Gobierno situado: habitar
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28 mayo, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
«Nobody really knows what “freespace” means»
Shelly McNamara
«Nadie sabe realmente lo que “freespace” quiere decir.» Eso lo afirmó en una entrevista a la revista Metropolis Shelley McNamara, quien junto con Yvonne Farrell es la directora de la 16ª Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia, que abrió al publico el pasado 26 de mayo. Luego dijo que esa idea, freespace, se traduce bellamente en algunas lenguas. Ignoro si sea el caso en español, pues la palabra free tiene varios sentidos posibles. Tan sólo Google da como traducciones posibles libre, pero también gratuito, franco, disponible, suelto, desocupado, desatado, descarado, vacante, desvergonzado, exento, despejado, salvado y rescatado, entre otras. Así que podríamos interpretar el tema de esta bienal añadiendo cada una de esas palabras a espacio: espacio libre, espacio gratuito, espacio disponible, espacio vacante, espacio rescatado, etc. También se puede leer en la red que la etimología de free se relaciona con la noción de alguien querido —comparte raíz con friend—, alguien con quien no se tienen vínculos obligados sino que se establecen voluntariamente: los amigos se eligen. Retomando lo que dice McNamara en la entrevista, su “idea general es que cualquiera tiene el derecho de beneficiarse de la arquitectura, tenga que ver con propiedad o simplemente disfrutando la presencia de un muro o un arco.” La arquitectura sería ese espacio que, sin vínculos obligatorios, se nos entrega y ofrece generosamente, como un amigo.
Si hace cuatro años Rem Koolhaas propuso una bienal excesiva en ideas, que abarcaba un siglo entero y la compleja noción del surgimiento y acaso agotamiento de la modernidad arquitectónica en un periplo que desmenuzaba lo edificado en diversos catálogos de partes fundamentales y luego, hace dos, Aravena volvía la mirada a la materialidad y la factura, al oficio y, expresamente, a la belleza, como medios, según se proponía, de atender diversos frentes a los que la arquitectura, más allá de la propia disciplina, podía dar respuesta, hoy Farrell y McNamara, en su invitación abierta y libre, dirigen su atención al espacio —primera vez, por cierto, entre las 16 ediciones, en que esa palabra aparece oficialmente en el título de una bienal— y a la interpretación, libre, que cada arquitecto pudiera hacer de esa idea. McNamara y Farrell aclaran que ellas mismas han hecho esa interpretación pensando y trabajando “como arquitectas,” lo que nos podría hacer suponer que, en casos anteriores, la bienal se ha alejado de lo que constituye la disciplina —un reclamo que se dio con Koolhaas y, antes, con la bienal dirigida por Ricky Burdett en el 2010, por ejemplo.
A las irlandesas les interesó particularmente subrayar la atmósfera de la Cordelería, ese singular y larguísimo edificio del Arsenal veneciano, manteniendo libre el espacio —contrario, de nuevo, a lo que hizo Koolhaas al saturarlo con imágenes e información—, y liberando las ventanas, tapiadas por años, para permitir la iluminación natural, pues la luz, según afirman en su manifiesto sobre el freespace, es uno de los dones gratuitos de la naturaleza. Su estrategia fue, parece, redefinir el edificio que contiene a la muestra tanto o quizá aun más que definir con un guión preciso lo que ahí se exhibe. Pese a que para ellas “la arquitectura es una experiencia total, no sólo visual y no sólo intelectual,” en esta bienal parece que el acento se ha puesto en una experiencia lo más directa posible del espacio, sin dobleces ni complicaciones, alejándose de nuevo, como un péndulo, de la carga conceptual que caracteriza a otras bienales, más allá de la veneciana. Así, frente a visiones críticas del espacio como una experiencia universal y replicable, como el no-lugar que responde a condiciones locales con la misma delicadeza que los capitales globales tienen respecto a las necesidades específicas de cada región —es decir: prácticamente nula— o tras las reflexiones que se han dado sobre el espacio como un vacío sin cualidades, ya sea definido como vectorial —puro receptáculo de movimientos— o residual —mera basura producida por el desarrollo urbano e inmobiliario globales—, la idea que McNamara y Farrell comparten con sus invitados tiene mucho de optimista y quizá más de romántica. Por eso, mientras a unos metros del Arsenal, inmigrantes del norte de África piden algunas monedas resguardados bajo el quicio de una puerta y torniquetes recién instalados quieren controlar el incontenible flujo de turistas que desgastan las estrechas callejuelas venecianas —dos ejemplos distintos y opuestos, tal vez, de lo que la libertad de movimiento y de ocupación del espacio significan hoy en las ciudades—, al interior de la más celebrada exhibición de arquitectura en el mundo, reconocidos arquitectos, sus admiradores y sus críticos, se reúnen para celebrar eso que aún se concibe como una capacidad o, incluso, un poder de la arquitectura: ser generosa al abrir y ofrecer espacio. Algo tan lleno de confianza disciplinar como de contradicciones. Por supuesto, no todas las participaciones, sean individuales o nacionales, juegan en este registro que tiende a la autonomía disciplinar si no es que al autismo que reivindica las posibilidades creativas —¿y recreativas?— de la disciplina ante un mundo cada vez más complejo y donde la libertad se juega en arenas polítcas, económicas, sociales y culturales que nadie parece comprender cabalmente. Algunas participaciones, sin dejar de hacerse eco de las ideas de generosidad espacial propuestas por las directoras de la bienal, atienden también a las diversas escalas en las que la arquitectura puede operar y, por lo mismo, encontrar obstáculos.
Entre ellas, quizá por cercanía, cabe mencionar la intervención realizada por el estudio de Rozana Montiel. Se trata de una puesta en escena que juega con una simulación en distintos niveles. El muro desaparece tras una pantalla mientras una plataforma hace las veces de muro caído, convertido en escenario o espacio común. Al otro lado del muro y del canal más allá, proyectándose sobre la pantalla, la calle sirve también como escenario para una coreografía que se quiere acción callejera. De este lado del muro camuflado de vacío, otra ejecutante replica los movimientos que ve afuera en la calle. Se saludan, se sonríen. No se ven viéndose ni podrán tocarse. El encuentro es una ficción orquestada por la arquitectura que parece decirnos, en un mismo gesto, que eso es todo lo que puede hacer, para bien y para mal: invitarnos a un espacio libre, mientras lo otro, el muro real oculto bajo la pantalla y que no vemos pero nos encierra de verdad, es lo que normalmente hace —e incluso, según algunos pensadores de la arquitectura, esa es su función esencial: separar un espacio y distinguirlo de otros. La arquitectura, así, nos abre al espacio al mismo tiempo que nos aísla de otros espacios, de lo que está más allá de sus límites. Construye nuestras casas y nuestras ciudades donde podemos encontrarnos y llamarnos así, nosotros, pero somos nosotros quienes cerramos puertas y levantamos muros frente a otros que no merecen ese nombre.
Nadie sabe realmente lo que feespace quiere decir. Quizá porque su mera definición —como hace años apuntó Bernard Tschumi en un ensayo precisamente sobre la definición del espacio— pareciera ser, contradictoriamente, ya una forma de limitarlo.
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