Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
23 febrero, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Primera parte : Donde una vez hubo un lago…
A veces, ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre.
Italo Calvino
Donde hubo una vez un lago, ahora hay una ciudad. En sus Ciudades invisibles, Calvino dice que dichas ciudades nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí.(1) En relación a la ciudad de México, eso es una verdad a medias: son varias, sí, que comparten nombre y geografía, pero las marcas de unas han sido siempre legibles, al menos parcialmente, en las que le siguen. La primera ciudad de México, llamada también Tenochtitlán, se fundó en 1325, sobre el islote donde, extáticos ante el nopal del águila y de la serpiente, los aztecas, según cuenta Alfonso Reyes, oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre aquellos lagos hospitalarios.(2) Reyes agrega que de aquel palafito brotó una ciudad que se dilató en imperio. Esa es la ciudad a la que llegó Hernán Cortés en 1519 y que así describió:
Esta gran ciudad de Temixtitan está fundada en esta laguna salada y desde la tierra firme hasta el cuerpo de dicha ciudad, por cualquier parte que quisieren entrar a ella, hay dos leguas. Tiene cuatro entradas, todas de calzada hecha a mano, tan ancha como dos lanzas jinetas. Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba. Son las calles de ella, digo las principales, muy anchas y muy derechas, y algunas de éstas y todas las demás son la mitad de tierra y por la otra mitad de agua, por la cual andan en sus canoas.(3)
Sobre la ciudad tomada, se edificó desde 1521 la nueva ciudad de México. La traza la hizo Alonso García Bravo, “siguiendo la urbanística reticular renacentista, en parte por su experiencia y en parte por la ciudad azteca, que era rectilínea. El plano circunscribió una pequeña ciudad con manzanas más largas de oriente a poniente y más cortas de norte a sur.”(4) Esa es la ciudad que describió Bernardo de Balbuena en su Grandeza Mexicana, publicada en 1604, que creció donde nadie creyó que hubiese mundo, sobre una delicada costra blanda, que en dos claras lagunas se sustenta, con bellísimos lejos y paisajes,(5) y que, en un soneto que antecede a los versos de Balbuena, Don Lorenzo Ugarte de los Ríos, alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición en la Nueva España, describió como Venecia en planta, en levantada arquitectura Grecia. Dos siglos después, Humboldt dirá que el agua y la vegetación han disminuido, pero que “ha de contarse, sin duda alguna, entre las más hermosas ciudades que los europeos hayan fundado en ambos hemisferios.” Con una arquitectura “de un estilo bastante puro,” sorprendía al viajero europeo “no tanto por la grandiosidad y hermosura de sus monumentos, como por la anchura y alineación de las calles; y no tanto por sus edificios como por la regularidad de su conjunto.” A Humboldt también le sorprendieron la belleza del paisaje y la calidad del aire: la región más transparente del aire, fue la frase que acuñó y que hoy repetimos con cierta nostalgia e incredulidad. Las mismas condiciones llamaron la atención de otra viajera, la condesa Paula Kolonitz, quien fuera parte del séquito que acompañó a Maximiliano y Carlota en su aventura mexicana. “No hay en el mundo ciudad cuya posición sea más encantadora y más imponente que la de México,” escribe. Y tras recordar que fue hecha en el mismo lugar en que un día estuvo Tenochtitlán, habla de que el lago de Texcoco, “que antes bañaba la ciudad que surgía del agua como Venecia,” estaba ya a más de una hora de distancia del centro de la ciudad.(6) Fue con Maximiliano, que abrió el Paseo de la Emperatriz —hoy Reforma— que se aceleró la extensión de la ciudad. Durante las tres décadas de crecimiento económico en la dictadura de Porfirio Díaz, se planearon nuevas colonias y se construyó infraestructura. En el siglo XIX fuera de la ciudad se edificó al sur poniente La Castañeda, el hospital psiquiátrico, y al oriente, Lecumberri, la prisión, y ya en el XX y en el centro de la ciudad, el Palacio de Correos y el Legislativo y el Teatro Nacional, estos dos inconclusos a causa de la Revolución de 1910. Mauricio Tenorio Trillo dice que en ese año, el del primer centenario del inicio de la Guerra de Independencia, en la ciudad se superponían varios ideales: la idea de modernización, entendida como el desarrollo armónico científico y económico, así como progreso, la necesidad de consolidarse a coro como nación y como estado, el ideal de un estilo cosmopolita y servir como emblema de la paz imperante.(7)
