Gobierno situado: habitar
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24 agosto, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Puede ser una cuestión de escala, de cierta relación entre el tamaño de una ciudad y el número de sus habitantes, cuando en una metrópolis se da el tipo de interacción que Georg Simmel caracterizó hace más de un siglo como frías, impersonales y, por lo mismo, más libres que las que se puedan dar en una ciudad pequeña o en una aldea. Es ahí donde aparece también la posibilidad para que surjan otros espacios donde el orden cotidiano puede ser subvertido. Michel Foucault los calificó —en un texto breve titulado Los otros espacios y que originalmente leyó en 1967 ante un grupo de arquitectos— como heterotopías. Para Foucault, las heterotopías eran esos sitios que, a diferencia de las utopías, inexistentes refugios para una perfección ideal, se filtran y abren lugar entre el espacio ordenado, regulado y reticulado de la ciudad existente. Las heterotopías, dice, se distinguen y oponen absolutamente a otros lugares. El jardín, según Foucault, es el caso más antiguo de una heterotopía: un espacio absolutamente artificial que se hace pasar por un pedazo de naturaleza. Del jardín al cementerio y luego al museo, el teatro o el burdel, Foucault menciona otros ejemplos de heterotopías.
Los biógrafos de Foucault cuentan que su descubrimiento de los lugares destinados a la vida pública homosexual se dio cuando viajó a Estados Unidos, a principios de los años 70. Didier Eribon dice que ese país representó para Foucault el placer de trabajar, pero también el placer a secas. Ahí descubrió barrios gays, donde hay revistas, periódicos, bares y lo que algunas guías en México describían, pudorosamente, como lugares de encuentro: espacios para el ejercicio anónimo del sexo entre hombres. Entre bares, antros y saunas, Foucault descubrió un mundo que, primero, desde ciudades como San Francisco o Nueva York, se globalizó y luego, tras la crisis por el surgimiento del SIDA, cierta apertura y la aparición de la red, se transformó radicalmente.
¿Las homotopías —los lugares abiertos por la comunidad homosexual— son heterotopías? El prefijo para el sexo que no se atrevía a decir su nombre, homo, se usa también para las palabras que designan justamente lo opuesto a la diversidad que sirve de bandera a los movimientos de reivindicación homosexual. Lo homogéneo, que es lo contrario a lo diverso, sería por lo tanto lo propio de la heteronormatividad mientras que lo heterogéneo sería una característica buscada por los movimientos de liberación sexual, especialmente homosexual. La homogeneidad del género contrasta con la heterogeneidad de las prácticas en las que se involucran los cuerpos —“ese lugar al que estoy irremediablemente condenado,” escribió Foucault en otro texto titulado El cuerpo utópico. Esos cuerpos que, situados en tanto lugares de lo que somos, se desdibujan y redibujan como “grandes actores utópicos” cuando se enmascaran, se maquillan, se tatúan, se travisten o se transforman. Hay así lugares donde los cuerpos pueden prestarse a esos juegos; heterotopías para los cuerpos utópicos de homosexuales jugando a ser ellos mismos y otros, al mismo tiempo. El bar de travestis hiperfememinas o el de machos hipermasculinizados, el antro de música pop, cuyo gusto comparten las quinceañeras, o el de la más sofisticada música electrónica, el café, el restaurante a media luz o el cuarto oscuro, son variaciones de las heterotopías homotópicas.
En la ciudad de México, como supongo que en otras del país, hubo épocas en las que las homotopías se escondían en los huecos que dejaban vacíos otras heterotopías: en la zona escondida y oscura de un parque; en el destartalado cuarto de vapor de un viejo baño público; ocupando algún antro de mala muerte para darle un segundo o tercer aire antes de que fuera finalmente clausurado; en las últimas filas de un cine que permanecía abierto sólo por programar viejas pornos italianas, anteriores al video y al látex. A la larga, la mayor aceptación en ciudades como la de México, la apertura y los nuevos medios de comunicación, sobre todo las redes sociales, cambiaron la condición de esos lugares. ¿Para qué arriesgarse al intercambio de miradas en un baño público cuando una aplicación ofrece información detallada de cada participante? La clandestinidad dejó de ser necesaria, y por tanto, dejó de ser negocio. Como en décadas anteriores en otras ciudades, aparecieron los antros de vanguardia —del Nueve al Living pasando por el Box o la Planta Baja— al mismo tiempo que el hipercongal exótico —como el desaparecido Buterflies, en el centro, o el Spartacus, en Neza. El vapor hoy tiene toallas limpias con el logotipo bordado y en las calles de la clásica Zona Rosa, jóvenes de familias de clase media baja, caminan tomados de la mano y se besan en la calle. Las homotopías, pues, son cada vez menos clandestinas pero también menos heterotópicas, sometiéndose a veces a las mismas reglas que parecían no sólo contravenir sino poner en crisis. El reconocimiento de derechos es sin duda una victoria, pero una que quizá implique que ciertos lugares se desvanezcan bajo el cumplimiento de las mismas reglas cuya supresión temporal pero sobre todo espacial les dio de algún modo sentido.
Una primera versión de este texto se publicó en el número 2 de la revista Ensamble.
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