Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
10 agosto, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Es muy difícil dibujar una línea, ¿qué está bien y qué está mal?” Dijo Dame Zaha Hadid no en referencia a sus barrocos edificios —o zapatos— sino cuando le preguntaron por qué diseñó el Centro Cultural Heydar Aliyev en Baku, Azerbaiyán.
Aun quienes no somos muy versados en política internacional, muchos en la ciudad de México sabemos muy bien quién fue el señor Aliyev: tercer presidente de Azerbaiyán, entre 1983 y el 2003, cuando murió. Antes, de 1969 a 1982, fue también líder de Azerbaiyán pero cuando aun era parte de la Unión Soviética y antes de eso, fue el jefe de la KGB de esa república. Y lo sabemos porque el gobierno actual de Azerbaiyán —liderado por el hijo de Aliyev, quien quedó como presidente a la muerte de aquél— ha invertido mucho trabajo y dinero en construir la imagen de un gran líder ahí donde muchos ven a un dictador o peor, a un criminal. Parte de la campaña tuvo lugar en la ciudad de México, donde, sobre el Paseo de la Reforma, a la entrada del bosque de Chapultepec, se levantó un grotesco monumento en honor del extinto presidente azerbaiyano. Al principio quizá para muchos no fue sino otra muestra del mal gusto que exhiben la mayoría de los gobernantes al elegir los monumentos que adornan nuestras ciudades, sea un Sebastián o un Aliyev, hasta que algunos comentaristas políticos y activistas de la ciudad repararon que Reforma, a unos pasos de monumentos en honor Churchil o Gandhi, no era lugar para Aliyev. La oposición al monumento creció, ante la incapacidad del gobierno local siquiera para explicar su decisión, y llegó incluso a la prensa internacional.
El gobierno de Ebrard salió con más pena que gloria en ese asunto —aunque hubo cosas peores como el segundo piso o la línea dorada del metro: inaugurados a medias y con malos acabados— y el de Mancera se encargó, por boca de Cuauhtémoc Cárdenas, Coordinador de Asuntos Internacionales del gobierno del D.F., de anunciar el retiro del molesto monumento.
Por eso, dada la reacción ante una fea escultura en México, me sorprendió —aunque es sólo un decir— que una arquitecta reconocida y premiada mundialmente hubiera aceptado el encargo de un Centro Cultural con el nombre de Aliyev. A lo que cité al principio de este texto Dame Zaha Hadid añadía que ella “no haría una prisión” —lo que me hace recordar lo que escribí aquí la semana pasada— y que “tal vez no querrías hacer la casa para un dictador, pero los gobiernos cambian. Y no importa quién mande si [el edificio] ayuda a la gente.” ¿En serio?
Hace poco leía una dura crítica de Michael Sorkin a Leon Krier por el libro que éste dedicó al trabajo de Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Como parte de su defensa del clasicismo y su ataque a cualquier aspecto de la modernidad en arquitectura, Krier decidió elogiar la obra de Speer más allá de su participación en el régimen Nazi —Speer no sólo fue el arquitecto de Hitler sino su Ministro de Armamento. En los juicios de Nuremberg Speer fue encontrado culpable de sólo dos de cuatro cargos y sentenciado a cadena perpetua en vez de a muerte. Más allá del grado de culpabilidad de Speer en crímenes de guerra—hoy muchos afirman que mintió en el juicio para evitar la pena máxima—, Sorkin piensa que no se puede hacer lo que intenta Krier: separar la arquitectura de la política y hablar —gustos o estilos aparte— de la arquitectura de Speer como si no hubiera sido hecha al servicio de un dictador. No se puede decir, por ejemplo, “los gobiernos cambian y no importa quién mande si el edificio ayuda a la gente.”
Por supuesto Dame Zaha Hadid no está en la misma situación de Speer, aunque sí acaso en la de Mies y sus intentos de quedar bien con los mismos Nazis—cuando se dio cuenta de que éstos preferían el pesado neoclásico de Speer prefirió hacer las maletas y emigrar a Chicago— o Le Corbusier poniéndose al servicio del régimen de Vichy —en una carta a su madre escribió “si va en serio con sus declaraciones, Hitler puede coronar su vida con una obra magnífica: la reconstrucción de Europa”. La lista podría seguramente alargarse e incluir a Terragni trabajando para los fascistas en Italia o, más recientemente, a Koolhaas con el gobierno chino. En el caso mexicano es conocida la complacencia de bastantes arquitectos con el régimen durante muchas décadas del priismo antes del retorno y no creo que ahora las cosas cambien.
Tal vez sea un problema de la arquitectura —que representa siempre a quienes dominan y ejercen el poder, según decía Georges Bataille. O como analiza Sylviane Agacinski, tal vez se deba al encanto que ejercen sobre los arquitectos —que se sueñan como autores maestros de la forma— los dictadores o simplemente los políticos hábiles aunque poco escrupulosos —quienes autoritariamente conforman a la sociedad según sus designios. O tal vez, como pregonaba el título de la bienal de Venecia que dirigió hace algunos años Massimiliano Fuksas, sea que los arquitectos debemos dejar de lado la estética —o, más bien, esa plana espectacularidad que la ha sustituido— y abrazar un poco más la ética.
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