La paz no duró. En noviembre de 1910 se inició la Revolución que, en una serie de guerras y luchas por el poder, no terminaría hasta diez años después. Institucionalizada la Revolución, la ciudad de México volvió a crecer. En los años treinta los arquitectos discutían cuál era el estilo arquitectónico que más convenía al nuevo régimen: mirar al pasado, prehispánico o colonial, o lanzarse al futuro: el funcionalismo radical. Entre uno y otro estilo se construyeron escuelas, hospitales y mercados y se planearon nuevos barrios. En 1943, Hannes Meyer, el segundo director de la Bauhaus, quien se había exiliado en México en 1938, escribió que “la ciudad de México con sus 134 kilómetros cuadrados de superficie y sus 1,464,566 habitantes, con su densidad de población de 109 habitantes por hectárea, es entre las ciudades que pasan del millón de habitantes una de las más espaciosas ciudades del mundo.”(8) En diez años la ciudad duplicó su población, superando los 3 millones en 1950. La década de los cincuenta fue de gran crecimiento económico y por tanto urbano. Fue en esos años, entre 1952 y 1966, que Ernesto Urruchurtu, el Regente de hierro, tuvo a su cargo la ciudad. Se construyeron unidades habitacionales, más de 160 mercados, se inauguró la nueva Ciudad Universitaria y se desarrollaron nuevas zonas como El Pedregal y Ciudad Satélite. Al norte del viejo centro, Mario Pani termina en 1964 el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, con más de 10 mil unidades de vivienda y habitada antes del sismo de 1985 por cien mil personas —hoy no llegan a los 30 mil—, eliminando la herradura de tugurios construidos en esa zona. Al mismo tiempo se inicia el ordenamiento de Ciudad Neza, un asentamiento que empezó de manera informal en los años cuarenta en parte del lecho seco del lago de Texcoco y que hoy tiene más de un millón de habitantes.
El modelo de desarrollo que impulsó Urruchurtu resultó en una ciudad extensa pero de poca altura, se entubaron ríos para hacer autopistas como el Viaducto y se inició la construcción del Periférico, oponiéndose a la construcción del Metro y favoreciendo el uso del automóvil, aunque, como afirmó Reyner Banham de Los Angeles, acaso no fueran los autos lo que impulsó el crecimiento de la ciudad sino, al contrario, su propia estructura urbana —las pequeñas poblaciones y rancherías que se urbanizaron y las calles anchas que elogiara Humboldt— lo que propició su uso acelerado. Si en 1927 el urbanista Carlos Contreras afirmó que habían poco más de 40 mil automóviles, hoy rebasan los 3 millones en la Zona Metropolitana.(9) El metro se empezó a construir tras la salida de Urruchurtu. La primera línea se inauguró en 1969 y hoy cuenta con 12, que recorren más de 226 kilómetros con 195 estaciones.
La ciudad siguió creciendo y pronto rebasó los límites del Distrito Federal, que desapareció oficialmente en enero del 2016. El Distrito Federal nunca fue la ciudad de México. Sus territorios no se correspondían exactamente. Al principio, el Distrito Federal, que se instituyó oficialmente en 1824 con un radio de dos leguas con centro en el Zócalo, le quedó grande a la ciudad. Los límites y divisiones del Distrito Federal se siguieron modificando hasta que en 1970 quedó con los actuales: más de 570 mil metros cuadrados divididos en 16 delegaciones, o departamentos, unas centrales, con no más de medio millón de habitantes, y otras periféricas, como Iztapalapa, la más poblada, que ronda los 2 millones. En los años 90, Peter M. Ward escribió que la ciudad de México, entonces con más de 19 millones de habitantes, se había convertido en la tercera más grande del mundo, después de Nueva York/Nueva Jersey y Tokyo/Yokohama, aunque, “a diferencia de sus dos contrapartes ligeramente mayores, es una ciudad sola en lugar de dos o más centros urbanos reunidos en una zona metropolitana.”(10) Desde los años 90, ciudades como Delhi o Shanghai han superado a la de México, que se disputa el cuarto lugar entre las más pobladas del mundo con Mumbai y Sao Paulo. De los casi 21 millones que habitan en la Zona Metropolitana casi 9 lo hacen en lo que fue el Distrito Federal y que ahora se llama, oficialmente, ciudad de México, pero casi 6 millones van y vienen cada día a la ciudad para trabajar. Y si bien hoy hay nuevos polos de desarrollo urbano en la ciudad, la mayoría se encuentran o bien en la zona central o sin conexiones eficientes de transporte público, como Santa Fe, el barrio de negocios que empezó a desarrollarse en la zona de barrancas al oriente de la ciudad a finales de los años 80.
