Serie Juárez (I): inmovilidad integrada
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22 septiembre, 2020
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio
Hablemos de dos arquitectos. Uno estadounidense y uno mexicano. El primero fue un hombre ilustrado del siglo XIX, representante de los ideales de la joven nación norteamericana. El segundo, una especie de contra-moderno que planteó una bella alternativa a la forma de construir vivienda en el México del siglo XX. Los dos completamente distintos aunque con algunas coincidencias anecdóticas: ambos influyentes en la historia de la arquitectura, pioneros de una escuela, es decir, de un estilo particular; los dos autodidactas, aprendieron de arquitectura con ayuda de su atenta observación en sus viajes por Europa; ambos proyectaron y diseñaron sus respectivas casas, con las cuales nunca dejaron de experimentar y a las que les hicieron continuas modificaciones hasta sus últimos días.
El primero, Thomas Jefferson, además de arquitecto fue tercer presidente de Estados Unidos, y conformó en su obra un estilo neoclásico auténticamente americano que representaba los valores modernos sobre los cuales fue construido un estado nación. El segundo, Luis Barragán, en su práctica hizo alarde de las virtudes del silencio y de las posibilidades de la dimensión emocional de la arquitectura. Las casas que proyectaron para ellos mismos estos dos arquitectos están entre las obras más representativas de sus respectivas trayectorias y actualmente son consideradas Patrimonio de la Humanidad. Sin embargo, la mayor coincidencia entre estos dos arquitectos no es anecdótica sino política y no está en su historia de vida ni tampoco en lo que mostraron con sus obras. Al contrario, en lo que estos dos arquitectos coinciden definitivamente es en aquello que ocultaban.
Planta y alzado de Monticello.
A los 26 años, el joven Thomas Jefferson heredó de su padre un pedazo de tierra situado en el extrarradio de Charlottesville, Virginia, en la costa este de Estados Unidos —en ese entonces, 1768, la única costa de aquel territorio todavía no soberano. En el latifundio había un pequeño monte. Arriba de este Jefferson construyó su residencia: Monticello, a la cabeza de la plantación dedicada al cultivo de tabaco y cosechas mixtas. El primer Monticello fue diseñado por Jefferson al auténtico estilo vernáculo de la Virginia campestre. “La arquitectura es mi placer, y levantar aquí y derribar allá una de mis diversiones favoritas”, decía el joven. Sin embargo, fue después de 1800, tras volver de su estancia diplomática en Europa y durante su administración presidencial de la nueva nación independiente, cuando Jefferson —dotado de un intelecto ilustrado y de un temple humanista— remodeló íntegramente Monticello. A través de aquella remodelación, influida por la figura de Andrea Palladio y por el neoclásico francés, Jefferson fijó las bases de un nuevo estilo y una nueva arquitectura digna de una república prometedora. La composición arquitectónica del nuevo Monticello ostentó un perfecto eje de simetría en sentido este-oeste, al estilo renacentista. Sin embargo, en sentido norte-sur, la residencia contaba con un eje de asimetría total, no en sentido compositivo, sino social: una de las alas adyacentes al pabellón central fue destinada como vivienda para las personas esclavizadas que trabajaban los cultivos de Monticello.
Plantas de la Casa Luis Barragán. Propiedad de la Fundación de Arquitectura Tapatía Luis Barragán A.C., intervención de Francisco Quiñones.
Pasemos al arquitecto mexicano. Luis Barragán, proveniente de una familia de terratenientes, llegó a la Ciudad de México en 1935 tras una década de práctica en su natal Guadalajara. Se instaló en el barrio de Tacubaya, en la zona poniente de la región más transparente del aire, un aire que se hacía aún más translúcido frente a las paredes coloridas y blancas, sobre los espejos de agua y dentro de los jardines y terrazas de la Casa Ortega y de la suya, número 14 de la calle General Francisco Ramírez. A diferencia de Monticello, en la Casa Barragán la virtud no está tanto en los elementos arquitectónicos que la conforman sino en el espacio que contiene; en el manejo de la luz natural, sus reflejos sobre los volúmenes y sus variaciones a lo largo del día; en el silencio que inspira vitalidad y en los recorridos a través de atmósferas que remiten a la serenidad de las haciendas de Jalisco y de los jardines de la Alhambra.
