24 noviembre, 2023
por Christian Gómez Vega
Escaleras y usuarios del Museo Jumex. Foto: Moritz Bernoully
Hace ya diez años, el 19 de noviembre de 2013, el Museo Jumex abrió sus puertas. Tras una década de actividades, pueden elaborarse múltiples ideas sobre las exposiciones y los programas, así como acerca de la manera en que el museo ha jugado un importante rol en la tarea de dinamizar una zona de la ciudad en transformación y la oferta institucional del arte contemporáneo en México. De manera particular, sin embargo, quiero ocuparme de la trama de conversaciones e intercambios que la institución ha hecho posibles y que preceden, pero también trascienden —y para bien— la construcción del museo.
Doce años antes de la apertura del museo, la Fundación Jumex se formalizó en marzo de 2001 con la apertura de La Galería Jumex, un edificio de 1,400 metros cuadrados en la fábrica de Jumex en Ecatepec, Estado de México. Esta apertura, en un clima de transformación política y social, coincidió con la conformación de otras iniciativas clave para el arte contemporáneo. Por mencionar apenas un par que coinciden en tiempos: la asociación civil Patronato de Arte Contemporáneo (PAC), en el 2000; y su Simposio Internacional de Teoría sobre Arte Contemporáneo (SITAC), en el 2002; así como el inicio de las actividades de la feria de arte Zona MACO, en 2002. En el cambio de siglo, el impulso que en la década de los 90 tuvieron las prácticas artísticas contemporáneas en México, así como su involucramiento en una conversación global, encontró su afianzamiento en instituciones e iniciativas tanto públicas como privadas.
En ese nuevo entramado, las aportaciones de la Fundación Jumex fueron fundamentales para la consolidación de un ecosistema artístico, por lo que es de una manera ampliada que debería entenderse su rol. Es decir, la dimensión expositiva ha sido desde el inicio apenas una cara de una labor multifacética. Al tiempo que ocurrían las memorables exposiciones en la galería de Ecatepec —lecturas de la colección por parte de curadores nacionales e internacionales—, también se desarrollaba una práctica sistemática de coleccionismo; y, desde la perspectiva de los apoyos, múltiples artistas y curadores recibieron becas para estudiar en el extranjero y la biblioteca se volvió una importante herramienta de investigación.
¿Cómo fue que lograron construir esa sensación de cercanía en una galería dentro de una fábrica, situada en una zona periférica de la ciudad? En lo que concierne a los diferentes públicos, desde la galería se realizó un importante trabajo de vinculación con la comunidad de los alrededores, así como con los trabajadores de la fábrica y sus familias. Para otros públicos interesados, ofrecían transportación hacia la galería. Cada visita, que consideraba hacer valer los desplazamientos, contemplaba un tiempo adecuado para visitar las exposiciones, además de charlas o actividades. Se trataba de una disposición corporal y temporal para una experiencia significativa. Ante la centralización de las instituciones artísticas y sus públicos, significaba una experiencia bastante particular: incluso los olores en estas visitas están en la memoria de nuestros cuerpos.
Por otra parte, las actividades de los relevantes programas públicos no sólo ocurrían en la galería en Ecatepec, sino en una red de espacios en museos y centros culturales aliados que abrían sus puertas, en reciprocidad, al apoyo de Jumex. En estos espacios se cautivaba a nuevos públicos: ya fuera mediante actividades con especialistas como parte de los programas públicos de las exposiciones; o por medio de talleres impartidos por curadores y artistas que retribuyeron de esa manera los apoyos a sus estudios que recibían de la fundación. En múltiples conversaciones con colegas, he escuchado historias de quienes se conocieron en estos espacios; incluso hay quienes viajaban para participar en ellos. Sistemáticamente, se trató de una labor de construcción de redes con una comunidad artística en crecimiento.
El Museo Jumex no podría entenderse sin los 12 años de actividades previas, en las que se tejió, poco a poco, una base de interlocutores y cómplices que sigue activa de distintas maneras y en distintas escalas. Desde esa conciencia es que podrían entenderse las inquietudes surgidas naturalmente con el proceso de mudar una institución. Como todos los procesos que implican poner algo en público, viene aparejada la responsabilidad con las comunidades a las que se interpela.
Con eso en mente, y ante el traslado de las actividades y la multiplicación de los posibles públicos, durante el año previo a la apertura del museo Samuel Morales, quien era jefe de educación y comunicación en la Fundación Jumex, conformó un grupo de voluntarios para ser educadores en el museo. El proceso formativo tenía una perspectiva pedagógica crítica y contemplaba que las personas participantes, que además interactuamos con los equipos homónimos de otras instituciones, fuéramos capaces de desarrollar seminarios, talleres y la posibilidad de articular proyectos con distintas comunidades para vincularlas con el museo. Como participante de ese proceso que transformó mi vida profesional, pues fue también una escuela de gestión y conceptualización de proyectos, considero que el objetivo era llevar a un siguiente nivel la labor que una década antes había venido desarrollándose. Durante esta década, no he dejado nunca de pensar una frase de Samuel Morales que orientaba el sentido de su labor: “construir un espacio público, por más privado que pueda ser”.
