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Aeropuerto Texcoco: El último crimen de una larga cadena de ecocidios

Aeropuerto Texcoco: El último crimen de una larga cadena de ecocidios

25 octubre, 2018
por Federico Navarrete

El impacto del proyecto del Aeropuerto de Texcoco sobre la ecología del Valle de México puede ser mucho más nocivo y definitivo de lo que hemos pensado. Construirlo significa dar el tiro de gracia al sistema hidráulico natural de la región, culminando un ecocidio de 5 siglos, y exponiendo a la zona metropolitana al peligro de volverse insustentable en términos hidráulicos tan pronto como en 2040.

En las próximas dos décadas, de acuerdo con las recientes estimaciones del IPCC, el planeta corre un muy alto riesgo de aumentar su temperatura promedio en 2° centígrados. En México este calentamiento tendrá dos consecuencias tan claras como inevitables. En primer lugar agudizará la escasez de agua potable, de por sí ya peligrosamente faltante en muchas zonas urbanas, desde Monterrey y otras ciudades del norte hasta la propia Ciudad de México y sus alrededores. Al mismo tiempo, y en trágica paradoja, aumentará la intensidad de los fenómenos ciclónicos y huracanes que traen las lluvias a nuestro territorio, lo que significa que tendremos aguaceros y aluviones cada vez más potentes en tiempos más cortos, un generador seguro de inundaciones en el Valle de México.

La falta de agua potable y el exceso catastrófico de lluvias será nuestra realidad en espacio de una generación, a menos que nos libremos de nuestra adicción a los combustibles fósiles. Por más deseable que sea esto, la paradoja es haría más difícil continuar trayendo de lejos hasta el Valle de México gran parte del agua potable que 25 millones de personas requerimos para vivir.

Mientras tanto, el inmenso aeropuerto, esa gigantesca plancha de cemento, metal y otros materiales, más el desarrollo urbano alrededor de él, ocupará de manera irreversible una parte sustancial y creciente del vaso ahora casi desecado del Lago de Texcoco. Clausurará de manera definitiva la posibilidad de volver a inundar ese cuerpo de agua y de restaurar, aunque sea de manera parcial, el sistema hidráulico de la antigua Cuenca del Valle, con el que grandes ciudades convivieron durante 2,000 años en razonable armonía. Ese sistema milenario que los españoles comenzaron a destruir desde mediados del siglo XVI permitía absorber dentro de la región las aguas de lluvia y atenuar el impacto de las inundaciones, además de provocar una abundancia del líquido para usos agrícolas y humanos.

Clausurar este aeropuerto y buscar otras opciones nos da una oportunidad corta, de no más de dos décadas, para tratar de regenerar partes significativas del sistema tradicional, impulsados por las propias comunidades de la región, que son depositarias de los conocimientos milenarios de convivencia con las aguas en la Cuenca. Reducir nuestra dependencia de agua lejana traída a gran costo y gasto de energía no sólo es deseable, es indispensable. Recuperar las zonas inundadas e inundables de lago para absorber las crecidas de agua producto de las lluvias es la mejor manera de proteger  a la población de estas catástrofes predecibles y siempre sorpresivas.

En la consulta popular de 2018 no sólo estamos definiendo el destino del tráfico aéreo, ni garantizando la comodidad de la pequeña minoría de mexicanos que utilizan aviones. Enfrentamos a una decisión histórica sobre el destino del Valle de México y de los más de 20 millones de personas que vivimos en él; una decisión en que se juega nuestra seguridad física contra las inundaciones y también la disponibilidad del agua potable de que vivimos. Por eso, debemos tomarla de manera cuidadosa, sin dejarnos arrollar por pretendidas necesidades económicas o contractuales, tampoco por certidumbres aeronáuticas. Esta decisión que concierne nuestra supervivencia misma ante el calentamiento global sólo puede ser política y democrática, nunca técnica. Sostener lo contrario como lo han hecho muchos miembros de la comentocracia implica subordinar la democracia, el derecho de participación y consentimiento del pueblo o de las mayorías a la dictadura de una tecnocracia que ha demostrado una y otra vez su ineptitud, su venalidad y su irresponsabilidad.

