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Columnas

Sobre el Museo del Metro

Sobre el Museo del Metro

22 agosto, 2017
por José Ignacio Lanzagorta García | Twitter: jicito

Tenemos un museo del Metro. Tampoco es para armar mucho revuelo. En esta ciudad hacemos museo de casi cualquier cosa. “La segunda ciudad con más museos en el mundo”, repetimos como si la categoría —y la posición— fueran un motivo de orgullo especial. Y puede ser que sí, es solo que a veces no queda claro si es que más bien no conocemos otra forma de relacionarnos con los objetos, relatos, personajes y símbolos que consideramos importantes. O si el “museo” como institución se nos ha vuelto algo mucho más flexible. Creo que no. Como sea, tenemos un museo dedicado al Metro y eso tampoco es cualquier cosa.

Si la entrada al museo no fuera a través de unos torniquetes como los de acceso a cualquier estación, ese proyecto sería por lo menos anacrónico. Además de la contemplación de los objetos en vitrinas, el museo contemporáneo debe ofrecer una “experiencia”, es decir, algún tipo de fantasía que en la jerga les encanta calificar de “lúdica”. Este museo nos ofrece la ilusión de estar ingresando a una estación especial, única, distinta y a la vez familiar. El 9 ¾ de nuestro King`s Cross pero en la estación Mixcoac de la Línea 12. Alguna simulación de los corredores de una estación se entiende en los pasillos del pequeño recinto. De pronto aparecen las ventanillas de una taquilla: es la tienda del museo. Tazas, libretas, etiquetas, playeras y hasta ropa interior con estampados de la red y logos del metro. Es un museo, pues, de los de hoy, de los de ahora.

Fotografías y planos antiguos. Una colección de los diferentes diseños de los boletos que se han emitido desde la apertura de la línea 1 en 1969. Un espacio dedicado a la iconografía y tipografía tan distinguida del metro. Otro dedicado a una pequeña colección de pinturas a cargo de artistas del siglo XX mexicano que ha ido adquiriendo la empresa en estos casi 50 años. También muestran objetos de al menos cinco siglos distintos que han aparecido en las obras a lo largo del Valle de México. Finalmente, hay un espacio dedicado a rememorar la exposición “Imagen México” con que, en ese ambiente desarrollista, autoritario y de proyección internacional, se inauguró el Sistema de Transporte Colectivo.

En suma, el museo tiene un objetivo: servirse de lo entrañable del Metro dentro del imaginario de la Ciudad de México y traerlo al presente como objeto de nostalgia. La primera lámina de texto nos recibe con citas de crónicas, novelas y otros textos de Vicente Leñero, Juan Villoro, José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis y otros que lo mencionan como microcosmos, como metonimia, como ventana del flaneur, como… ay, en fin, como algo más que una infraestructura de transporte. Supongo que en ningún futuro le estaremos haciendo museos a los segundos pisos, supervías y pasos exprés a menos que sean como memoriales de la infamia. El Metro nos es otra cosa más valiosa, una que requiere la reflexión que produce colocarla en los altares civiles de los museos.

La potencia que tiene hoy esa nostalgia que activa el Museo del Metro debiera tener un valor pedagógico fundamental en la ciudad que hoy somos y la que queremos ser. El Metro de la Ciudad de México se construyó como entrañable desde su nacimiento. En él convergían los discursos y representaciones de una sociedad que conseguía costearse grandes obras de infraestructura que sirvieran para las mayorías. En el Metro la proxemia iguala a sus usuarios, el subsidiado costo del pasaje socializa el acceso. La arquitectura de sus estaciones, el diseño de su imaginería, la producción artística y la reflexión escrita sobre su presencia en la ciudad debía tenerlo todo: vanguardismo, tradición, nacionalismo, cosmopolitismo. Una aleación que suena por lo menos indigesta y que era imposible bajo la larga regencia de Ernesto Uruchurtu. Se necesitaba el fuego vivo de los años 60 y 70: un Estado mexicano más engrandecido, una vanidad renovada ante las miradas internacionales, un nuevo movimiento de los populismos, las descolonizaciones y del acomodo en eso que llamamos Tercer Mundo.  El Metro se presenta al mundo, a la ciudad, al propio régimen vapuleado por la represión y guerra sucia que estaba librando, como un logro, como un “hacerlo bien”.

Y sin embargo, en el ánimo de nostalgia resulta complicado seguir desenterrando algo de ese orgullo desarrollista. A pesar de seguir transportando a millones de personas diariamente, el Metro se articula mejor hoy a los pasados-que-siempre-fueron-mejores que al presente y a los futuros. No está claro que el Estado que fue capaz de brindarnos estas infraestructuras que inspiran y perduran, sea capaz, siquiera, de sostenerlas hoy en día. Cualquier usuario frecuente del servicio en las últimas décadas podría asegurar un notable deterioro en los últimos cinco o más años. El extraordinario subsidio que ha caracterizado al metro capitalino se tambalea. Las élites dicen exigir un mejor transporte público para dejar de usar sus automóviles pero se niegan a pagar los impuestos necesarios para ello. La administración capitalina se los concede eliminando la tenencia. El plan maestro del Metro lleva décadas de atraso. Si el Estado de Bienestar construía Metro, al actual apenas le alcanza para Metrobús.

El Museo del Metro podrá ser un museo más de la ciudad, pero tal vez valga la pena llevarse algo más que la taza conmemorativa. Al menos yo me llevo la necesidad de volver a imaginar -y luchar por- una sociedad capaz de costearse grandes proyectos para el bien y acceso de sus mayorías, infraestructuras que nos inspiren a mirarnos a nosotros mismos y a nuestro tiempo.

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