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6 diciembre, 2024
por Carlos Rodríguez
“Las cocinas son lugares absolutamente jerárquicos en donde todo el mundo defiende con celo su espacio”, dice Alonso Ruizpalacios, que se refiere al sitio principal en el que transcurre la historia de su nueva película, La cocina (2024). Quienes han trabajado en restaurantes conocen la prisa y exaltación para que lleguen los platos a la mesa de los comensales. Este ajetreo se ha visto en filmes como La boda de mi mejor amigo (1997, P. J. Hogan), que registra en pocos segundos el trajín de la preparación de alimentos que deben agradar el paladar de una crítica culinaria. El director mexicano filma la cocina de un restorán neoyorquino como si fuera una trinchera: líneas de diferentes cocineros delimitadas por estantes, a través de los que se cuela la cámara; meseras que claman por los platos servidos y esperan frente a los anaqueles metálicos para sacarlos al restaurante; un lugar de enfrentamiento por la productividad en el que los trabajadores luchan con algo más que sartenes y cuchillos, una pugna por imponerse con sus propios idiomas y habilidades, encerrados en un campo de batalla húmedo, caliente y vaporoso.
Ruizpalacios conoció de primera mano la experiencia cuando trabajó en un restaurante en Londres. De esos días, confiesa, se le quedó grabada la coreografía espontánea, de ritmo muy elaborado, que se genera en el trabajo de una cocina: “Otra cosa que me gustó es la experiencia internacional que viví ahí porque había gente de todo el mundo conviviendo en un espacio cerrado. Era una comunidad internacional fascinante, un intercambio cultural pulsante. También me gustaron, quizás, los escasos momentos de bondad que de repente afloran, cuando alguien le tiende la mano a otra persona que está valiendo madres, no pasa mucho, pero cuando pasa es notable”.
La cocina tiene un ritmo agitado e intenso, zarandea y acorrala a los espectadores. Sus ingredientes principales son la fotografía en blanco y negro, de carácter atemporal, el plano secuencia y los diálogos en español, inglés y francés. Se trata de una adaptación de The Kitchen (1957), la obra de teatro del dramaturgo británico Arnold Wesker. En 2010 Ruizpalacios, que comenzó en las tablas, llevó a escena su propia traducción y adaptación de la pieza con la generación 2006-2010 del Centro Universitario de Teatro. En ese montaje, el actor Raúl Briones, protagonista del filme, hacía un personaje secundario. Tanto en el teatro como ahora en el cine, el restaurante inglés de Wesker está situado en Nueva York, ciudad de migrantes. Ahí es donde el cineasta encuentra un lugar adecuado para Pedro (Briones), un cocinero mexicano carismático y bravucón. Junto con sus compañeros de cocina, la mayoría inmigrantes, y algunos gringos en los cargos de mando, Pedro es motivo de una investigación por un faltante de dinero en la caja. Atribulado por su relación con Julia (Rooney Mara), una mesera enigmática a la que adora, el conflicto de Pedro, que no tiene papeles y se comunica de forma esporádica con su familia en México, está en medio del complejo entramado laboral del que forma parte.
En La cocina hay personajes latinoamericanos, chicanos, estadounidenses y africanos de habla francesa, al respecto, Ruizpalacios recuerda: “Wesker retomaba la célebre línea de As You Like It [obra a veces traducida al español bajo el nombre de Como gustéis] y decía que para Shakespeare todo el mundo es un escenario, pero para mí el mundo es una cocina donde la gente entra y sale tan rápido como entró, sin jamás tener tiempo de conocerse. Él veía el mundo como una cocina, se refería a la cocina como un negocio de este tipo. La película, que retoma esa idea, es una alegoría del mundo globalizado, del capitalismo tardío, un lugar donde la productividad es la medida máxima de los hombres y no las relaciones, no su humanidad, sino el rendimiento. Es una línea de ensamblaje. Tiene la particularidad de las grandes ciudades cosmopolitas, que reúnen gente de diferentes partes del mundo”.
