Quién o qué les legó esa obligación? ¿Esto no implica un riesgo de que quienes ejerzan la arquitectura social, en vez de asumirse los otros en los contextos en los que trabajan, se vuelvan los guardianes de cómo se puede construir en colectivo y cómo las comunidades pueden tomar decisiones sobre sus entornos construidos?

Ahmed plantea que la mirada tiene efectos paradójicos: muchas veces, lo que queda “detrás” de un encuadre en realidad es lo que estamos mirando de frente, con el afán de entenderlo y estudiarlo. La otredad se vuelve una serie de datos que se utilizan para afirmar un área del conocimiento. La lingüista mixe Yásnaya Aguilar ha dicho, con ironía, que hay antropólogos que se enfadan cuando la comunidad no los deja entrar a sus asambleas porque, para ella, no todas las dinámicas de su pueblo son potenciales de ser analizadas, sobre todo cuando el investigador se encuentra en una comunidad viva. Cuando los pueblos tienen una agencia sobre sus propias decisiones, siempre habrá algo que escapará a los parámetros del investigador y que, seguramente, será reflejado de manera errónea en sus estrategias de representación. Esta condición podría extrapolarse al arquitecto. “La representación de la diferencia no debe ser leída apresuradamente como el reflejo de rasgos étnicos o culturales ya dados en las tablas fijas de la tradición”, dice Homi K. Bhabha en El lugar de la cultura. “La articulación social de la diferencia, desde la perspectiva de la minoría, es una compleja negociación en marcha que busca autorizar los híbridos culturales que emergen en momentos de transformación histórica”. Estos híbridos es cuando las comunidades deciden insertar sus propios signos de escritura (o de construcción) en las lógicas del alfabeto y de la arquitectura legitimada, en lugar de ser rasgos que definen un proyecto. Por supuesto, no se está afirmando que las prácticas participativas en la arquitectura deban censurarse y desaparecer. Pero, si la etnografía se ha cuestionado sus propios métodos (que, hay que decirlo, tienen un origen colonial) y ha ajustado sus propios sistemas, aún cuando muchas de sus elaboraciones estén impulsadas por un compromiso político, tal vez los arquitectos que deciden diseñar de manera participativa puedan hacer el mismo ejercicio de introspección rigurosa. Asimismo, sigue quedando abierto el cuestionamiento hecho por bell hooks: ¿la belleza no tiene cabida en la producción social del hábitat, en proyectos que se dirijan a las periferias? ¿Qué espacio tiene la obra del arquitecto y albañil andino Freddy Mamani, cuyos edificios albergan una exuberancia que  ha representado a una parte de la sociedad indígena boliviana? 

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