Carme Pinós. Escenarios para la vida
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14 septiembre, 2016
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
¿Cuántas horas pasamos mirando nuestro teléfono, cambiando nuestros estados o compartiendo más y más información? Según un estudio de GlobalWebIndex, publicado en el diario Forbes, la media de horas semanas que una persona ocupa actualizando sus redes sociales es de casi 2 horas al día. Puede no parecer mucho, pero supone más de un 8% de nuestro tiempo; y los números no han hecho más que crecer en los últimos años, en especial con el desarrollo de las apps que permiten trabajar desde nuestro teléfono celular. Un dispositivo que, siendo cada vez más ligero y soportando mayor capacidad y calidad en el registro y transmisión de datos, ha acabado por convertirse en una prótesis inseparable de nuestro cuerpo: conectarnos es lo último que hacemos antes de dormir y lo primero que haremos al despertarnos. Con los nuevos dispositivos por venir —iPhone lanzó su versión número 7 la semana pasada— es bastante probable que, de aquí a pocos años, los tiempos que pasemos conectados se incrementen.
Ese tiempo es aprovechado por los distintos gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Twitter o Instagram —propiedad de la empresa de Mark Zuckerberg— para registrar nuestras conductas, ubicaciones y patrones de comportamiento en ingentes cantidades de datos —el llamado Big Data— que pueden ser usados desde la publicidad a la vigilancia masiva —tal y como advirtió Edward Snowden al desvelar la vigilancia de Estados Unidos en el mundo. Al tiempo, afectan y definen cómo imaginamos, esto es, la manera en la que creamos imágenes del mundo. Los filtros, píxeles o la forma en la que se dispone la información en nuestras pantallas crean formas de relación y lectura que acaban por naturalizarse, afectando a nuestras subjetividades; la existencia de algoritmos en muchos de estos programas capaces de registrar —desde el mencionado Big Data— nuestros gustos —likes, favoritos, número de visitas a un determinado contenido, etc.— para mostrar, insinuar y dirigir nuestra atención a determinados productos. Curiosamente, y al mismo tiempo, gran parte de los causantes de esta situación somos nosotros mismos. ¿Por qué en aplicaciones como Instagram las fotografías de comida con composiciones cuidadas, colores contrastados y una iluminación fría de tonos blancos parecen estar más presentes que otras? Él valor actual se mide por el número de likes que somos capaces de conseguir; en la búsqueda de replicar aquellas fórmulas que mejor funcionan. El resultado: acabamos por crear imágenes que terminan por parecerse mucho las unas a las otras.
Conscientes del éxito de estos medios, incluso importantes espacios culturales y museos han terminado por acercarse a estas mismas estrategias, generando eventos, exposiciones o instalaciones que atraigan miradas, generen selfies y supongan un incremento importante en el número de visitantes a sus espacios. Ejemplos hay varios, desde la aplastante notoriedad que alcanzó la exposición de Yayoi Kusama en el Museo Tamayo —que ha tenido réplicas y copias en otras muestras realizadas posteriormente a la ciudad de México— hasta las estrategias arquitectónicas del Serpentine Pavillion —del uso de atractivos colores cambiantes en el caso de Selgas Cano en 2015 a la multiplicación de propuestas de 2016—; casos que muestran la necesidad de generar y obtener un flujo constante de imágenes nuevas para ser consumidas por aquellos que los —nos— ven.
Del mismo modo, la arquitectura —su producción— tampoco escapa a este fenómeno. Como apunta Luis Juan Liñán en su texto Copyright en el rastro. De la protección del dibujo a la globalización de la imagen las webs que difunden arquitectura hoy están fundamentalmente condicionadas por la hiperproducción de imágenes: “las reproducciones pictóricas, ya sean fotográficas o infográficas, se convierten en la principal herramienta de explicación y venta del proyecto arquitectónico. (…) En la mayoría de los casos estudiados, la alta calidad de las fotografías publicadas contrasta con la timidez y la falta de detalle de los dibujos”. Al mismo tiempo, la velocidad de actualización de estas plataformas problematiza los tiempos de atención y la capacidad de persuasión sobre sus lectores; las imágenes deben volverse más espectaculares para atraer a un espectador que ve pasar cantidades ingentes de información en cada segundo. Consecuencia de esto es que las imágenes que mejor funcionan acaban, al igual que en el caso anterior, por parecerse entre sí, ofreciendo soluciones formales ya probadas: “el ecosistema informacional contemporáneo está repleto de instantáneas de edificios que presentan soluciones formales semejantes, e incluso idénticas, independientemente del lugar de su construcción, de su tamaño o de su función”.
Una descripción que ya había atendido Beatriz Colomina en Publicidad y Privacidad en la arquitectura, determinando que, ya desde principios del siglo pasado, el campo de producción de la arquitectura moderna está más presente en los medios de comunicación de masas que en los materiales que la componen. Así, apunta el caso de Adolf Loos y sus desacuerdos con Josef Hoffmann al que acusaba de hacer una arquitectura no para habitarse sino para que se viera bien en las fotografías, poniendo especial detalle en la forma en la que sus líneas, sus espacios o sus iluminaciones se veían en el medio fotográfico. Años más tarde, los propios Le Corbusier o Mies van der Rohe, usarán también a las revistas de arquitectura para ilustrar, mostrar y difundir sus ideas incluso antes de llevarlas a cabo, acabando por atraer a sus contemporáneos en la utilización de esos lenguajes.
Las consecuencias de esta forma de producción están también fuera de la disciplina, afectando a personas que no son arquitectos ni diseñadores pero que decoran sus propios espacios interiores. Una actitud que ya viene de tiempo atrás. Si hace unos años las revistas de moda y de sociedad —de Quién a ¡Hola!— o las series y telenovelas televisivas mostraban los interiores de ricos, jóvenes y famosos como una aspiración para muchos de nosotros, determinando, aunque fuera inconscientemente, gustos y formas de habitar, hoy, una vez más, son las plataformas por internet las que determinan cómo se produce arquitectura. Por ejemplo, la plataforma de mercado inmobiliario AIRBNB no sólo posibilita la renta de espacios entre particulares para conseguir un dinero extra, sino que ha acabado —quizás sin pretenderlo— por limitar el diseño de muchos de nuestros espacios. El notable reconocimiento de ciertos acabados, texturas y materiales de algunas de las casas que se ofrecen frente al de otras ha derivado en que muchos usuarios, a fin de conseguir un producto más atractivo, expongan y transformen de forma similar sus viviendas. Así aquellas que mejor valoración obtienen son en consecuencia extremadamente parecidas entre sí, independientemente de la ciudad en la que se encuentren. Al menos así lo atestigua la investigación PANDA, realizada por OMA en colaboración con Bengler y presentada estos días en la Trienal de Arquitectura de Oslo 2016, y en la que se analiza e investiga la influencia y el impacto social y político que tienen es tipo de plataformas digitales sobre nuestro territorio.
Si a principios del siglo XXI Internet parecía ser una de las claves de la llamada economía compartida, posibilitando redes alternativas de intercambio de bienes y de conocimiento, hoy la realidad aparece amoldada al interés de unas pocas empresas que determinan nuestros gustos y formas de relacionarnos. Como afirma el colectivo artístico åyr, hoy nuestras “casas se alquilan en AIRBNB, cada propietario de un coche es un potencial conductor de Uber y nuestros cuerpos están adaptados (o no) para el capital digital a través de economías de seguimiento médico e imagen en tiempo real”, destruyendo todos los patrones establecidos en torno a la privacidad de nuestra vida y, en particular, en la forma en la que entendemos y aprendemos arquitectura.
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