José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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5 febrero, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
La alcaldesa de Ámsterdam, Femke Halsema, en un esfuerzo conjunto con el Partido Ecologista, el Partido del Trabajo y el Partido Cristiano, ha aprobado el cierre de los centros de trabajo sexual de las zonas más céntricas —el llamado Distrito Rojo— para reubicarlos en las periferias de la ciudad. Con esto, se busca recuperar las calles para los residentes quienes, a decir de los funcionarios que aprobaron la “remodelación”, han tenido que lidiar con una clase particular de turista al que, por ejemplo, se le debían dejar letreros para que no orinaran en las entradas de sus hogares. Halsema incluso ha declarado que esta acción también protege a las trabajadoras sexuales de las agresiones a las que también se exponen los habitantes de Ámsterdam, una declaración que, en apariencia, reconoce una simetría ciudadana entre residentes y personas dedicadas al trabajo sexual.
La decisión parte de un fenómeno al que otras ciudades europeas, como Venecia, se han enfrentado. La afluencia de turistas vuelve imposible que los lugareños permanezcan en sus residencias; en los lugares donde nacieron y se criaron. Cuando el turismo, y la especulación inmobiliaria que éste provoca, se apropia de las ciudades, se anula toda posibilidad afectiva y las ciudades se transforman en un espacio que sólo le pertenece al capital privado: a las estancias momentáneas donde se construyen sitios de paso a costa de las comunidades que se hayan forjado con anterioridad. “Los barrios de larga duración”, a decir de Marina Garcés, “tienen la solera, la memoria y las herramientas para seguir siendo territorios identificables y proveedores de identidad.” Cuando su existencia se ve mermada, lo que quedan son las “ciudades-escaparate”, descripción que propone la autora en su libro Ciudad Princesa (2018), donde reflexiona sobre los estragos que experimentó Barcelona tras ser sede de los Juegos Olímpicos en 1992. Para Garcés, el evento deportivo dejó las consecuencias de la especulación y de la subsecuente precariedad de los habitantes. Los efectos de las Olimpiadas en Barcelona fueron el inicio para que movimientos como la okupación o el colectivo Reclaim the Streets protestara por la captura capitalista del espacio público.
Pero a la nueva legislación neerlandesa se le pueden anteponer otros cuestionamientos. Mientras que Venecia o Barcelona reclaman su identidad, el objetivo de Halsema no es devolverle la ciudad a todos sus habitantes, sino estimular las visitas de un turismo más amable y familiar, mientras que otros ciudadanos deben retirarse a las periferias para continuar con sus actividades. Un antecedente a ese desplazamiento se dio en Nueva York donde, entre las décadas de los sesenta y setenta, se iniciaron “trabajos de recuperación” con los que se eliminaron las zonas de tolerancia de trabajo sexual. En su libro Times Square Red, Times Square Blue (1999), Samuel R. Delany escribe sobre las salas de cine porno, las calles de prostitución y las tiendas de juguetes sexuales de la avenida Times Square para dejar testimonio de una comunidad que no fue contemplada en los planes neoyorkinos de renovación (para devolverle las calles a lo que los gobiernos sí legitiman como “comunidad”) y que también fue enviada a zonas donde estuvo más expuesta a mayores peligros. Si bien esa comunidad se protegía de la policía, tenía un espacio que podía sentir como suyo en el centro de Nueva York. En su ensayo “Lands of contagion”, Iván López Munuera se enfoca en los muelles, otra zona de Nueva York donde se forjó una identidad como la que Garcés observa en los barrios de larga duración. Los habitantes de los muelles, casi siempre, fueron migrantes latinos, personas transgénero, homosexuales y trabajadoras sexuales. Los muelles fueron esa pequeña ciudad que se antepuso a un oficialismo urbano que daba carta de residencia únicamente a las familias, los oficinistas, los comercios legales o el turismo. En los muelles establecieron vínculos e iniciaron movimientos políticos de importancia histórica.
Halsema no ha aclarado hasta qué punto las trabajadoras sexuales estuvieron involucradas en su decisión. No se sabe si el desplazamiento de sus lugares de trabajo implicará que tengan que invertir un poco más de tiempo en el transporte o si reste opciones de traslado. Tampoco se ha definido si ellas requerían de esa protección que la alcaldesa les ha ofrecido. Como muestran Delany y Munuera, las comunidades del trabajo sexual pueden funcionar sin la necesidad de que un cuerpo policiaco las cuide. Y si sí se requería mayor seguridad en sus espacios, ¿el desplazamiento implica que se aminoren los riesgos de su trabajo?
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