Sobre Antonin Raymond y su paso por México
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¡Felices fiestas!
28 marzo, 2016
por Juan Manuel Heredia | Twitter: guk_camello
En 2000 el investigador Antonio Riggen Martínez publicó un libro dedicado por entero a compilar los “escritos y conversaciones” de Luis Barragán.[1] El volumen reúne la mayor parte de las especulaciones teóricas del arquitecto mexicano y van desde sus cartas personales a sus entrevistas, a sus escritos formales y conferencias, incluido su discurso de aceptación del premio Pritzker. En la reseña del libro, aparecida ese mismo año en la revista madrileña Arquitectura Viva, Adela García Herrera hacía una crítica severa tanto de los propósitos de la publicación como de su contenido, destacando sobre todo la renuencia de Barragán a la reflexión teórica y la pobreza de sus incursiones en ese territorio: “el problema” –señalaba García Herrera- “reside en que no se puede sacar nada de donde nada hay y si Barragán dejó un legado extraordinario de paisajes y recintos de belleza sensual e inmediata, resulta imposible decir otro tanto de su ‘pensamiento’ […]”.[2]
Recordé esta reseña al leer la más reciente apología de Juan Palomar Verea a Barragán aparecida en este mismo blog hace unos cuantos días. Contrario a lo afirmado por García Herrera, Palomar Verea sí encuentra un pensamiento teórico en Barragán así esté resumido en crípticos aforismos o implícito en su propia obra. Según Palomar Verea la casa de Barragán en Tacubaya es un gran ejemplo o materialización de los principios vitruvianos firmitas, comoditas, y venustas. Su texto, sin embargo, destaca otro principio -no exactamente vitruviano- el de la serenidad, citando, entre otras cosas, aquella famosa afirmación barraganiana de que “toda arquitectura que no exprese serenidad no cumple con su función espiritual”. Ignoro que pensaría Vitruvio del concepto de serenidad pero dudo que figurara entre sus preocupaciones principales. Se trata en realidad de un término más psicológico que arquitectónico y es quizá por ello que para esclarecerlo el autor recurra a nociones más comunes en la arquitectura como los de permanencia, equilibrio y razón. Su preocupación explícita es la angustia, incertidumbre, precariedad y confusión del mundo contemporáneo, y ante las cuales la serenidad parece ser un antídoto ideal. Cabría preguntarse, como algunas veces se ha hecho -pero no lo suficiente-, si la búsqueda barraganiana por la serenidad no comporta una idea de arquitectura como paliativo y por lo tanto como legitimadora de la misma realidad que pretende enfrentar; o para hablar un poco como Walter Benjamín o Manfredo Tafuri: si no estamos ante otro deseo de “aplacar las ansias” que la misma burguesía genera en la esquizofrenia de la vida pública contrapuesta a la privada; la metrópolis enervante frente al “interior” apacible.
Teoría crítica aparte, más que un problema de confusión visual o cultural propio de cierta condición moderna, de lo que se trata -creo– es de reconocer la tensión siempre presente en la experiencia humana entre desorientación y orientación y para la cual la arquitectura está equipada de instrumentos u operaciones formales que contribuirían a restablecer la orientación o reencauzar la experiencia en medio del desorden, sin necesariamente eludirlo. Barragán fue muchas veces brillante en estas tareas, pero no siempre. Sus mejores obras, claramente identificables en un periodo que abarca menos de una década, estaban orientadas y orientaban de forma tal que realzaban la realidad circundante selectivamente pero nunca suprimiéndola categóricamente. El vestíbulo de su casa, quizá el mejor momento de toda su obra, es un gran ejemplo de reorientación espacial una vez franqueada la intencionalmente estrecha entrada desde la calle. Este recinto -una reelaboración del atrium romano- sitúa al visitante en un ámbito mensurable y abre horizontes claros pero nunca obvios que garantizan continuidad topográfica. Cosas similares podrían decirse de la estructura espacial de la casa Prieto López, o de la capilla de las Capuchinas, un proyecto que sin embargo ya se halla en el borde de un esteticismo a venir. Cuando asistimos a la casa Gálvez el afán pictórico que subyacía -y en ocasiones emergía sin más- en muchas de sus obras tempranas (ya sea en las de sus etapas “neocolonial” o “funcionalista”) adquiere renovados bríos. Este pintoresquismo –paisajismo al cabo- se exalta en el complejo Egerstrom y culmina en la casa Gilardi, cuya piscina bien podría considerarse un monumento al ensimismamiento y la auto-indulgencia del ámbito privado.
Cuando en 1990 la Architectural Association de Londres realizó una exposición de la obra de Barragán, el crítico de arquitectura Robert Harbison escribió una reseña que cuestionaba, ya no la importancia del “pensamiento” barraganiano sino su obra y su pertinencia como arquitectura.[3] Para Harbison la obra de Barragán se abstrae de la realidad que la circunda de forma tan reaccionaria que se caracteriza por la producción de objetos para la mera contemplación estética. Y en uno de sus últimos párrafos escribe: “Barragán profesó un gran amor por la cultura autóctona de México pero, a pesar de los paisajes color tierra que produjo, sus obras todas parecen ser la más decidida negación de la miseria de su país. Su solución fue barrer con todo y retraerse en espacios puramente mentales. La soledad es la única religión aquí”.
Sin compartir plenamente estos juicio lapidario, las críticas de Harbison y de García Herrera, sin embargo, resaltan aspectos de su obra y su pensamiento que solo ocasionalmente son mencionados en México -o inclusive internacionalmente- pero que es necesario rescatar y discutir si se pretende discernirlas de mejor manera. Pero mientras Barragán siga siendo considerado el “maestro absoluto” de la arquitectura mexicana, o de forma más estridente como “el gigante” o “el innombrable”, aquella jamás podrá ser apreciada como lo que interesa, arquitectura, y su persona jamás entendida como lo que seguramente es: uno de los más importantes arquitectos de México y América Latina.
[1] Antonio Riggen, Luis Barragán: escritos y conversaciones (Madrid, Editorial El Croquis, 2000.)
[2] Adela García Herrera, “La sensualidad candorosa de Barragán” Arquitectura Viva 73 (Julio-Agosto 2000), 82. Entrecomillado en el original.
[3] Robert Harbison, Luis Barragán, AA Files 21 (1990), 71-73.
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