23 julio, 2014
por Arquine
De los 56 mil 499 aspirantes a las licenciaturas de la UNAM, sólo 7 mil 890 obtuvieron un lugar, poco menos del 14% de los que solicitaron. Según datos del periódico Reforma, la carrera más demandada sigue siendo medicina con 3 mil 862 aspirantes y sólo 73 ingresos; los mejores resultados del examen de ingreso fueron obtenidos por alumnos de química (119 aciertos), medicina e ingeniería en computación (115), biología, fisioterapia y ciencias de la tierra (114). De las 104 licenciaturas que existen en la UNAM en el próximo ciclo escolar, 26 están señaladas de ‘alta demanda’, sin embargo no todas exigen alto promedio de bachillerato, por ejemplo, ingeniería mecatrónica y fisioterapia exigen 9.0, medicina y derecho 8.9 y 8.11, a diferencia de arquitectura que exige 7.52 de calificación.
Dos preguntas. ¿Qué hacer con el porcentaje de alumnos que no entra a las escuelas públicas?, pero igual de importante, ¿qué sucede con los que ingresan? Pocas veces la arquitectura resulta motivo de una positiva opinión pública. Se habla de corrupciones, malos proyectos, desviación de fondos en obra pública, proyectos urbanos confundidos con arquitectónicos o colapsos por lluvia. Lejos quedan las buenas reseñas de la construcción de la ciudad y mucho más lejos los esfuerzos de las jóvenes generaciones que se forman en las aulas por demostrar su talento y aportación a la sociedad. Recientemente, la buena participación de estudiantes multidisciplinares de la UNAM en el Decatlón Solar ha sido buen síntoma de incursión y presencia internacional, así como algunos proyectos de vinculación comunitaria como la Casa Rural del Taller Max Cetto o el Aula para la Equidad de un taller vertical de la Ibero, Suficiente Arquitectura y CONAFE.
Coincidencias, circunstancias aisladas, pero buenos esfuerzos. Ante la coyuntura de exámenes de 120 puntos e ingresos reducidos, cabrían más preguntas, ¿cuál es la mejor opción para estudiar arquitectura? Más allá del ahora más conocido ranking de universidades del mismo Reforma o los cambios de posición entre la UNAM y la Ibero, ¿qué escuela tiene una propuesta-oferta distinta de las demás?, ¿cuáles han sabido reinventarse? Ya no hablemos de una escuela pública o privada, la misma restricción de ingreso sucede en el IPN y la Autónoma Metropolitana pues claramente no todos tendrán la opción –ni recursos– de voltear e ingresar a la Ibero, el Tec, La Salle o a la Anáhuac, por mencionar algunas afines. Si nuestra ‘realidad metropolitana’ es difusa, ¿cómo será en el interior de la República?
Mucho se habla del futuro de la profesión, del rezago de la oferta profesional y el quehacer del arquitecto como tal, cuando el problema primario es de formación o deformación de los principios básicos del perfil del arquitecto, de dónde viene la arquitectura, sus ideas e ideales, el panorama detrás. No resulta sencillo romper mitos y paradigmas de ‘el cliente, el programa arquitectónico, los detalles constructivos, las entregas por kilo, las acuarelas artísticas, los cálculos estructurales sin entendimiento, los proyectos para edificios en Paseo de la Reforma, los pabellones sin sentido, las malas optativas o los programas de estudio obsoletos. Otro ejemplo, por cercanía y experiencia propia, en la Facultad de Arquitectura de la UNAM el plan de estudios data de 1999, fue aprobado por el H. Consejo Técnico el 24 de abril de 1998. Un plan de estudios que este año cumple quince años de vigencia. Quince. Imposible pensar en una educación contemporánea cuando las materias, la metodología —y sobra decirlo— los profesores no están actualizados. Por más de una década se ha planteado, debatido y sugerido el cambio que ha resultado en parálisis por análisis.