Sin embargo, todas estas cualidades espaciales únicamente se presentan en una parte de una casa, una casa en la que en realidad hay dos viviendas: la primera, magnífica, alumbrada y ventilada para el arquitecto; y la segunda oculta, apretada tras las bambalinas de la primera, para la servidumbre, para las mujeres que cocinaban y limpiaban. A excepción de la cocina que es compartida, estas dos casas no interactúan y entre ellas hay una desproporción con pretensiones de ocultamiento. El poco espacio del que goza la segunda casa es el remanente que sobra de la primera. A una se entra a través de un vestíbulo prístino, a la otra se accede por la cochera. Barragán diseñó un sofisticado dispositivo de ocultamiento con circulaciones complicadas para evitar ver a la servidumbre y para separar tajantemente espacios servidos de espacios servidores; si las trabajadoras querían ascender del segundo al tercer piso, tenían que primero bajar a la planta baja y luego subir por una escalera de caracol. Las complejidades históricas que esto representa han sido elocuentemente problematizadas por Francisco Quiñones en su ensayo, Mi casa es mi refugio: al servicio del modernismo mexicano en la Casa Barragán. Sin embargo, lo que aquí nos interesa es el despliegue de la arquitectura como herramienta de ocultamiento y la forma en la que Barragán diseñaba para permitir que entrara la luz, a la vez que buscaba invisibilidad la infraestructura sobre la que se apoyaba su subsistencia. Con los recursos compositivos de la arquitectura, Barragán procuraba su soledad aristocrática en una casa que en realidad era compartida.
La similitud entre Thomas Jefferson y Luis Barragán es el hecho de que ambos usaron las herramientas del arquitecto, las técnicas de la construcción, la composición, la geometría, la escala, el volumen, los ejes lineales de visibilidad y sus ejes perpendiculares de invisibilidad, para ocultar. Lo que estos dos arquitectos ocultaban era la otredad. Como anota Sara Ahmed en su ensayo Una fenomenología de la blanquitud, el acto de ocultar implica someter al otro a una experiencia de negación, de ser señalado o de sentirse fuera de lugar; dicho brevemente, invisibilizar es un acto de deshumanización. Lo que les permitía a los dos arquitectos deshumanizar era, en uno, un régimen estatal de esclavitud apoyado sobre bases raciales y, en otro, el remanente de cuatro siglos de jerarquización social castizada. El despliegue de las técnicas de invisibilización sobre sus obras resultó en una desigualdad entre los arquitectos ocultadores y las personas ocultadas; una disparidad que llega hasta el estrato de los estatutos. En la obra de ambos arquitectos, se puede considerar que las personas invisibilizadas estaban al mismo nivel que un caballo: en Monticello, el ala opuesta, directamente enfrente, a espejo de donde estaba la vivienda para esclavos, estaban los establos; en la cuadra San Cristóbal de Barragán, las caballerizas gozan de la misma virtud espacial dentro de la cual vivía inmerso su arquitecto pero que le fue negada a su servidumbre.
Thomas Jefferson y Luis Barragán ya proyectaron, construyeron y vivieron. Es decir, no nos corresponde juzgar desde nuestro presente y con pretensiones morales su persona. Tampoco estamos aquí para hacer un llamado que demerite su obra, al contrario, hemos de analizarla íntegramente, es decir, junto con las condiciones sociales y materiales que la posibilitaron. La esclavitud y el trabajo precarizado son estas condiciones que permitieron la construcción de Monticello y manutención de la Casa Barragán. Analizar poéticamente el legado de la arquitectura de Jefferson o la composición y las atmósferas de la Casa Barragán sin reparar en aquello que permitía su funcionamiento, es decir, los esclavos y las mujeres que las mantenían, implica pasar por alto pretensiones de ocultamiento y de deshumanización. Estas pretensiones son el objeto de nuestra crítica, sobre todo en el contexto actual de los países que han perdurado tras el legado de Jefferson y Barragán, Estados Unidos y México, en los cuales permanecen latentes en la cotidianidad, de maneras muy distintas y por causas diferentes, dinámicas de ocultamiento a escala social, institucional, urbana y arquitectónica.
La arquitectura empleada como dispositivo que invisibiliza no es exclusiva de las casas que hicieron para ellos mismos Jefferson y Barragán. Sin embargo, por las virtudes que las constituyen, por sus espacios y por sus cualidades compositivas, son dos instancias donde parecería que las condiciones sociales están por un lado y la arquitectura, propiamente dicha, está por otro lado; pareciera que estas dos cuestiones se tendrían que criticar en momentos distintos. Sin embargo, a la arquitectura y las condiciones materiales y sociales de las que surge hay que verlas al mismo tiempo, son un mismo fenómeno y no hay una sin la otra. En la disciplina de la arquitectura es imposible gesto alguno que pueda ser puramente técnico o puramente poético; la arquitectura no tiene una dimensión exclusivamente emocional, toda composición oculta una dimensión social implícita. La incapacidad para distinguir este matiz resulta en “la crisis intelectual de la arquitectura”, como anota Cornel West en su ensayo Raza y arquitectura. En cambio, asumir este matiz implica saber que no hay cosecha sin trabajadores, no hay casa sin mantenimiento, y no puede haber silencio, serenidad o luz a costa de la invisibilización, del ocultamiento o de la sombra proyectada sobre otro.
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