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Columnas

El adefesio de Tacubaya y el concurso de arquitectura

El adefesio de Tacubaya y el concurso de arquitectura

21 agosto, 2013
por Rodrigo Díaz | Twitter: pedestre

No tengo idea cómo se gesta la idea, pero puedo imaginármelo. El delegado se junta con sus asesores para dar forma a lo que soñó la noche anterior: un corredor turístico-cultural alusivo a la vida, obra y milagros de Luis Barragán, que por esas cosas del destino construyó su casa-estudio-taller dentro de los límites delegacionales. Se suceden aplausos, felicitaciones, palmadas en la espalda y una frenética lluvia de ideas para dar cuerpo a la ocurrencia edilicia: un centro cultural, un café, tiendas de suvenires, restaurantes (¿cómo andaría un Barragán’s?), exposiciones fijas e itinerantes, y un largo etcétera fruto del entusiasmo del comité creativo reunido. Sólo falta saber quién se hará cargo del proyecto de arquitectura de las obras del corredor.

Ante la falta de información sobre el mismo, y no sabiendo de ni un concurso realizado para tal efecto, el ciudadano debe suponer que, haciendo uso de sus facultades, el señor delegado designó a quien su propia inspiración le pareció como el más indicado para acometer tamaño desafío. El resultado está a la vista: si hacemos caso al pobre render publicado en La Jornada de ayer, el edificio principal del sistema será algo así como un estacionamiento rodeado de plantas en que el único punto de contacto con la vida de la calle será la puerta de entrada y salida de automóviles. El corredor, un espacio para ser caminado, ofrecerá una de las banquetas con menos brillo de toda la ciudad. Alguien en twitter señala que el proyecto es de Legorreta + Legorreta; de hecho parece un Legorreta (creí que la obra debía aludir  a Barragán), pero en la página de este despacho no hay ni un tipo de información al respecto. En Internet tampoco. Si así fuera, sería por lejos la más deslucida de sus obras.

Ahora bien, lo más grave del corredor Barragán no es el adefesio propuesto, sino que éste fue concebido en la más absoluta de las opacidades. Homenajear al más grande de los arquitectos locales es algo que debiera materializarse en una obra digna de quien la inspira, su verdadero estándar de comparación. Cualquier arquitecto que se precie de tal quisiera un encargo así, pondría lo mejor de sí mismo para llevarse un proyecto de esta envergadura. Una ciudad inteligente aprovecharía este compromiso y entusiasmo, y organizaría un concurso para maximizar el resultado de la oportunidad. Al parecer éste no será el caso.

El concurso de arquitectura tiene su razón de ser en la búsqueda de la excelencia en la disciplina, en la necesidad ineludible de la transparencia pública, y en la obligación de abrir la cancha de la profesión a todos los que tengan las capacidades para jugar en ella. El concurso no garantiza que se elijan las mejores obras, pero sí aumenta las posibilidades que esto ocurra. Obliga a los que tienen el poder de decisión a hacer públicas sus razones para preferir el proyecto de fulano sobre el de zutano y de paso descalificar al de mengano. En este sentido, una instancia así nos blinda bastante de los particulares gustos de las autoridades de turno. Al menos en la etapa de proyecto, también nos protege de las aspiraciones de gobernantes que consideran que parte de los honorarios de los arquitectos les pertenecen. A su vez, nos resguarda de los abusos de arquitectos capaces de hacer sudar al erario público con sus abultados recibos de pago (¿cuánto cobrarán Toyo Ito y Herzog & de Meuron por las obras públicas que actualmente proyectan en México?).

Un concurso de arquitectura es una verdadera olimpiada para el gremio de los arquitectos. Cualquiera que haya participado en uno sabe que el verdadero premio no es el monetario, sino el orgullo de imponerse a los colegas para construir un pequeño pedazo de ciudad que por muchos años llevará la firma del ganador. El concurso mantiene al arquitecto en forma, le devuelve la pasión por la profesión, lo hace volver a trasnochar para sacar lo mejor de sí. Si no concursa se aburguesa, se duerme en los laureles. El arquitecto sabe que lo más probable es que no ganará, que es más que seguro que perderá tiempo y dinero, que la sobredosis de café le producirá una nueva úlcera, pero igual concursa. Hacerlo es antes que nada un acto de profundo compromiso con la profesión. Las ciudades inteligentes saben esto y por eso entienden el concurso como una herramienta vital para el mejoramiento de su espacio construido. De alguna manera la competencia de arquitectura también las mantiene en forma.

El concurso abre el hermético círculo de la profesión, lo democratiza al dar cabida en igualdad de condiciones al arquitecto consagrado y al que está recién empezando (en algunos casos es lícito establecer algunas restricciones de entrada, pero eso es harina de otro costal). Cuando Richard Rogers y Renzo Piano ganaron el concurso internacional organizado para proyectar el Centro Pompidou eran una pareja de perfectos desconocidos en las grandes ligas de la arquitectura. El primero tenía 37 años, mientras el segundo apenas se empinaba sobre los 33. El tiempo le dio la razón al jurado y a la ciudad que llevó a competencia y puso en manos de dos jóvenes el diseño de uno de sus mejores espacios públicos.

Por supuesto que el concurso de arquitectura no es perfecto: tiende a alargar los plazos de desarrollo de los proyectos (tema sensible para autoridades ávidas de cortar listones), no nos salva de la inoperancia de los arquitectos seleccionados a la hora de aterrizar sus propuestas (el render lo aguanta todo), y tampoco garantiza la total transparencia en la toma de decisiones. Mal que mal, los jurados perfectamente pueden arreglarse por fuera con alguno de los participantes. Tampoco nos libra de los malos jurados. Sin embargo, en caso de abuso, parcialidad o simple mal criterio, las decisiones se toman e informan de cara a la ciudadanía, que cuenta con más herramientas para evaluar si fue víctima de engaño en el proceso. Eso no es poco en ciudades que cada día más demandan mayores niveles de transparencia en las iniciativas que impulsan sus autoridades.

El corredor Luis Barragán no es una mala idea. De hecho, puede ser una muy buena para revitalizar el barrio de Tacubaya, que harta falta le hace, pero para que esto suceda primero debe haber un plan maestro para el sector ampliamente discutido con la comunidad, con estrategias, herramientas y presupuesto claramente definidos. Este plan puede incluir algunas acciones de rápido impacto, que siembren confianza en la ciudadanía y en posibles inversionistas, y den la posibilidad al delegado de cortar algunos merecidos listones. Para los encargos más relevantes, ya sea a nivel de espacio público o edificaciones, debe asumirse como una obligación ciudadana el llamado a concurso público de arquitectura y dar la oportunidad a cientos de profesionales de mostrar su talento y dejar su impronta en la ciudad. Tacubaya lo agradecerá, la gente lo agradecerá. Barragán, desde su tumba, también.

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