Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
14 marzo, 2016
por Juan Palomar Verea
Publicado originalmente en El informador.
El 9 de marzo se cumplieron 114 años del nacimiento de Luis Barragán, el arquitecto más importante que ha dado México. Quizá una de la maneras más útiles de conmemorar su ejecutoria sea recordando sus principios y contrastándolos con lo que en la arquitectura al uso, frecuentemente, está sucediendo.
Dos sentencias de Barragán: “Toda arquitectura que no exprese serenidad no cumple con su función espiritual.” Y luego: “Al arquitecto le toca enunciar en su obra el evangelio de la serenidad.” Recordemos, de paso, la afición del artista tapatío por los aforismos, esas frases que tratan de concentrar sabidurías largamente decantadas. Así lo testimonia, entre otras cosas, su papel de editor y anfitrión para la producción de un delgado e inapreciable volumen llamado La cena de los aforismos. En dicha reunión de amigos cada uno de los convidados a la casa de Tacubaya llevaba y exponía los pensamientos, consignados, precisamente, en los aforismos que había cosechado durante el año. Entre otros, asistían nadie menos que José Gaos, Edmundo O’Gorman, Maria Luisa Lacy, Justino Fernández…
Volviendo a la serenidad, ésta es ciertamente una cualidad que ha distinguido a la mejor arquitectura de todos los tiempos. Lo construido debe, entre sus principales notas, transmitir –en medio de los azares y las zozobras que siempre han acompañado a los hombres- un sentido de equilibrio, permanencia, razón: serenidad, al fin. Firmitas, comoditas, venustas. Estos son principios intemporales. La obra de Barragán es un ejemplo cumbre de estos puntos de partida. De allí, entre otros factores, la inmensa trascendencia de su trabajo, que sigue conmoviendo hondamente a quienes –venidos de todas las latitudes- se acercan a él.
Nuestra época, atolondrada y afecta a lo novedoso –que no a lo genuinamente nuevo- es con frecuencia adicta a seguir un cierto “espíritu” que parece extenderse por distintos frentes: el que dicta la distorsión, la incertidumbre más primaria, la búsqueda de lo llamativo y lo estridente por sí mismo. Apantallar, encandilar, buscar la notoriedad a cualquier precio. Con esto, muchos arquitectos tratan de simular una posición vanguardista, y se suman a la manida moda de “estar de moda”. Se contribuye así a exacerbar la sensación desgraciadamente cada vez más presente en las ciudades de angustia, incertidumbre, precariedad…y confusión.
Así, la distorsión y las huecas piruetas formales y estructurales menudean, tanto entre los arquitectos “consagrados” como entre las legiones de copiones que se sienten fuera de lugar si no aplican las recetas aprendidas en revistas o esporádicos viajes. Retóricas amaneradas, confundidas (lo “fractal”, por ejemplo). Columnas chuecas (cuando la gravedad es invariable), muros que parecen caerse, forzados e ilógicos volados, espacios angustiosos e inquietantes, masas que amenazan desplomarse en cualquier momento sobre quien las mira, rebuscadas elecciones de materiales… Habrá quien diga, con el esnobismo consiguiente, que “hay que responder al espíritu (en realidad a los manierismos) de los tiempos.” Pero es algo meridiano: el arquitecto debiera ser un agente que contribuyera siempre al bienestar espiritual de la comunidad, no al morboso y facilón llamado a la zozobra de las zonas más oscuras del acontecer de una actualidad siempre en fuga.
Es indispensable, para los genuinos arquitectos, los que responsablemente buscan el bien común, la verdad y la belleza, traducidos humildemente en sus producciones, perseverar en las enseñanzas intemporales que la buena arquitectura nos ha dejado. He allí la verdadera novedad, el fecundo alimento para el espíritu. Y hay, por fortuna, también muchos ejemplos de esto realmente actuales. Como el de Luis Barragán -con su inapelable llamado a la serenidad- muy principalmente.
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