Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
2 enero, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Cinco siglos de lucha contra el agua han dado su amargo fruto. La Ciudad de México señala el triunfo de quienes el Libro de Job llama los constructores del desierto. Nadie puede creer que en el horror actual hubo lagos y ríos”
José Emilio Pacheco
Recientemente Reinier de Graaf escribió [1] que los aeropuertos, hoy, no se ven ya como un inconveniente periférico para las ciudades sino, al contrario, como ciudades (o algo al menos tan grande como estas) que se desarrollan alrededor de los aeropuertos —en el viejo sentido del término: una terminal. Pero la idea de que un aeropuerto detone el desarrollo o el crecimiento de una ciudad —de otra ciudad— a su alrededor no es necesaria ni evidentemente una garantía de beneficio o mejoría común. Es, sin duda, una apuesta por cierta idea de futuro que no implica una visión del porvenir, en los términos de Bruno Latour, quien ha dicho [2] que para los modernos, el futuro nunca ha sido garantía de un porvenir —l’avenir—, pues construyen “el extraño futuro utópico de quien escapa a su pasado en reversa” —como aquella imagen del ángel de la historia usada por Walter Benjamin—, sin abrirse a las posibilidades de lo que Latour llama una prospectiva. El proyecto moderno no sólo no coincide sino que muchas veces choca con el porvenir —y aquí habría que recurrir a la etimología de la palabra proyecto: lo que se lanza hacia adelante y, por tanto, lo que se lanza desde atrás, desde el pasado, hacia adelante. El proyecto del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, NAICM, es un claro ejemplo de esta paradoja.
Hacia finales del siglo XVI llegó a la Nueva España Heinrich Martin, cosmógrafo del rey Felipe II, nacido probablemente en Hamburgo alrededor de 1550. Cambió su nombre a uno más fácil de pronunciar y recordar por quienes hablamos español, Enrico Martínez. Una calle de apenas cuatro cuadras, paralela a Balderas, lleva su nombre. También lo recuerda un monumento, inaugurado el 5 de mayo de 1881 en la esquina de las calles de Seminario y Arzobispado, hoy Moneda. En el pedestal que sostiene una estatua de bronce que representa a la Ciudad de México están marcados los niveles de los lagos del Valle —de ahí el nombre de la que fue primera cantina de la ciudad, en esa misma esquina, El Nivel. El monumento se trasladó en 1925 al otro extremo de Catedral y los niveles en el pedestal son ya sólo recuerdos de la existencia de los lagos en el Valle que, gracias en buena parte a las ideas y las obras de Enrico Martínez, fueron desapareciendo lenta pero inexorablemente. Martínez propuso en 1607 abrir el tajo de Nochistongo para controlar el nivel del lago de Zumpango y evitar que desbordara sobre el de Texcoco, haciéndolo crecer de más, inundando la ciudad. El de Martínez fue probablemente el primer gran proyecto moderno de infraestructura en la ciudad colonial, en el sentido que proponía la construcción de un futuro utópico —la ciudad en tierra firme donde una vez hubo un lago— a expensas del porvenir. Pero el porvenir siempre hace que el futuro se quede corto. Así le sucedió al proyecto de Martínez desde muy pronto, pues en 1629, sin que el tajo se hubiera terminado, llovió tanto que la ciudad se inundó y quedó bajo más de un metro de agua durante seis años. Las inundaciones, pequeñas y grandes, se repetirían. Las mayores en 1714 y luego diez años después, tras un sismo, y de nuevo en 1763. Las obras que inició Martínez se concluyeron 181 años después de iniciadas, en el revolucionario 1789. Pero la ciudad se volvió a inundar en 1792 y otra vez en 1806. En 1848 Francisco de Garay se hizo cargo de los planes para continuar desecando el Valle de México. En 1866 se inició la construcción del Gran Canal, que se terminó hasta 1900. Con todo, otra vez en 1951 se inundó el centro de la Ciudad de México y algunas fotografías muestran las calles como canales venecianos surcadas por improvisados lanchones. Como escribió Juan Carlos Cano, “durante la segunda mitad el siglo XX, la obsesión de ser modernos llevó a los gobernantes de la ciudad, argumentando cuestiones de salubridad, a entubar cualquier canal, río o arroyo que estuviera a su alcance. No se pensó en separar las aguas negras de las aguas pluviales, que hasta hoy corren por las mismas tuberías. Se necesitaban desagües, no paisajes románticos. Arriba y adelante”.[3] En casi 500 años no hemos parado en el esfuerzo de construir un futuro utópico y distópico al mismo tiempo —la ciudad de los lagos sin agua— aunque el porvenir se nos venga encima a cántaros y, también, porque es múltiple y diverso, bajo la forma de la escasez. Se perforan túneles profundísimos para sacar el agua de la lluvia y el drenaje y se propone perforar pozos también profundísimos —casi tanto como la altura sobre el nivel del mar del valle— para obtener agua potable. Sería de risa si no fuera nuestra tragedia cotidiana: ignorar el porvenir para planear el futuro.