En las escuelas de arquitectura debieran nacer las nuevas líneas de pensamiento a partir de un amplio espectro de acción, un lugar fértil de desarrollo para su futura aplicación e instrumento de cambio. Por el contrario –y a excepción de algunas que priorizan de más el aspecto inmobiliario, financiero o de relación social– las escuelas de arquitectura son ajenas a las problemáticas laborales actuales, las niegan, esconden y muchas veces las solapan. Varias generaciones recientes coinciden (coincidimos) en que el ideal del arquitecto ya no es establecer un despacho, consolidar algunos clientes, establecer una sociedad, ganar un par de concursos, salir en una revista y reclutar estudiantes como dibujantes. Muchas oficinas ‘jóvenes’ padecen de esto y son un claro ejemplo del modelo obsoleto, de la falta de mercado o apertura con otros. La mayoría de los arquitectos ‘jóvenes’ mexicanos surgidos de revistas y el mundo glamoroso de la arquitectura no tienen menos de 40 años. Hay un gran vacío entre un estudiante recién titulado, y la vida ‘institucionalizada’ del arquitecto, aquella que promete cualquier sueño de restirador y escuadras. Aún con blogs críticos de arquitectura, publicaciones especializadas o el muestrario de arquitecturas en línea, nuestro círculo es sumamente reducido. Durante la carrera, pocos descubrimos que hay un horizonte más allá de sumarse a las filas de un taller donde el aprendizaje de primera mano se traduce en la desesperación por formación y donde más adelante el camino será saltar de un despacho a otro o hacer una maestría.
La arquitectura –y sobre todo la enseñanza de la arquitectura– está en una calma que desespera, en un conformismo que se desborda, en escuelas sin brújula y en profesores despreocupados. Así como el vínculo arquitectura-ciudad no debiera ser el epílogo de la carrera, la formación y preparación profesional para enfrentar la realidad laboral no debiera terminar con un ciclo de orientación vocacional, simple práctica complementaria o una aislada extensión universitaria. Si las decisiones no trascienden o escalan un aula, una escuela y una universidad, las carreras de arquitectura seguirán siendo motivo de una buena anécdota, con dos o tres maestros buenos, muchos reveses que contar y con la repetición de personajes de una misma esfera arquitectónica. Luis Barragán, el gran bastión de arquitectura mexicana, el único mexicano en ganar el premio Pritzker de arquitectura, no estudió arquitectura, fue ingeniero. Charles Édouard Jeanneret-Gris, el gran maestro Le Corbusier, quien acuñó la frase ‘arquitectura o revolución’, el más trascendente exponente del movimiento moderno se formó como grabador de relojes, después como pintor, diseñador y dibujante en la oficina de Auguste y Gustave Perret, nunca estudió arquitectura.
La pregunta ya no es cuál es el futuro de la profesión sino ¿cuál será su vigencia? Es necesario quitarnos el velo pues hoy por hoy, la formación en arquitectura sólo beneficia a una pequeñísima minoría que tiene la fortuna de contar con el capital para montar un despacho. Los sueldos de los empleados en despachos de ‘prestigio’ no rebasan los 12 mil pesos, y en promedio oscilan entre los 4 a 8 mil pesos. Quien no tiene su estudio o no es dibujante trabaja en grandes empresas constructoras, oficinas de gobierno, museos o galerías. Más por intuición y métodos empíricos que por preparación y experiencia. La formación del arquitecto dura cinco años y muchos dicen que es la carrera más demandante, con más horas de estudio, práctica y desvelo, incluso que otras como medicina. ¿Tanto esfuerzo y tiempo en hacer planos y maquetas será igual de redituable que en otras disciplinas? Es nuestra responsabilidad, como arquitectos, como ex alumnos, invitar a reinventar la profesión más allá de las clases y enseñanzas añejas; trascender y compartir que la arquitectura no es suficiente, que los estudiantes no salen preparados, que las oportunidades deben de ser más incluyentes, que la arquitectura y el país de nuestros maestros de la modernidad no es la misma, que no estamos ‘condenados a ser modernos’ y que existen otras formas de pensar con arquitectura.
María García Holley | @mariaholley + Juan José Kochen | @kochenjj