El aeropuerto de Texcoco es desde su origen un elefante blanco de dimensiones faraónicas concebido para garantizar el enriquecimiento desmedido y la continuidad en el poder del grupo Atlacomulco, ese ineficiente contubernio de políticos y empresarios que ha destruido su propio estado con tantas obras ecocidas y que ha demostrado, una y otra vez, su indiferencia ante la precariedad de la vida de las comunidades campesinas y los barrios urbanos de la entidad que (mal) gobiernan. Las inundaciones, según la visión de estos fallidos autócratas, son otra más de las cruces que deben soportar sus votantes, y todos los demás ciudadanos, como contaminación, pésimos servicios urbanos y sociales, feminicidios, desapariciones de menores, tráfico de personas y un largo, inaceptable, etc.

La técnica, además dista de ser monolítica: un proyecto de esta envergadura moviliza a la ciencias hidráulicas y ambientales, aeronáuticas y tectónicas, urbanísticas y sociales. Sobra decir que las consideraciones y resultados producidos por disciplinas tan variadas nunca son unánimes ni apuntan en la misma dirección. Es por esto también que la decisión debe ser pública y democrática. Balancear información contradictoria e insuficiente, tomar en cuenta intereses enfrentados y parciales, elegir entre opciones imperfectas no es tarea de ingenieros, sino de todos nosotros. Creo que en los últimos 50 años las mexicanas y los mexicanos nos hemos ganado el posibilidad de tomar estas decisiones y no dejar que las usurpen los intereses de unos cuantos. Defender este derecho es el mejor homenaje que le podemos hacer a los muertos, desaparecidos y reprimidos de tantos movimientos locales en defensa del medio ambiente.

En otras palabras nos toca decidir, entre todas y todos, cómo habremos de sobrevivir juntos en este Valle: si apoyamos el aeropuerto de Texcoco, atamos nuestro destino a un sistema inviable y artificial de ensuciar y desalojar el agua que deberíamos mantener aquí y de traer de lejos el agua que nos mantiene vivos, con los riesgos que eso puede implicar en los próximos 20 años. Si apoyamos otra solución, debemos abrir la posibilidad para regenerar parte de los sistemas de la cuenca y buscar una salida más viable y esperamos, más justa, a las crisis del agua que enfrentaremos. Esta es la verdadera decisión política, no la pistola técnica que ciertas élites tan desesperadas como egoístas quieren ponernos en la sien.

 

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Para poder entender la verdadera dimensión de las opciones en juego, es necesario reconstruir, aunque sea someramente, la historia ambiental del Valle de México. En primer lugar, hay que recordar que el Valle era en realidad una Cuenca antes de que los españoles abrieran en el siglo XVII el tajo de Nochistongo, la primera obra de desagüe artificial de la región, una gigantesca  empresa que costó la vida de decenas de millares de trabajadores forzosos indígenas. Esto quiere decir que no tenía un desagüe natural y que el agua de lluvia que caía en las montañas y bosques, la que brotaba en los abundantes manantiales y bajaba por los incontables ríos, permanentes o estacionales, terminaba en el sistema lacustre y no seguía su camino hacia ningún océano. Por ello los lagos ocupaban la mayor parte del piso de la cuenca, hoy cubierto en excesiva proporción por la mancha urbana. Los del norte, Xaltocan, Zumpango y Texcoco eran salados, los de Chalco y Xochimilco, al sur eran más profundos y tenían agua dulce.

Naturalmente, los niveles de los lagos y la cantidad de agua en todo el sistema variaban de acuerdo con la estación y a veces de manera abrupta y catastrófica. El mayor peligro en este sistema era la súbita abundancia de líquido, a veces en forma de aludes, bajadas de agua, inundaciones y tempestades. La escasez, en temporada de secas, hacía que buena parte de los lagos salados se convirtieran en pantanos.