El proceso de desecamiento de los lagos se había acelerado desde finales del siglo XIX. En su Memoria para la Carta Hidrográfica del Valle de México, publicada en 1864, Manuel Orozco y Berra escribió que a principios del siglo XVII, Enrico Martinez había reportado que el nivel del agua del lago de Texcoco estaba a 1.10 metros por debajo de la plaza mayor de la ciudad. Dos siglos después, Velázquez y Castera dieron 1.24 metros de diferencia, 14 centímetros perdidos en doscientos años. Orozco y Berra dice que a finales del XIX, el nivel del lago estaba a 1.97 metros por debajo del de la ciudad: se habían perdido 66 centímetros en sesenta años. Hoy, el lecho seco del lago está casi 3 metros por arriba del nivel de la ciudad hundida. “Todo el terreno abandonado por las aguas del lago —escribió Orozco y Berra— presenta un aspecto desolado y muerto que atrista el corazón. Son vastas llanuras en que apenas se encuentra un pasto, raquítico, duro, vidrioso” y donde “nada hay ya de las alegrías del lago; nada de las frescas arboledas encontradas por los conquistadores, ni de los jardines, nada que revele al viajero la vegetación exuberante de los trópicos.” Pareciera que por aquí, agrega, “ha pasado el enojo de Dios.” En 1910, Mariano Barragán, ingeniero, publicó su Memoria del saneamiento y cultivo del lago de Texcoco, donde describió a “lo que impropiamente se llama lago de Texcoco” como un “enorme vaso que sólo tiene agua en época de lluvias y el resto del año es una llanura estéril, pantanosa por muchas partes y por otras con montículos de arena cargados de sales alcalinas. Casi no existe vida animal y en cuanto a la vegetal, muy raquítica en la parte este.” Y agrega que “como vaso regulador, el lago de Texcoco se puede decir que está perdido” y que “en un plazo ya próximo y no mayor de veinticinco años, quedará enteramente terraplenado”.
Un año después de que Barragán publicara su Memoria del saneamiento y cultivo del lago de Texcoco, nació en la Ciudad de México Nabor Carrillo. Estudió ingeniería y fue rector de la Universidad Nacional de 1953 a 1961, cuando se estrenó Ciudad Universitaria, en el Pedregal. Desde 1965, se ocupó de lo que llamó Proyecto Lago de Texcoco, y cuyo objetivo era usar el lecho seco como un vaso regulador, recuperando la zona y evitando la explotación excesiva de los mantos acuíferos. Carrillo murió en 1967, pero la propuesta siguió su curso. El miércoles 21 de julio de 1971 se publicó en el Diario Oficial el acuerdo presidencial por el cual se aprobó “el Plan Lago de Texcoco”. Para la recuperación del lago se destina “una superficie aproximada de 14,500 hectáreas”. El lago ahí recuperado se conoce como Nabor Carrillo. Según un reporte publicado en el Boletín de la Sociedad Geológica Mexicana,[4] “la existencia y operación del Lago Nabor Carrillo desde 1985 es una demostración de que es posible regenerar la Zona Federal del Lago de Texcoco mediante un sistema de lagos. El Nabor Carrillo tiene un capacidad de 36 millones de metros cúbicos de agua y una superficie de 917 hectáreas, con una profundidad media de 2.3 metros”.
