Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
5 junio, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“En la edición de 1980 de la Bienal de Venecia se admitió a los arquitectos, los cuales siguieron de esta manera a los pintores y a los cineastas. La nota que sonó en aquella primera bienal de arquitectura fue de decepción y podríamos describirla diciendo que quienes exhibieron sus trabajos en Venecia formaban una vanguardia de frentes invertidos. Quiero decir que sacrificaban la tradición de la modernidad a fin de hacer sitio a un nuevo historicismo.” Éste es el primer párrafo del texto en que el filósofo Jürgen Habermas criticaba con dureza la primera Bienal de Venecia, titulado La modernidad, un proyecto inconcluso. Antes de eso, entre 1975 y 1979, Vittorio Gregotti, Ettore Sottsass y Aldo Rossi habían dirigido exhibiciones de arquitectura que eran parte de la Bienal de Venecia —cuya primera edición tuvo lugar en 1895—. Separada de la bienal de arte y de las muestras de cine o teatro, la primera bienal de arquitectura, dirigida por Paolo Portoghesi, tuvo por título La presencia del pasado. La exhibición central fue la Strada Novissima, la novísima calle que ocupaba, por primera vez, el espacio de la cordelería del arsenal veneciano con una escenografía compuesta por veinte fachadas diseñadas por otros tantos arquitectos, algunos emergentes, entre los que estaban Frank Gehry, Arata Isozaki, Aldo Rossi, Robert Venturi y Denise Scott Brown, Christian de Portzamparc, Ricardo Bofill, Léon Krier y Rem Koolhaas, entonces de 36 años y cuyo Delirious New York venía de publicarse apenas dos años atrás.
Para algunos la exhibición era una apología del posmodernismo, eso que, suponían entonces, había por fin destronado al imperio del modernismo arquitectónico: el estilo internacional tan atento a la función como indiferente a la historia y a las tradiciones locales, al menos en teoría. En el número de octubre de 1980 de la revista Domus, se incluían varios textos sobre la exhibición, abriendo con uno de Charles Jencks, el ideólogo oficial del posmodernismo arquitectónico. Jencks escribió que había “muchos malentendidos en relación al posmodernismo, sin duda ocasionados por el éxito del término y los diversos, de hecho erráticos, modos de usarlo”. Esa ambigüedad, continuaba Jencks, llevaba a los modernistas y a los antimodernistas —y ya el uso del término antimodernista parecía abrir una diferencia con los posmodernistas— “a leer lo que quieran en esa etiqueta”. Jencks, quien jamás ocultó su obsesión clasificatoria, al configurar un interminable diagrama de estilos, tendencias y relaciones entre diversos arquitectos y su obra parecía aceptar que el término se trataba de una etiqueta, una que, desde entonces, muchos rechazaban. En una entrevista aparecida en ese mismo número, Kenneth Frampton afirmaba que el término posmodernismo era “ideológico y fue acuñado como un eslogan por Jencks y otros para tratar, de seguro, de reducir la cultura a mero consumismo”, mientras que Emilio Ambasz sentenciaba que la necesidad de etiquetas era de un farmacéutico a cargo de placebos.
Vincent Scully, más preciso en su análisis, entendía la Strada Novissima como una reacción polémica al imperio del automóvil en la modernidad y su destructivo efecto en la calle y el urbanismo vernáculos, así como una consecuencia obvia de las preocupaciones semiológicas que, con mayor fuerza desde los años 60, habían abrazado algunos arquitectos, preocupados por el supuesto mutismo de la arquitectura moderna —recordemos que ya desde 1943, Giedion, Sert y Léger, en su manifiesto Nueve puntos sobre la monumentalidad, hablaban de una relación entre el pasado y el futuro, y de la necesidad de una expresión de la colectividad en la arquitectura. Pero la más interesante lectura de Scully planteaba, de manera polémica, la modernidad del movimiento posmoderno. La exhibición de la primera bienal de arquitectura de Venecia —escribió Scully— era “claramente una de arquitectura moderna”, y explicaba que la abstracción, distorsión, primitivización y parodia que utilizaban los arquitectos invitados era inconcebible antes de la modernidad. Algo similar, aunque en sentido inverso, a lo que luego dirá Jean-François Lyotard —quien en 1979 había definido la posmodernidad filosófica como el fin de los meta-relatos— al decir que “una obra no puede convertirse en moderna si, en principio, no es ya posmoderna”. ¿Era esa vanguardia de frentes invertidos, como la calificó Habermas, realmente otra cara de la misma vanguardia, de ese mismo espíritu rebelde a las funciones normalizadoras de la tradición, como también define Habermas a la modernidad? ¿Una nueva fase de la tradición de la ruptura?
Portoghesi había dicho de la Strada que era una exhibición con arquitectura, no de arquitectura. Hoy, 34 años después, Koolhaas presenta su bienal como una de arquitectura, no de arquitectos. “Absorber la modernidad” es el tema que Koolhaas propone a todos los países participantes —cuyas diferencias y particularidades, sugiere y cuestiona, habrían sido ya, para siempre, borradas por la modernidad—. Al abrir el siglo entre 1914 —año en que Oswald Spengler publica el primer tomo de su Decadencia de Occidente e inicia la Primera Guerra, que postergará la publicación del segundo tomo— y 2014, Koolhaas cierra un ciclo: el abierto en 1980 por Paolo Portoghesi. Como Scully, acaso Koolhaas entienda lo que pasó en la primera bienal de arquitectura de Venecia, en la que participó, como otra cara —una de tantas— de la modernidad, a la que tal vez entienda no sólo como un proyecto inconcluso, al igual que Habermas, sino interminable. Habrá otras bienales, sin duda, pero la habilidad crítica y cínica de Koolhaas las ha reducido, desde hoy, a la condición nada despreciable de un epílogo.
**Texto publicado en Arquine No. 68 | Fundamentales
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