Pero como lo hicieron notar, entre otros, Humboldt a principios del siglo XIX y Meyer a mediados del XX, uno de los más graves problemas de la ciudad de México —y de la sociedad mexicana en general—, además de la movilidad, el manejo del agua o la contaminación, es la gran desigualdad. Más del 40% de la actividad económica en la ciudad se realiza de manera informal, porcentaje que no coincide exactamente con el 45% de personas que viven en pobreza en el país, aunque en la ciudad de México ese porcentaje sea distinto: sólo 13% padece carencias educativas, 23% alimentarias, pero 54% no tiene acceso a la seguridad social.(11)
Guillermo Tovar de Teresa, dando cuenta del patrimonio perdido en el antiguo centro de la ciudad, diagnosticó que “los mexicanos sufrimos de una enfermedad, una furia, un deseo de autodestruirnos, de cancelarnos, de borrarnos, de no dejar huella de nuestro pasado y de un modo de ser en el que creíamos y al que nos consagramos.” Carlos Monsiváis, también cronista de la ciudad, aunque no oficial, también dijo que, fuera cual fuese el pasado prestigioso, “desde hace mucho se borran o se vuelven sectoriales las ambiciones de armonía y belleza y se imponen las fórmulas de rentabilidad.”(12) México: una gran ciudad, amable y contaminada, difícil para vivir y destacada recientemente como un must para visitar e incluso para vivir. Una ciudad de carencias y de excesos. Una ciudad de ciudades que, al mismo tiempo, como afirmó Ward, es una sola. Pero, como dijo Paz,(13) antes de ser todo eso, antes de ser piedra, cemento o ladrillo, lagos secos e inundaciones, plazas, mercados y museos, las ciudades son una imagen del mundo. Vivir en la ciudad de México, como advirtió Monsiváis, “es adaptarse a lo inminente, por lo común una versión levemente agigantada de lo ya existente.”
Notas
- Italo Calvino, Las ciudades invisibles, Ediciones Siruela, 1994.
- Alfonso Reyes, Visión de Anahuac.
- Hernán Cortés, Segunda Carta de Relación.
- Francisco de la Maza, La ciudad de México en el siglo XVII, FCE, 1968.
- Bernardo de Balbuena, Grandeza Mexicana, Sociedad de Bibliófilos Mexicanos, México, 1927.
- Paula Kolonitz, Un viaje a México en 1864, FCE, México, 1984.
- Mauricio Tenorio Trillo, I Speak of the City, Mexico City at the Turn of the Twentieth Century, University of Chicago Press, 2012.
- Hannes Meyer, La ciudad de México: un estudio urbanístico, en Arquitectura México, número 12, abril de 1943.
- Carlos Contreras, La planificación y el problema del tráfico, en Planificación, número 1, septiembre 1927.
- Peter M. Ward, México: una megaciudad. Producción y reproducción de un medio ambiente urbano. CNCA, Alianza, México, 1991.
- Pobreza urbana y de las zonas metropolitanas de México, informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, México, 2014.
- Carlos Monsiváis, Apocalipstick, Random House Mondadori, México, 2009.
- Octavio Paz, México: ciudad del fuego y del agua, en Pasado y presente en claro, FCE, 2010, pp. 29-43.
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