En términos de espacialidad, en La cocina todo, o casi todo, sucede tras bambalinas de The Grill, nombre del restorán. Hay una voluntad de adentrarse en las vísceras del negocio, al centro que lo conforma, la parte más cochambrosa que pocas veces está a la vista de los comensales. Resulta seductor ver cómo un cineasta y guionista reconocido por su detallada atención a los espacios —por ejemplo, el sur y oriente de la Ciudad de México en Güeros (2014), el Museo de Antropología en Museo (2018) y el departamento (que podría estar tanto en el Centro Histórico como en Iztacalco o Iztapalapa) de Una película de policías (2021)— filma en un emplazamiento simbólico como la cocina. “No puedo escribir en abstracto, tengo que saber cómo es el espacio, a veces se va revelando sobre la marcha. Cuando pasé del teatro al cine entendí que filmar en locaciones informa el resultado de la película de una manera inesperada. Cuando el cine salió de los foros a las locaciones con el neorrealismo italiano, se dio un gran paso, y la arquitectura empezó a fundamentar e inspirar las películas y a cambiar las tramas. Es un proceso fascinante. Cuando doy clases en el CCC [Centro de Capacitación Cinematográfica] siempre insisto mucho en eso: hay que buscar locaciones, no quedarse con la primera, buscar la que tenga la atmósfera precisa que necesita la escena, y esa no siempre es la más bonita o la más cool, a veces es la más fea, la más anodina, pero tiene que ser la arquitectura más precisa”.
La cocina del filme se construyó en los Estudios Churubusco de la Ciudad de México, a partir del diseño de arte de Sandra Cabriada. La parte del set que da a las oficinas del administrador y el contador del restaurante parece una jaula, un enrejado contra el que Pedro descarga su furia y que recuerda obras de arte contemporáneo como Security Fence [Valla de seguridad] (2005-2007), de Liza Lou. Se trata de una instalación, hecha con alambre de púas y adornada con cuentas de vidrio, que responde a las imágenes de abusos y torturas en las prisiones de Abu Ghraib (Irak) y Guantánamo (Cuba). En palabras del director, el set fue pensado “como un submarino, un búnker en el que era muy importante que se sintieran presentes las paredes”. Los exteriores, por otro lado, se filmaron en Nueva York. No son imágenes turísticas de la ciudad, sino que acentúan la sensación de encierro en un callejón donde desemboca la parte trasera del restaurante. Es un paso estrecho en el que los trabajadores se descargan, salen a fumar y, por un momento, se apartan del vapor y olores de su estación de trabajo. Es un momento que les sirve para hablar de sus anhelos y frustraciones en clave cómica que, de un momento a otro, escala a un registro serio y violento, arrebatado. Son personas que sueñan con amar, ganar mucho dinero y desafanarse del trabajo, tener un lugar propio y seguro, o simplemente huir y desaparecer por completo.
La cocina conserva de manera puntual una característica básica de la composición original de la obra: “Wesker perteneció a la generación de los angry young men. Se trataba de jóvenes enojados, descontentos con su realidad, inconformes, hay algo de eso que permanece en la película. El interés de retratar a la clase trabajadora de una manera cándida, empática, cercana y, al mismo tiempo, sin condescendencia o sin evitar su furia o desencanto, viene del original y de la generación de dramaturgos a la que perteneció Wesker.”
Si algo prevalece en la película es la incorrección. Los personajes se divierten, se cabulean y pendejean, se bullean e insultan en todos los idiomas disponibles. El calor de la cocina parece atizar la desesperación que lleva a un enfrentamiento final que —asegura Ruizpalacios— se filmó como un documental de guerra, con cámara en mano, de ritmo circular e incesante: “De repente había que empujar a los actores a atreverse a llegar ahí. La corrección política comienza a invadir el acto creativo y eso es muy peligroso. Era importante mantener ese registro, porque las cocinas son lugares así, son lugares en donde el mismo cansancio, la temperatura alta, la chinga, hace que se relajen todas las normas y que la gente se relacione de maneras más políticamente incorrectas. Es algo muy normal”.
En su hora de comida, los personajes mexicanos hablan de la exaltación y fetichismo de los cuerpos de las mujeres blancas estadounidenses. También del hecho de llamarle india o prieta a Estela, que llega a Nueva York a buscar a Pedro para integrarse a la fuerza laboral de la cocina. Son comentarios de dimensión compleja y necesarios en una historia que echa mano de la noción del melting pot. Ruizpalacios sostiene que “requirió de mucha cabeza pensar qué estamos diciendo, quién lo está diciendo y en qué contexto. No lo estoy celebrando, al contrario, es una denuncia al racismo, al escarnio y al bullying racial. Pero, en este caso, Pedro lo puede decir porque él es mexicano, es moreno. Está en la posición de burlarse del gringo que está negociando con eso, que no se atreve a decir ni siquiera morena, prieta. Él puede burlarse de eso. Es complicado, pero me gusta explorarlo en la ficción y probar los límites”.
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