8 abril, 2014
por Bernardo Baranda | Twitter: BernardoBaranda
The right to have access to every building in the city by private motorcar in an age when almost everyone possesses such a vehicle, is actually the right to destroy the city”
Lewis Mumford
Al igual que con la provisión de vialidades, en algún momento del siglo pasado se creyó en el falso paradigma de que al aumentar la oferta —en este caso de lugares para estacionamiento— se iba a solucionar la creciente demanda de los automovilistas de espacio y por ende disminuir la congestión entre otros males que nos aquejan en las grandes urbes. 50 años después de prueba y error, la congestión sigue aumentando y esto se debe en parte a que seguimos con normas que, como recetas, nos dicen cuál es la cantidad de lugares de estacionamiento por metros construidos en edificaciones que debemos tener.
Estas normas obligatorias copiadas de manuales para las ciudades estadunidenses de los años 60, nos condicionan a que las ciudades sigan siendo dependientes del automóvil. El problema evidentemente no ocurre en los estacionamientos sino en las vialidades para acceder a ellos. Esto es especialmente contraproducente en zonas centrales de la ciudad en las que hay buenas redes de transporte público y en las que se busca aumentar la densidad para aprovechar la infraestructura existente y minimizar los trayectos largos, entre otros beneficios. Al poner un mínimo de cajones de estacionamiento a rajatabla (que por ejemplo en el caso de oficinas es de los más elevados con 1 cajón por cada 30 metros cuadrados construidos) se obliga a los desarrolladores y arquitectos a destinar grandes recursos y espacios para alojar un bien que cada vez más se busca racionalizar y desalentar en su uso. De hecho de acuerdo un estudio del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (ITDP) los desarrollos construidos en la ciudad de México entre 2009 y 1013 destinan en promedio 42% de la superficie proyectada al estacionamiento.
Esta normas de superficie de mínimos no son neutrales y juegan a favor del uso del automóvil si consideramos que todos los usuarios de las vías tienen que pagar las externalidades que se generan: congestión, consumo energético, accidentes, ruido, etc. Esto genera un abaratamiento del costo real por el uso del auto. Ejemplos de otras ciudades sobran en los que es impensable dedicarle mucho espacio en los edificios para alojar autos. La tendencia en muchas ciudades europeas es sustituir los mínimos por máximos y dejar que el mercado se encargue de fijar el precio de un bien que se regula para ser relativamente escaso. De hecho el edificio de mayor valor comercial en el mundo, el Gherkin de Londres, no cuenta con estacionamiento. Muchos dirán que esto se debe a que tienen excelentes sistemas de transporte público y el auto no es sinónimo de estatus como aquí. Aunque hay cierta verdad en esto, no debiera ser impedimiento para modificar esta normatividad y comenzar a cambiar el paradigma que nos ha traído a la situación crítica en la que estamos. Hace 10 años también se pensaba que era imposible subir a mucha más gente a la bicicleta en la Ciudad de México y sin embargo se ha vuelto inclusive algo aspiracional y se logró gracias a la apuesta a un creciente paradigma en que la ciudadanía, especialmente los jóvenes, están dispuestos a moverse de otra manera si hay buenas opciones. Existe además la posibilidad de utilizar parte de los recursos que actualmente se pide a los desarrolladores destinen en estacionamientos en edificios, para mejorar los sistemas de transporte público, lo que además de ser más equitativo (considerando que alrededor del 70% de los viajes se hacen en transporte público) hará que las calles para acceder a estos edificios no estén tan saturadas de automovilistas.