A lo largo de miles de años, los seres humanos aprendieron a vivir en este complejo sistema hidráulico, a aprovechar sus indudables ventajas y a paliar sus peligros y sorpresas. El ecosistema lacustre, pantanoso y fluvial era de una riqueza sorprendente. La abundancia de agua no sólo permitía cultivar hasta dos cosechas por año en las riberas de los lagos del sur, y en las chinampas, jardines artificiales que se construían hacia el interior del agua. También atraía aves acuáticas que eran una invaluable fuente de alimentación y procreaba un sinfin de criaturas comestibles: gusanos, larvas, limos, camarones, ajolotes, peces de todos tipos. El agua era además un utilísimo medio de transporte, sobre todo en una parte del mundo en que no había animales de tiro para ayudar a llevar cargas pesadas. Por eso, muchas poblaciones se construían al borde, o en medio, de los lagos. Desde la primera gran ciudad de Cuicuilco, construida al borde del lago de Xochimilco, hace 2,500 años, hasta Teotihuacan, Tenayuca, Texcoco, y la famosa México-Tenochtitlan, inmensas urbes se sucedieron en la cuenca de México y sobrevivieron durante siglos sin destruir nunca el sistema hidráulico de la cuenca. Lo hicieron porque sus habitantes sabían perfectamente que de las aguas que caían, fluían y se acumulaban en los lagos dependía precisamente la viabilidad de su vida.

En vez de agredir este complejo sistema hidráulico y ecológico, aprendieron incluso a potenciar sus ventajas, a regular el flujo de las aguas para separar las salobres de las dulces y reducir la salinidad los lagos del norte. Esto permitió el crecimiento de las chinampas alrededor de México-Tenochtitlan e hizo de esta urbe una de las más pobladas del mundo en el siglo XVI. Los mexicas, o aztecas, no sólo eran temibles guerreros y contumaces sacrificadores, también eran expertos en la explotación, el mejoramiento y el cuidado de los medios ambientes lacustres en que habían vivido siempre, desde la remota Aztlán. Lo mismo eran sus vecinos, los más de 50 pueblos otomíes, nahuas, mazahuas que vivían alrededor del sistema lacustre. Para mantener limpias las aguas, por ejemplo, usaban un sistema de recolección sistemática de las heces fecales que luego eran distribuidas como abono en los campos de cultivo.

Para paliar los peligros de subidas de agua e inundaciones aprendieron también a construir diques y albarradones, canales y zonas inundables. Claro que el ingenio y la laboriosidad humanas no bastaban siempre para contener la furia de los elementos, sobre todo las impetuosas lluvias de septiembre o la fuerza de los manantiales que brotaban en Chapultepec, Coyoacán y otros lugares. Las historias de los pueblos indígenas nos cuentan de inundaciones trágicas, como la que costó la vida a Ahuítzotl, el tlatoani o rey mexica, que mandó construir un caudaloso acueducto desde Coyoacán en contra de las advertencias que le hizo el gobernante de ese lugar.

Para los españoles que impusieron su dominio sobre la región en 1521, en cambio, los lagos y el agua fueron siempre enemigos. No sólo dificultaron enormemente su conquista de México-Tenochtitlan, sino que amenazaban con inundar a la ciudad que construyeron sobre las ruinas de la antigua capital mexica. El medio pantanoso les parecía además amenazante e insalubre: fuente de miasmas y enfermedades, criadero de sabandijas. Los conquistadores se negaban a comer los ricos alimentos criados por el lago, tampoco comprendían ni respetaban el complejo sistema de manejo de las aguas que construyeron y siguieron manteniendo los indígenas bajo el régimen colonial, aunque con cada vez menos coordinación. Por ello destruyeron los albarradones y contaminaron las aguas con sus excrementos y basura.

Esta actitud negativa culminó en la decisión de secar el lago de Texcoco, tomada ya a mediados de XVI. Para lograrlo construyeron el desagüe artificial de Nochistongo, en la misma ruta que se emplea hasta hoy para desalojar las aguas residuales del Valle de México. Parte de su objetivo, desde luego, era hacerse de las tierras desecadas alrededor de la Ciudad de México y abrir nuevos terrenos para la agricultura europea y la crianza de vacas, ovejas y puercos.

