Habla ciudad: Santiago
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10 junio, 2014
por Rodrigo Díaz | Twitter: pedestre
Antiguamente, cuando sólo participaban 16 equipos, un país requería de cuatro estadios para realizar una Copa Mundial de Fútbol. En teoría, el mismo número de estadios sería suficiente para albergar un Mundial contemporáneo que cuenta con el doble de participantes, pero con un calendario que fija no más de cuatro encuentros en un mismo día. Al menos en lo que respecta a los recintos deportivos, el problema suena sencillo; sin embargo, los crecientes requerimientos de la FIFA y la megalomanía, falta de planeación y sentido común de los organizadores se encargan de complicarlo.
Valga el ejemplo de los argentinos, que sólo ocuparon cuatro estadios en 1978, y 36 años después todavía no saben muy bien qué hacer con el elefante blanco de Mar del Plata, que ve acción tarde, mal y nunca ante la falta de un equipo en la ciudad que juegue en la división de honor del fútbol albiceleste. En Sudáfrica, un país sin tradición futbolística y con inmensas cifras de pobreza, botaron dinero a raudales en la construcción de al menos tres estadios de lujo que hoy rara vez abren sus puertas. El Stade de France en Saint-Denis, que con un costo de construcción de 400 millones de dólares supuso la mayor inversión en infraestructura de la Copa del 98 en Francia, hoy es más ocupado en espectáculos artísticos que en eventos deportivos, los que no alcanzan a cubrir sus altos costos de mantenimiento (el Paris Saint Germain sigue jugando en el tradicional Parque de los Príncipes, que no se ocupó en la Copa).
Es cierto que en España se jugó en 14 ciudades y 17 estadios, pero todos ellos estaban ya construidos al momento de disputarse la Copa del 82. Si hasta se utilizó el viejo templo de Sarriá, un estadio de barrio que en sus pastos vio caer a la espectacular selección brasilera de Telé Santana en manos de la triste, especuladora, pero eficiente Italia de Rossi, Zoff, Conti y compañía. Cuatro años más tarde México organizó un Mundial más que decente (probablemente el último en que se vio buen fútbol) construyendo un solo estadio, el Corregidora de Querétaro, y reciclando once, política que repitió Italia el año 90, cuando sólo se levantó un recinto nuevo, el San Nicola de Bari, obra de Renzo Piano y que todavía sigue siendo usado por el mediocre equipo de la ciudad.
En el fútbol–negocio de hoy el teatro es más importante que los artistas, y a la hora de ganar un Mundial los países organizadores no dudan en comprometer cifras descomunales para la construcción de infraestructura espectacular, totalmente desmesurada para la realización de sólo 64 partidos. En el Mundial del siglo XXI lo importante no es el campo de juego, sino la imagen de país que éste transmite hacia el exterior. Que no se note pobreza en un país rico en ella, que en la fiesta mundialista no hay espacio para la austeridad. Brasil quiere demostrar al mundo por qué es la primera letra de los países BRIC, y por ello se embarcaron en una aventura de 11.3 mil millones de dólares para la ejecución de infraestructura, de los cuales un tercio se ha destinado a la remodelación de siete estadios y la construcción de cinco nuevos (en un país donde sobran lugares para jugar al fútbol). La historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa: los estadios fantasma de Sudáfrica agarran sus vuvuzelas y se instalan en Brasil. De las doce ciudades sede, cinco no cuentan con equipos en la primera división local. Nadie sabe muy bien qué se hará con la Arena Pantanal de Cuiabá, un coloso de 265 millones de dólares, una vez que se dé el silbatazo final en el último de los cuatro partidos a disputar allí. Sus 43 mil butacas difícilmente podrán ser llenadas por los torcedores del Mixto y el Operário, clubes locales que deambulan sin pena ni gloria en las divisiones inferiores del fútbol local. Más escandaloso aún es el caso del flamante Estadio Nacional de Brasilia, que costó más de 700 millones de dólares (el doble del presupuesto original), y que una vez concluido el torneo necesitará de una inversión extra de unos 130 millones para terminar obras exteriores. Esto en una ciudad que ya cuenta con dos estadios que difícilmente son llenados por el Brasiliense y el Bezerrao, discretos equipos locales que ni en el más delirante de los sueños han llevado a un partido las 72 mil personas que caben en la nueva construcción.
Por supuesto que no todo es despilfarro. Gran parte de la millonaria inversión quedará en infraestructura tremendamente necesaria, como los nuevos corredores de transporte masivo, inspirados en la premisa básica del plan de transporte de Brasil 2014: al estadio nadie llega en automóvil. El estándar de algunas de estas obras, como los recientemente inaugurados corredores de BRT de Belo Horizonte y Río, es de alto nivel, aprovechando la oportunidad de la construcción de infraestructura para la completa regeneración de la calle, mejorando el espacio público, la conectividad con otros medios, y la accesibilidad a pie y en bicicleta. La multimillonaria inversión en telecomunicaciones, que llena un vacío de décadas, también quedará para beneficio de todo un país.
Sin embargo, existe la razonable sensación de que los avances que las ciudades sede experimentarán no alcanzarán a tapar a los elefantes blancos que el Mundial con toda seguridad dejará. Los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona demostraron que un gran evento deportivo puede ser aprovechado para regenerar vastas zonas de la ciudad. Un Mundial es distinto, pero la premisa de la oportunidad urbana detrás de él se mantiene. Todo parece indicar que en gran medida Brasil dejó pasar esta oportunidad. Los estadios con suerte estarán terminados para disputar partidos en ellos, pero gran parte de las obras en las afueras, que son las que goza toda la ciudadanía, tendrán que esperar una eternidad para que se lleven a cabo.
Los brasileros desarrollaron el mejor fútbol del mundo en estadios que básicamente son obras negras habitables: una mole de concreto con bancas de madera y un rectángulo de pasto comepiernas al medio. Todo esto se olvidó el 2014. En un Mundial diseñado por empresarios, políticos y publicistas, el fútbol es lo de menos.
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