La selva domesticada
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4 agosto, 2013
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Le Corbusier transformó territorios en paisajes. Su exposición “Un atlas de los paisajes modernos” en el MoMA neoyorkino no sólo es la más extensa que se haya llevado a cabo sobre su trayectoria sino que da una lectura distinta. Sus obras ya no son vistas como objetos autónomos e idealizados sino como parte de sus lugares, a lo largo de una secuencia de salas pintadas con la paleta cromática corbusiana.
La visita a la exposición con Teodoro González de León y su esposa Eugenia Sarre va más allá de los cuadros y las maquetas: se salpica de recuerdos, se tiñe de observaciones, de sorpresas y también de silencios. González de León trabajó con el maestro franco suizo entre 1949 y 1950, participando en proyectos como St. Dié y la Unidad de Habitación de Marsella. A lo largo de su vida mantuvo cierta relación epistolar y perpetuó su legado en tierras mexicanas.
La cronología de la exposición permite dar cuenta a sus mentores, sus años de formación, sus viajes, sus conferencias y entrevistas, si bien la muestra empieza con la reproducción interior de la pequeña cabaña frente al Mediterráneo donde pasó buena parte de sus últimos años. Teodoro recuerda todas las medidas del Cabanon –las del Modulor por supuesto, que inventó Le Corbusier para dar proporciones armónicas a todo lo que proyectaba- pero no deja de sorprenderse por la austeridad absoluta del maestro que imaginó el futuro de las ciudades: la cama individual, de madera, dura, para Ivonne y para él; sólo una cortina para el escusado; ni un solo espejo. ¿Cómo se rasuraba, –se pregunta Teodoro- si siempre estaba impecablemente arreglado?
L´Eplattenier fue su primer maestro cuando todavía era Charles Edouard y estudiaba en su La Chaux-de-fonds natal. De él aprendió a hacer una lectura abstracta de cualquier paisaje y desde su primer viaje, a los veintipocos años, por Praga, Estambul, el Bósforo, la Villa Adriana en Tívoli, aparecen manchones sobre líneas del horizonte. A veces en cuaderno cuadriculado, más adelante en blanco. Sigue la Villa d´Este, y el convento cartujo alrededor de un claustro, que le influyó toda la vida –añade Teodoro- formal y moralmente.
Revistando el proyecto de la villa Stein, Teodoro recuerda que fue Geltrude, la hermana del propietario, quien dijo que el cubismo apareció con la mirada aérea. Ciertamente, el mapeo de ciudades desde el aire junto con el sólido conocimiento de tratados urbanos como los de Camilo Sitte, sirvió a Le Corbusier para imaginar la Villa Radiante y proponer un cambio de escala con el Plan Voisin de París, el plan Obús de Argel, o los de Marsella, Barcelona y Rio de Janeiro.
Si de L´Eplattenier aprendió a estudiar la naturaleza y abstraerla, de Ritter, su segundo mentor, leyó de las culturas vernaculares, y Perret no sólo le enseñó a poner atención en las posibilidades de nuevos materiales, como el concreto armado, sino también en las grandes ventajas de los edificios en altura, desde las terrazas del edificio donde vivía y trabajaba. Su cuarto mentor -Amédée Ozenfant, con quien fundó el Purismo- añadió cierta lectura cinética, una nueva percepción del paisaje y de la ciudad incorporando el paseo en coche y la velocidad.
Para González de León el primer parteaguas es el proyecto del Palacio de la Liga de las Naciones. Los planos originales están firmados por los dos Jeanneret, él y su primo. Si bien no ganaron por no cumplir las bases –se exigía dibujo a tinta china- fue el detonante de la fundación de los CIAM, como protesta. Teodoro se fascina por las técnicas de dibujo, por el uso del pulverizador en lo que recuerda que corbu andaba siempre con un mazo de lápices de colores. “Dibujaba –añade- con minas HB… no demasiado blandas”. Los proyectos se entrecruzan con recuerdos y los primeros cuadros puristas de botellas y guitarras se nutren de anécdotas: Pierre dejó la oficina siendo amante de Charlotte Perriand, corbu -que había perdido la visión de un ojo en su infancia- escribía a diario a su madre…
Teodoro recordó que en una ocasión llegó Richard Neutra al despacho y en otra le pidió a Le Corbusier que le presentara a Fernand Leger. Le organizó una visita a la casa-taller del pintor donde su esposa lo regañó todo el tiempo, le decía que no hacía nada, que sólo perdía el tiempo. Era como campesino, recuerda. También Le Corbusier pintaba todas las mañana, añadió Teodoro casi con envidia: “yo, últimamente, sólo tengo tiempo los fines de semana para pintar”. El arquitecto reconoció de inmediato una mesa llena de objetos, piedras, conchas, huesos. En el taller, corbu acumulaba “objects a reaction poetique”.
Habló de formas canónicas que iban y venían, del zigurat que empezó en el Mundaneum, se hizo pirámide mas tarde y finalmente se aplanó en el museo de crecimiento continuo. Habló de la belleza de Ivonne, su esposa, aunque ya la conoció mayor, discreta, coja. Reflexionó sobre la influencia de Mark Stamp y J.J.P.Oud en el uso de la axonometría, poco frecuente en su trabajo. Disertó sobre el tino del concepto “tamaño adecuado” como contraposición al “existentz minumum” que acuñaban los bauhasianos. Mencionó a Miró, Arp y Leger de nuevo. Recordó el proyecto de Marsella y se sintió en casa posando ante la reproducción tridimensional de la sala y terraza de uno de los departamentos con muebles de Perriard y Jean Prouvé, que por entonces eran pareja. Pero lo que quizá nos impresionó más –a los dos- fueron los rollos de papel de más de un metro de ancho, donde dibujaba las conferencias mientras hablaba. En 1935 Le Corbusier viajó a los Estados Unidos dando más de veinte pláticas en universidades y se conservan tiras de más de cinco metros donde desarrollaba aspectos esenciales de su trabajo, a veces en corte, otras a vista de pájaro, sin mostrar imágenes, sino diagramas, estrategias, ideas, en negro, rojo, amarillo, verde, azul. Quedamos en regresar a este formato y abandonar para siempre el PowerPoint.
Pero la constante de la muestra fue la línea de horizonte que quizá nació tras la ventana del claustro cartujo y siguió en la villa Savoye perpetuándose en la mirada lejana hacia Buenos Aires. No está de más subrayar que de los cinco puntos canónicos corbusianos, tres –planta baja libre, ventana corrida, azotea-jardín- están relacionados con el paisaje.
La exposición va acompañada de un catálogo con treinta ensayos de la mano de críticos notables como Carlos Eduardo Comas, Bruno Reichlin, Juan José Lahuerta, Stanislaus von Moos, Josep Quetglas, Anthony Vidler y el curador saliente del MOMA Barry Bergdoll. La curaduría es de Jean-Louis Cohen. Y la exposición se aliña con nuevas fotografías de Richard Pare.
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