Desde entonces, la práctica de ensuciar las aguas del Valle y tratarlas como aguas negras que deben ser desalojadas de la región se ha generalizado y agravado. Este descuido sistemático y repetido ha degradado ríos y bosques, deteriorado ambientes urbanos, contaminado el sistema, convirtiéndolo realmente en la fuente de enfermedades que los españoles atribuían a los antiguos lagos. La historia de ecocidios cometidos en los últimos cinco siglos incluye, por ejemplo, las decisiones de echar aguas negras a los lagos de Chalco y Xochimilco, tomadas en la segunda mitad del siglo XX. Estas barbaries burocráticas y urbanísticas lesionar gravemente dos grandes regiones viables de producción agrícola que eran hogar de varias comunidades nahuas y mestizas y que se mantenían gracias sus ancestrales prácticas chinamperas y de gestión de las aguas.

El problema irresoluble de pretender desaguar las aguas de la Cuenca para volverla en Valle es que hay momentos en que la lluvia puede ser tan fuerte que el sistema de desalojo no logra sacar toda el agua, o tiene que ser cerrado para que el alud no lo destruya, como sucedió con el Tajo de Nochistongo. El 21 de septiembre de 1629 una tormenta de 40 horas provocó una subida de varios metros en el nivel del lago y la inundación de la Ciudad de México. El constructor del desagüe cerró el Tajo por miedo a que la crecida diera al traste con su obra en curso. Las aguas no se retiraron en 5 años y más del 90% de las familias españolas se vieron obligadas a dejar la ciudad. Los daños a los pueblos nahuas, otomies y mazahuas de la región deben haber sido también graves, pero fueron paliados por las chinampas, pantanos y canales que dirigían y amansaban mejor el ímpetu del agua.

Este recordatorio de la precariedad de los arreglos ecológicos que querían imponer los españoles se repitió una y otra vez. Sin embargo, sólo hizo más fuerte a sus ojos el imperativo de secar los lagos y destruir la Cuenca. Sin embargo, el sistema lacustre de la Cuenca era tan grande y tan resiliente que el obcecado ecocidio español no se pudo consumar en los tres siglos de la Colonia. Lamentablemente, la bandera fue retomada por los gobiernos independientes mexicanos. Los impulsaba el mismo desprecio por los conocimientos y las prácticas de las comunidades indígenas y mestizas que vivían en y del agua, que la cuidaban y también la sabían temer. Para las nuevas élites mestizas y criollas de México el lago era salvaje e insalubre, un obstáculo y una amenaza al desarrollo urbano y agropecuario, un refugio de indios primitivos, una amenaza a la vida decente y civilizada de las élites urbanas, y también, sobre todo, una maravillosa oportunidad de despojo y de lucro desmedido.

La desecación total del lago de Texcoco, lograda bajo el régimen de Porfirio Díaz, transformó de manera casi definitiva la Cuenca de México en Valle, lo que obligó a ampliar, profundizar y extender el sistema de desalojo artificial de las aguas, inaugurado por los españoles más de 400 años antes. Este sistema hidráulico artificial se ha mantenido a gran costo hasta la fecha pues es indispensable sacar las aguas de lluvia y residuales de la región para reducir cualquier inundación.

A lo largo del siglo XX, cuando la población de la Ciudad de México y su zonas conurbadas pasó de menos de un millón a más de 20, se hizo necesario también traer agua potable a la región, pues esta perdió su autosuficiencia hidráulica. Hacerlo implicaba también realizar costosas y gigantescas obras de captura y canalización de las cuencas de ríos lejanos: el Lerma y el Cutzamala. Privar de cantidades significativas de agua a estos valles significó despojar a las comunidades que vivían de ella, y ha llevado, entre otros daños ecológicos, a la desecación del fértil sistema lacustre del Lerma al oriente del valle de Toluca. Fue posible por sucesivos actos de centralismo político autoritario del gobierno priísta. Espero que tales imposiciones no se puedan repetir en el XXI, pero eso mismo significa asumir que ante la creciente escasez ya no contaremos con más sino con menos agua venida de lejos.

