30 marzo, 2016
por Georgina Cebey y Joaquín Diez-Canedo
Hace un par de días, en este texto, Juan Manuel Heredia apuntaba algunas elocuentes reflexiones que se desprendían de uno de los grandes paradigmas sobre los que se ha construido buena parte de la historia en torno a la figura de Luis Barragán: la serenidad. Heredia criticaba la voluntad de encontrar en este arquitecto a un intelectual preocupado por la teoría, y terminaba preguntándose qué tanto más podían aportar los textos que todavía hoy redundan sobre esta idea (como este otro). Así, el autor ponía sobre la mesa dos críticas que, aunque niegan el acercamiento de Barragán a la teoría de forma lapidaria, también albergan en sí la posibilidad de llegar a la obra del tapatío desde diversos ángulos. Sin embargo, Heredia concluía que: “mientras Barragán siga siendo considerado el ‘maestro absoluto’ de la arquitectura mexicana, o de forma más estridente como ‘el gigante’ o ‘el innombrable’, aquella jamás podrá ser apreciada como lo que interesa, arquitectura”.
De este apunte se desprenden una serie de problemáticas que nos parece hoy en día —y en términos generales— mantienen a la crítica y a la historia de la arquitectura mexicana en un estado de letargo más o menos persistente; y que lejos de proponer una renovación de líneas de interpretación, insisten en promover conceptos que acotan el diálogo a una discusión sin salida (el texto de Palomar puede dar una idea clara de esto). Y es que el caso de Barragán resulta un gran ejemplo: lo que hoy se puede leer del arquitecto tapatío en México parece confirmar una historia que más que evaluación crítica del pasado, se propone configurar y entronizar el mito de un arquitecto que se construye alrededor del lugar común: textos cargados de marcadores que acotan la discusión a algunos pocos términos incuestionables (abundan los que definen al arquitecto como “poeta del espacio”, otros tantos los dedicados a enfatizar ideas en torno a lo sublime, la poesía del espacio, la imaginación, contemplación, paz, lo espiritual, etc.). Esto revela dos problemas: por un lado, la insistencia por hablar de arquitectura como una disciplina sacra, como una experiencia trascendental y significativa por sí misma; y por el otro, la simplificación de entenderla siempre en relación a la figura de un arquitecto que, encima, se perfila como un genio solitario. Por eso preguntamos, ¿acaso la arquitectura se trata solo del arquitecto? Y, sobre la obra de Barragán, ¿qué más se puede decir?
Lo cierto es que la sombra del Pritzker mexicano es larga. Incluso el propio Heredia parece tropezar con ella al final, sin poder evitarla completamente, cuando después de aludir con elocuencia a la lectura de sus obras bajo el velo Tafuriano de la voluntad burguesa de “aplacar las ansias” que provoca la metrópoli —crítica que sugiere, por ejemplo, empezar a hablar de Barragán como un arquitecto despreocupado de los muy reales problemas sociales del país—, termina por volver a hablar del arquitecto como personaje aislado, como un genio atemporal. ¿Quién, pues, se atreverá a cuestionar al único Pritzker que ha dado este país?
Frente a esto, la pregunta constante —y una que nos pertenece a quienes pretendemos criticar la práctica arquitectónica, como Palomar o Heredia, o quienes suscribimos esta nota—, es: ¿cuál es el papel del crítico de hoy? Si creemos que, idealmente, a la crítica le corresponde atacar lo estable, lo hegemónico; es claro que hacen falta más textos sobre el trabajo de Barragán que intenten llegar a eso: la desmitificación del personaje. Y las preguntas sobre un tema de estas características no se quedan ahí. Proponemos unas cuantas: ¿no le corresponde al crítico, al historiador o al teórico poner en crisis los conceptos acuñados por historias canónicas?, ¿es posible que frente a una realidad abrumadora y violenta, en donde además la arquitectura constantemente dibuja relaciones de poder en una línea que parece alejarse cada vez más del ciudadano, exista el crítico que se detiene a elucubrar afirmaciones en torno a la serenidad? ¿Habría que exigirle a esta figura —la del crítico—, un poco de consideración con el tiempo y la circunstancia desde las que escribe?
Nos parece que seguir meditando sobre el silencio y la serenidad es como levantar una muralla frente a la lápida de Barragán —rosa mexicano, pero muralla a fin de cuentas—, que no permite la opción de analizar la obra desde otras perspectivas. En estos dos textos, lo que tenemos es, por un lado, una visión nostálgica sobre un pasado inventado, despolitizado y acrítico (aquel de la serenidad melancólica de Barragán frente a un presente “caótico”) y, por otro, la reflexión de un autor que aunque intenta romper con el mito, no logra alejarse del todo al considerar al arquitecto como primer motor de la arquitectura, cuando esta es una disciplina que toca muchas más aristas. ¿Por qué no adicionar a esta relación de textos aquel que analiza la obra del tapatío a partir del contexto y las condiciones de su producción, aquel que hace una crítica a su ideología y su relación con el mundo material? En fin, una crítica que se aleje de considerar la obra de un arquitecto como un objeto que dialoga con la razón kantiana (“imparcial” y “universal”), y que se acerca, más bien, a las condiciones materiales que la generan.