Gobierno situado: habitar
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8 agosto, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En su libro Vers une architecture de la jouissance —Hacia una arquitectura del goce, título que hace obvia referencia al de Le Corbusier y que le lleva varias líneas al traductor al inglés explicar en un trayecto que va de la etimología a Lacan—, Henri Lefebvre dice que no entiende la arquitectura ni como “el prestigioso arte de erigir monumentos” ni como “la contribución indispensable a la actividad de la construcción.” Lo primero, explica, hace del arquitecto un demiurgo —el pequeño gran creador de formas—, mientras lo segundo lo pone al servicio del constructor o del inversionista. “Lo que propongo entender por «arquitectura» —dice Lefebvre— es la producción de espacio en un nivel específico, que va del mobiliario a los jardines y los parques extendiéndose incluso a los paisajes. Excluyo, sin embargo —agrega— la planeación urbana y lo que generalmente se entiende como «planeación del uso del suelo.»”
Para Lefebvre, autor también, entre muchísimos otros textos, de La producción del espacio, era importante remarcar la especificidad del tipo de espacio que produce la arquitectura distinguiéndolo con precisión de uno mucho más complejo, el urbano —otro título de Lefevre es, precisamente, La revolución urbana. No se trata solamente de que el espacio urbano sea producido por el juego de muchos actores —un producto social, digamos—, porque la arquitectura también lo es, sino del nivel específico en el que la arquitectura puede actuar concretamente. En su introducción al libro de Lefebvre, Lukasz Stanek explica que para Lefebvre esa distinción tiene que ver con que la imaginación arquitectural es negativa, política y materialista. “Negativa porque apunta a una «utopía concreta» que estratégicamente contradice —niega— las premisas de la vida cotidiana;” política, porque habitar se vuelve entonces una batalla política y materialista, tanto en el sentido del materialismo histórico marxista como desde una materialidad que implica al cuerpo y sus ritmos.
Eugène Hénard fue un arquitecto francés, nacido en 1849, que dedicó la mayor parte de su actividad profesional a ese espacio que, para Lefebvre, no era el específico de la arquitectura: el de lo urbano y su planeación. Trabajando en la oficina de Obras Públicas de París, propuso parques y plazas; su interés principal era mejorar el tráfico, en aquellos tiempos en que en la gran metrópoli moderna la circulación de los autos empezaba a ser un problema —incomparablemente menor al de nuestros días. Hénard inventó las glorietas, algo innovador sin duda en su momento pero que hoy vemos como una forma de privilegiar el flujo continuo de autos sin pensar en el de las personas a pie. En octubre de 1910, en una conferencia sobre planeación urbana organizada en Londres por el Royal Institute of British Architects, Hénard presentó su idea para la ciudad del futuro. “Mi propósito, dijo, es investigar la influencia que el progreso de la ciencia moderna y la industria puede ejercer sobre la planeación, especialmente de las ciudades del futuro.” Entre otras ilustraciones, mostró dos secciones de calles. En una, de un lado, una casa antigua exhibía todos los inconvenientes de la vida premoderna. La calle ya era actual, de 1910, igual que la casa de la acera de enfrente, y el progreso era evidente: banquetas para los peatones, rieles para el tranvía, trincheras para cableado, alumbrado eléctrico y drenaje subterráneo conectado a los sótanos del edificio actual. Sin embargo, ese avance no era suficiente. Las casas se modernizaban a una velocidad superior a las calles que Hénard se propuso mejorar. Si con las glorietas había actuado en el plano del suelo, ahora su propuesta intervenía la sección. Su calle del futuro multiplica niveles: bajo el suelo hay varios ductos e incluso un túnel para transporte de carga pesada, cubierto por otro nivel también de servicios y todo bajo una calle donde corre un tranvía. En la sección de la calle del futuro, como muchos arquitectos desde entonces, Hénard olvidó dibujar personas. Hénard claramente plantea que, en las ciudades, “todo mal surge de la idea tradicional de que el fondo de los caminos debe estar a nivel del suelo en su condición original,” y aunque describe la calle en su nivel superior como un puente, su dibujo realmente es ambiguo, pues de un lado la tierra llega al mismo nivel que la calle flotante y del otro una serie de plataformas se elevan todavía un nivel más. Sin embargo, algo sí parece evidente en su sección: el primer piso habitable de los edificios al lado de la calle-puente es el que está al mismo nivel, no más abajo —ni más arriba, como soñará después Le Corbusier.