El plan para recuperar el lago de Texcoco fue el que tomaron como base Alberto Kalach, Teodoro González de León, Gustavo Lipkau y un gran equipo para su propuesta vuelta a la ciudad lacustre. En el sitio web de Kalach se puede leer que la idea consiste, “en tan sólo tres años, tratando las aguas residuales de la Ciudad de México, volver a inundar las 12,000 hectáreas de tierras altamente salinas, en su mayoría desérticas, que quedan todavía libres del antiguo lago de Texcoco. Una vez inundada esa extensión, el agua tratada alimentaría los 8 mil litros por segundo de evaporación del lago, ayudando a mejorar el ambiente de toda la ciudad. Diversas actividades y componentes urbanos públicos y privados, conformarían tanto el litoral como las posibles islas, buscando incrementar, de manera importante, el espacio público y las áreas verdes”.[5] En el mismo sitio, se presenta la idea de recuperar el lago como “un proyecto estratégico de planeación como parte de una visión integral de infraestructura, rescate ecológico y desarrollo urbano.” En el sentido que apuntaba Latour, se puede decir que ni la propuesta de Nabor Carrillo ni la del equipo liderado por Kalach son proyectos de futuro, sino prospectivas ante el porvenir. No tienen tampoco una lógica ni una ambición modernas, pues siguiendo de nuevo a Latour, no parten de una utopía económica, sino de una búsqueda ecológica. En la propuesta de Kalach, un aeropuerto ocupaba un espacio de terreno en medio del lago, pero éste no era resultado del desarrollo económico que implicaba aquél sino, al contrario, el lago era la pieza central de la transformación ecológica que hacía posible la construcción del aeropuerto. Y ahí, el proyecto del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, actualmente en construcción, es un claro ejemplo de la paradoja que implica cancelar el porvenir en aras de construir un futuro.
Juan Carlos Cano escribió sobre la propuesta de Ciudad Futura —el nombre del plan de Kalach que, insisto, no es realmente una apuesta por un futuro sino que apela al porvenir— que “un punto polémico acerca de la propuesta es la construcción del nuevo aeropuerto. Aquí surgen las dudas. Si el aeropuerto se construyera en Texcoco, prácticamente ocuparía la mitad de los terrenos destinados al lago, su viabilidad se volvería cuestionable, tanto por la capacidad de resistencia de los suelos como por las repercusiones ecológicas en el lago mismo”. Profético, Cano se preguntaba “qué sucedería si se construye el aeropuerto pero no el lago y entonces el costo de la tierra alrededor del aeropuerto sube, genera especulación y toda esa zona termina por urbanizarse”.