De esta manera, el milenario sistema sustentable en el que el agua abundaba, ha sido destruido por un sistema cada vez más oneroso en que el agua que abunda es una amenaza y el agua que se requiere es cada vez más escasa.

La escala de las obras civiles requeridas para mantener el arreglo artificial del Valle de México es impactante: el drenaje profundo es una de los túneles más grandes jamás construidos, el acueducto de Cutzamala mide casi 220 kms de largo y debe vencer un desnivel de 1,100 metros para subir al Valle. Estas hazañas de ingeniera han sido motivo de orgullo para los ingenieros y funcionarios que las han impulsado, y no es para menos. Han sido menos celebradas por las comunidades despojadas de recursos acuáticos, de territorio, de montes y manantiales en aras de las necesidades de la ciudad capital.

Hemos visto que en el siglo XXI, existen varias razones para temer por la continuidad de este arreglo artificial. Para colmo, la construcción del aeropuerto en Texcoco hará mucho más pequeñas las zonas inundables en el Valle, precisamente cuando sabemos que estas se harán más indispensables por causa del previsible aumento en la intensidad de las lluvias y el creciente peligro de inundaciones catastróficas. Además, el campo aéreo detonará la urbanización y el crecimiento de la población en una de las pocas zonas no cubiertas ya por la mancha urbana. Esto conducirá a un crecimiento inevitable en la demanda de agua potable importada y en la generación de más y más aguas negras que habrá que desalojar.

El siguiente escenario parece tan predecible como inevitable. En algún momento del futuro el Valle sufrirá una caída de lluvia de dimensiones extraordinarias, producto de un huracán o ciclón. Esta agua, contaminada e impetuosa, no podrá ser absorbida por los canales y túneles de desagüe y se derramará sobre el antiguo lago en forma de una potente inundación. Desde luego, los operadores del Aeropuerto harán lo necesario para que no cubra las pistas ni dañe las valiosas instalaciones, por lo que ese torrentes inmenso e inmundo encontrará su salida sobre zonas habitadas y campos de cultivo, provocando daños inmensos en los alrededores, precisamente en las comunidades más humildes y peor protegidas.

No debemos creer las promesas de los técnicos que aseguran tener todos estos riesgos bajo control. Conocemos repetidos casos de fallas catastróficas en carreteras, puentes, diques, obras hidráulicas construidas por ellos. Además, la dimensión de los más recientes desastres naturales en el mundo nos indica que las estimaciones de riesgo y las medidas paliativas suelen subestimar el impacto y la intensidad de las mega catástrofes. ¿Tenemos alguna seguridad de que las autoridades mexicanas habrán tomado las precauciones necesarias en caso de una lluvia catastrófica? La información que han dado respecto al destino del Lago Nabor Carrillo y del resto del vaso del lago ha sido tan fragmentaria como contradictoria, lo que no inspira ninguna confianza.

Construir el aeropuerto en Texcoco implica condenarnos de manera irreversible a mantener el sistema artificial de desalojo de aguas residuales e importación de agua potable. Ninguno de los estudios de viabilidad ecológica que se han difundido hasta hoy aborda de lleno este tema, ni ofrece soluciones al mismo.

La consulta de estos días nos ofrece la posibilidad, única en nuestra historia, de decidir entre todas y todos no sólo sobre el futuro de un aeropuerto, sino de optar entre terminar de destruir el sistema natural de las aguas en el Valle de México o apostar por la posibilidad de regenerar, aunque sea de manera parcial, uno de los ecosistemas más ricos del mundo. Detener la barbarie de Texcoco no sería en este sentido más que el comienzo de la lucha que debemos librar por la ecología de nuestra Cuenca y por la viabilidad de nuestra vida en ella.

No nos dejemos chantajear por argumentos contractuales, ni apantallar por la jerga de los tecnócratas. Está en juego nuestro futuro y la decisión debe ser nuestra. Lo merecemos.


El autor es miembro del Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México.

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