Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
6 enero, 2020
por Juan Palomar Verea
Guadalajara siempre ha sido una ciudad propicia para los árboles. Y los árboles han sido elementos sustanciales en la habitabilidad de la ciudad. No era esto tan evidente en el contexto tapatío del siglo antepasado, en donde las calles solían ostentar una austera presencia arbórea, sobre todo de cítricos y otros ejemplares de moderada estatura. Era en las plazas y los parques en donde se explayaba la riqueza forestal que este suelo y este clima pueden albergar.
Así, la Plaza de Armas era un verdadero arboretum dominado por dos monumentales araucarias y en el que multitud de especies formaban un ecléctico y alegre conjunto. Otros casos eran los de los jardines de San José, El Santuario, San José de Analco, El Carmen y la Alameda. Dos casos aparte: el Jardín de Escobedo -que hacia 1935 se convertiría en el Parque de la Revolución-, y el Parque del Aguazul que comenzó promisoriamente dotado de amplios terrenos y un generoso lago.
Los anteriores eran los principales núcleos forestales que, sin duda, daban un servicio adecuado a la urbe de entonces. Pero fue en los albores del siglo pasado cuando la ciudad comenzó a desdoblarse en todas direcciones. Sin duda el hecho central en este desarrollo lo constituyó la conformación de una serie de colonias, inspiradas en el modelo de “ciudad jardín”, que se asentaron hacia el Poniente de la mancha urbana.
Una característica descollante en estas urbanizaciones fue el uso intensivo del arbolado, derivado de la creencia de que esta práctica mejoraría la salubridad de la ciudad. De allí que se introdujera el término “servidumbre” para designar las áreas circundantes a la construcción que aseguraran la plantación del mayor número posible de árboles, tanto como proporcionar un eficaz aireamiento.
Además de que estos principios han sido ampliamente confirmados, la plantación de los árboles en las primeras colonias fue un importantísimo antecedente para que la costumbre se arraigara lo más posible en distintos desarrollos de diferentes características. Así, tanto en colonias de clase media como en las populares, durante mucho tiempo, se continuó la muy sana costumbre de dejar servidumbres frontales, aunque fueran reducidas, en donde prosperaban -y en muchos casos todavía prosperan- diversos tipos de árboles.
Las condiciones han cambiado radicalmente. El número de habitantes de la ciudad se ha multiplicado vertiginosamente. Lo mismo ha pasado con la contaminación, sea atmosférica, auditiva, visual. El remedio más efectivo, económico, duradero y eficaz para estos males son los árboles. Cada tapatío, y particularmente los niños, deben tener muy claro este principio. Los árboles son una firme promesa de futuro.
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