Eso es lo que pasó. José Luis Luege, ingeniero, quien fuera Secretario de Medio Ambiente y Recursos Naturales durante el último año de gobierno de Vicente Fox —que también propuso, sin éxito, construir un nuevo aeropuerto en terrenos del lago seco de Texcoco— y titular de la Comisión Nacional del Agua en el gobierno de Felipe Calderón, publicó en agosto del 2016 un artículo señalando que el plan original presentado en el 2014 por el Gobierno Federal, encabezado por Enrique Peña, para construir cuatro lagunas de regulación interconectadas al sur del NAICM y rodeando al lago Nabor Carrillo no se había cumplido.[6] En la propuesta[7] presentada por la SEMARNAT y CONAGUA, el sitio del nuevo aeropuerto ocupa el espacio entre el evaporador solar conocido como El Caracol y el Nabor Carrillo, siendo un evidente factor de transformación ecológica. En las once acciones que se proponían ejecutar para el 2014, se habla de desazolve, construcción de túneles y drenes, lagunas provisionales y sólo el último punto menciona la “construcción de estructuras de descarga del lago Nabor Carrillo”. Algunos reportes[8] mencionan que los trabajos para recuperar y restituir los cuerpos de agua afectados por la construcción del nuevo aeropuerto no son suficientes ni se realizan de acuerdo a lo que especifican ciertos expertos —se encuentran, por ejemplo, demasiado cerca del nuevo aeropuerto, afectando a las aves migratorias. Aunque eso no es lo peor, sino que ni siquiera se realizan esos trabajos anunciados. En otro artículo[9] publicado en diciembre del 2017, Luege escribió: “se confirma lo que denuncié hace exactamente un año: la destrucción por parte de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y del Grupo Aeroportuario de la Ciudad de México de el gran lago artificial (el Nabor Carrillo) para usarlo como un sistema regulador en tiempos de lluvia.” Luege explica que “esa acción irracional, además de un ecocidio, se hace justamente en la época de arribo de aves migratorias, pero representa un crimen incalificable porque implica la destrucción de su habitat”. Luege también explica —confirmando la duda expresada por Juan Carlos Cano— que “el NAICM no es el gran proyecto que se anuncia con bombo y platillo, sino más bien un gran centro de negocios y de intereses perversos enfocado en explotar la tremenda plusvalía de los terrenos federales cercanos”.
Del proyecto del NAICM, que siempre fue más bien opaco, se puede decir, además, que es una idea anticuadamente moderna para construir el futuro a partir de proyectos que sólo buscan incrementar el desarrollo económico cancelando, quizá irremediablemente, la posibilidad de enfrentar de la mejor manera posible el porvenir. Por supuesto, cualquiera que haya usado en los últimos años el actual aeropuerto de la ciudad de México, en cualquiera de sus dos terminales, ha padecido experiencias que parecen confirmar la innegable necesidad de construir uno nuevo. Pero el problema aquí es la ausencia de un planteamiento crítico y, como ha sido costumbre en los gobiernos del país durante las últimas décadas, el haber apostado todo a un proyecto —de futuro— anclado en la percepción de que la estabilidad y el desarrollo macroeconómico son garantía de la bondad de cualquier propuesta, que finalmente se traduce en un supuesto beneficio común —aunque la realidad contradiga ese mito. Se olvida, por supuesto, lo micro: la gente, que en este caso no es poca: pensemos que el 70 por ciento de los mexicanos nunca ha viajado en avión y ni siquiera el 10 lo hace regularmente, así que, más allá del discurso del “desarrollo económico”, el beneficio directo no será realmente común. Pero se olvida también algo mucho mayor que lo macro, eso que Latour califica como el porvenir. El aeropuerto sin lago es una apuesta por un futuro para algunos que irresponsablemente neglige el porvenir de todos.
[1] de Graaf, Reinier. Four Walls and a Roof, the complex nature of a simple profession, Harvard University Press, 2017.
[2] Latour, Bruno. An attemt at a «Compositionist Manifesto», Gato Negro Ediciones, 2016.
[3] Cano, Juan Carlos. El lago de Texcoco, Letras Libres, 153, Septiembre 2011.
[4] Jazcilevich Diamant, Arón; Siebe, Christina; Estrada, Claudio; Aguillón, Javier; Rojas, Alberto; Chávez García, Elizabeth; Sheinbaum Pardo, Claudia. Retos y oportunidades para el aprovechamiento y manejo ambiental del ex lago de Texcoco. Boletín de la Sociedad Geológica Mexicana, volumen 67, número 2, 2015. Consultado en boletinsgm.igeolcu.unam.mx
[5] Véase: https://www.kalach.com/texcoco/
[6] Luege Tamargo, Jose Luis. Ecocidio en el Lago Nabor Carrillo. Consultado en www.eluniversal.com.mx
[7] Proyecto hidráulico del Lago de Texcoco. Consultado en www.gob.mx (PDF)
[8] La inexistente reubicación de las lagunas de Texcoco. Consultado en www.rindecuentas.org
[9] Luege Tamargo, Jose Luis. Desaparición silenciosa del Lago Nabor Carrillo. Consultado en www.eluniversal.com.mx
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