Esa responsabilidad estaba activa y se mantenía en la relocalización de una galería dentro de una fábrica hacia un nuevo edificio, un museo, en medio de un nodo comercial, corporativo y de vivienda exclusiva en una zona ahora posindustrial. Con un edificio espectacular, la primera obra del británico David Chipperfield en Latinoamérica, se situó frente al también espectacular Museo Soumaya, y junto a dos plazas comerciales. Se trataba de un museo en medio de un escenario corporativo, pero un museo con una plaza pública.
“¿Entonces no hay jugos?”, preguntaban las primeras personas que encontraban a su paso por este nuevo espacio. De tanto repetirse, dicha pregunta hoy puede encontrarse en forma de pin, como un souvenir en la tienda del museo. Y como esa, ha habido otras bastante generales (“¿aquí también es plaza?”, “¿puedo entrar en lo que espero mi entrada al acuario?”), pero también muchas otras sobre la naturaleza del arte, sobre detalles de las obras que ahí se exhiben y lo que una institución de esta naturaleza puede lograr al desarrollarse, de manera conjunta, con este nuevo entorno de la ciudad que visitan miles de personas cada día.
Durante estos años, a la vida del Museo Jumex se le han hecho múltiples cuestionamientos. Algunos, bastante comprensibles de la comunidad artística, sobre la continuidad del vínculo de la institución con distintas comunidades (como la de Ecatepec); otras, sobre la espectacularidad de algunos proyectos; las más, que aunque lo parezca no son para el museo sino para las personas que lo visitan, desde una mirada condescendiente que invalida a los visitantes por hacerse fotos en las salas: como si por ello no accedieran en distintos niveles a experiencias significativas con el arte, como si el espectáculo estuviera sólo en las instituciones privadas del arte.
Yo cuestiono lo anterior. Invitaría a sopesar ésta como la segunda fase de un largo proyecto. No podría pensar de manera separada el museo de la consolidación de las becas de estudios y los patrocinios que han sido fundamentales para construir otros proyectos por todo el país. No se puede leer separado. Esta década del Jumex ha sido también una de ajustes sobre la primera vocación del Museo y la fundación, de la que el edificio es una instancia. En ese sentido, desde una mirada integral es que podrían formularse preguntas sobre los pendientes, sobre lo que podría fortalecerse, y lo que se podría recordar o cambiar. Por mencionar una, la cuestión sobre el destino de los puentes entre la galería de Ecatepec y el museo, que hace una década se comenzaron a construir para no abandonar la primera, pero quedaron pendientes.
Un reto importante de las instituciones y, de manera especial, de las privadas, tiene que ver con la consolidación. Además de la garantía de los recursos, está el reto de asumir y sostener en el tiempo la responsabilidad respecto de los espacios públicos que se han abierto. De seguir respondiendo a, y dialogando con, las comunidades a las que se ha interpelado. No sólo hay que abrir, sino mantener y cuidar, un espacio público, por más privado que pueda ser.
Este fin de semana, después de un tiempo sin visitar el museo, volví para ver la exposición del aniversario: Todo se vuelve más ligero, curada por Lisa Phillips, directora del New Museum of Contemporary Art de Nueva York. Con obras de más de 65 artistas nacionales e internacionales, le exposición es en cierto sentido un compilado de grandes hits del Jumex: obras de artistas que han tenido notables exposiciones individuales en esta década o piezas que conocimos en exposiciones anteriores de la colección en Ecatepec: Fischli & Weiss, Cy Twombly, Roni Horn, Ana Mendieta, Ugo Rondinone, Teresa Margolles, Jenny Holzer u Olafur Eliasson.
Cada par de minutos, los dos focos de Dynamo Seccession (1997), obra de Maurizio Cattelan, se encienden con la energía física de las personas que pedalean las dos bicicletas que integran la obra, como hace diez años ocurría en una de las exposiciones inaugurales. Repletas de gente, en las salas se escuchan múltiples conversaciones simultáneas. Cada interacción de un visitante nuevo con un mediador del museo, cada descubrimiento de un espectador con una obra, con un texto, cada charla de dos que se preguntan por algo que tienen delante (una obra de arte, una situación de la vida), son un chispazo similar al de los focos de Cattelan. Esperemos muchos años más de espacio público para esos chispazos.
La exposición Colección JUMEX: todo se vuelve más ligero se exhibirá desde el 18 de noviembre de 2023 hasta el 11 de febrero de 2024.