En el número de primavera de 1958 del Journal of Architectural Education, Paul Rudolph publicó un texto titulado Para enriquecer nuestra arquitectura. Rudolph nació el 23 de octubre de 1918 en Elton, Kentucky. Estudió en el Instituto Politécnico de Alabama y luego en Harvard, cuando Gropius dirigía la escuela de arquitectura. Fue uno de los arquitectos de la posguerra más reconocidos, aunque varios de sus edificios han sido demolidos, desgraciadamente, tras su muerte, el 8 de agosto de 1997. En el texto de 1958, Rudolph plantea también el problema de la circulación de autos y su relación con el suelo: “el edificio en relación con el terreno, nuestras ciudades en relación con el terreno, han cambiado enormemente por el automóvil. Aun no enfrentamos el hecho de que, dentro de veinte años, probablemente habrá cien millones de autos en este país.” Rudolph, como la gran mayoría en 1958, no veía en el automóvil y sus efectos una amenaza, al contrario. Decía que los autos “pueden entenderse como una forma de prenda exterior con la que a veces nos vestimos” y, agregaba que había que pensar un tipo de closet especial para ese vestido. “Esos closets serán algún día una de las formas arquitectónicas más excitantes del paisaje de nuestras ciudades, de igual grandeza que los puentes.” Y así lo creía realmente.
En 1967, la Fundación Ford le encargó estudiar el proyecto del Lower Manhattan Expressway, la conexión entre el túnel Holland y el lado este de Manhattan concebida originalmente por Robert Mosses en 1941. Entre 1967 y 1972, Rudolph produjo una serie de extraordinarios dibujos presentando su visión de ese monumento al tránsito ininterrumpido de automóviles. Las torres de vivienda y los edificios de estacionamiento acompañan el trazo de la autopista convirtiéndola en una monumental autoconstrucción.
El proyecto de Rudolph, que de manera curiosa y a pesar de su enorme tamaño, intentaba ser menos agresivo en el modo de insertarse en la ciudad que las propuestas de Mosses, merece un estudio detallado. Me interesa aquí más bien su visión. En un texto publicado en la revista Perspecta en 1961, Rudolph escribió:
El arquitecto debe tener prejuicios fuertes. Si su obra ha de resonar con convicción, debe estar totalmente dedicado a su particular manera de ver el universo. Sólo unos cuantos se encuentran a sí mismos en ese camino.
Y en el texto de 1958, afirmó:
Si debemos enriquecer nuestra arquitectura será mediante un mejor entendimiento de nuestro concepto de espacio; su relación y efecto sobre la gente y las fuerzas que nos dominan y acosan. No será enriquecida por el ingeniero, a menos que sepamos como utilizar sus osadas hazañas. No será enriquecido por la investigación de los sociólogos aplicada en hectáreas de tierra de manera seudocientífica. No será enriquecida por pintor y escultores.
La particular manera de ver el universo del arquitecto es, para Rudolph, lo único que puede enriquecer ese mismo universo. Él manda, él controla las posibles aportaciones del ingeniero, el sociólogo o el artista. Precisamente por esa manera de ver es que Lefebvre dejaba lo urbano fuera del campo de la arquitectura y, sobre todo, de las ambiciones del arquitecto, pronto a erigirse en su único señor. Si el poder de la arquitectura son las utopías concretas, que trastocan —con suerte, de la mejor manera— la vida cotidiana, el arquitecto, absorto en su particular manera de ver el universo, a veces busca otro poder, uno que produce utopías abstractas que, como muchos otros sueños de la razón, pueden llegar a generar monstruos si permitimos que escapen de los dibujos —bellísimos o no tanto— desde donde no dejan de asustarnos.
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