Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
26 octubre, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
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Ambulantes. Foto: Patricia Juárez
Sales o, más bien, salías del metro y para cruzar la calle o llegar a la parada de una micro había que pasar entre decenas de puestos callejeros que vendían comida, discos y películas —piratas, por supuesto—, ropa y otras cosas, algunas útiles, la mayoría tal vez no. Todo barato, a buen precio, ¡llévelo, llévelo!, mire sin compromiso. Los vendedores a la salida del metro no son literalmente ambulantes. Despliegan sus puestos en la mañana y los repliegan al atardecer o ya caída la noche. El que deambula entre los puestos es el potencial comprador, buscando el paso libre entre comensales si tenía prisa, distrayéndose con la mercancía si no. La solución al problema de los ambulantes que no se mueven muchas veces ha sido limpiar el espacio que ocupan y buscar transformarlo en otro tipo de comercio —formal, regulado y, también, más caro y que implica otras condiciones socio-económicas. Desarrollo urbano, le llaman al cambio.
Desde antes de la conquista, Tlatelolco era un gran mercado que daba servicio a la ciudad de Tenochtitlán, que también contaba con muchos otros más, de menor tamaño. Hernán Cortés escribió en su Segunda carta de relación: tiene esta ciudad muchas plazas donde hay continuo mercado y trato de comprar y vender. En el siglo XVIII, se instaló en la Plaza Mayor de la ciudad de México el Parián, un mercado donde se vendía de todo, incluyendo productos que traía la Nao de China desde oriente. En julio de 1843 se demolió aquél mercado, según explica Maria Dolores Lorenzo, en aras de la modernización urbana. Más de un siglo después, Enrique del Moral escribió en el número 84 de la revista Arquitectura México, publicado en diciembre de 1963: “la zona de la Merced, tradicional mercado (desde hace 300 años) de la capital, por condiciones diversas tuvo un desarrollo extraordinario convirtiéndose en un mercado de medio mayoreo que abastecía a la ciudad, fundamentalmente de fruta, verduras y legumbres. Desgraciadamente este crecimiento trajo como consecuencia la invasión de numerosas calles y varias plazas por puestos fijos, semi-fijos y ambulantes que ocupaban casi en su totalidad las aceras y calles destinadas a la circulación.” En 1957 se había inaugurado el nuevo mercado de la Merced, diseñado por el mismo del Moral. Su descripción de lo que encontró antes de proponer su proyecto serviría hoy perfectamente para lo que terminó resultando el suyo hoy.
Un perfil sociológico hecho a la ligera podría llevarnos a afirmar que así somos, que en México ocupamos las calles y las plazas porque el clima lo permite y la cultura incita a vivir afuera y que por eso los tianguis y las capillas abiertas y las sillas en el quicio de la puerta donde se sientan las vecinas a platicar por las tardes. Pero eso no es exclusivo de México, aunque aquí se haya dado y se siga repitiendo con intensidad notable. La explicación sociológica no basta sin un complemento económico: hoy se sigue vendiendo y comprando en la calle como parte de un sistema paralelo al de las reglas y los impuestos oficiales: del predial al valor agregado. Y no porque quienes así comercien sean evasores irredentos, o no sólo por eso. Acaso no buscaron salir de un sistema que nunca los incluyó o que, de hacerlo, es de manera muy desventajosa. Con nuestras repetidas crisis económicas y sociales, las filas de esas economías paralelas se han engrosado al punto que considerarlas marginales es absurdo. Los puestos que venden tamales y atole en las madrugadas en las cercanías al paradero o a la estación de metro y que en la tarde ceden su lugar a los de discos y películas para de noche recuperar su vocación culinaria ofreciendo sopes y quesadillas, son parte de un sistema económico complejo, bien organizado pese a la etiqueta que lo clasifica como informal, que sirve y beneficia a varios millones en la ciudad. Muchos. No faltará el teórico en economía que argumente, acaso con razón, los efectos perniciosos de tal sistema o quien simplemente lo descalifique por ilegal, pero en términos urbanos, el reordenamiento y la limpieza de espacios públicos ocupados por ambulantes no parecen tener a la larga otro efecto que desplazar física y espacialmente a quienes antes ya fueron desplazados o excluidos social y económicamente. Donde antes se podía comer por diez, veinte o treinta pesos, ahora no hay nada o habrá un café, con mesitas y acceso gratuito a internet que en el imaginario de algunos sugieren espacio público, pero donde un capuchino cuesta más que una comida completa en los viejos puestos.
La solución al problema del comercio callejero es, obviamente, compleja. Hay retorcidas redes de poder y compromisos que al mismo tiempo que protegen, extorsionan a los vendedores. El policía pide un porcentaje de las ganancias para que todo siga igual y el político intercambia votos por dejar que el policía siga haciendo eso que hace. La solución, muchas veces, es literalmente una disolución del problema: se distribuyen los ambulantes en otras zonas o se concentran en puntos que la más elemental lógica urbana —la que justamente sí entienden los vendedores— demuestra poco efectivos para el comercio. La solución se supone que pasa única y necesariamente por temas de movilidad —la circulación entorpecida que denunciaba del Moral—, y el funcionario sonríe orgulloso al despejar la salida del metro de puestos aunque, para evitar que vuelvan a instalarse, haya construido monstruosas jardineras ocupando el mismo espacio que antes aprovechaban los vendedores, por lo que el peatón no tendrá ninguna ganancia en cuanto al espacio que le toca y perderá, si la aprovechaba, la oportunidad de comer o comprar a buen precio. Más se ganaría quitando un par de lugares de estacionamiento en cada cuadra e instalando ahí puestos bien diseñados para comprar el periódico, desayunar un atole o comer una torta. Finalmente, la solución parece nunca tomar en cuenta todas las dimensiones del problema y que no se trata simplemente del uso ilegal del espacio público sino, más bien, si tomamos en cuenta la gran cantidad de personas que así lo utilizan, entre vendedores y compradores, de un problema de concepción de lo público y de su relación no sólo con la economía sino con el bienestar, tanto individual como colectivo.
PS. 2020
Hoy, casi cuatro años después de que se publicó este texto, la necesidad de mantener mayor distancia física entre las personas derivada de la pandemia de Covid-19 obliga a repensar el problema del comercio callejero. Si bien hay quienes ven en los puestos callejeros un gran riesgo de contagio, la solución higienista que equipara limpieza con desaparición del comercio en la calle no sólo no es viable sino, dadas las condiciones económicas de quienes lo ejercen y se benefician de él, tanto vendiendo como comprando, no es viable. Más aún, ese tipo de comercio puede tener efectos positivos en cierta recuperación económica en los grupos socioeconómicos menos favorecidos, como argumenta John Rennie Short. La solución, hoy, al problema de los ambulantes en relación a la pandemia no será quitarlos de las calles sino, al contrario, darles más calle, más espacio en la calle para poder mantener distancia física entre vendedores y compradores.
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