Columnas

Vivir la ciudad

Vivir la ciudad

11 julio, 2015
por Juan Palomar Verea

Publicado originalmente en El Informador

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Dice la socióloga Saskia Sassen, en una entrevista reciente: “Hay una modalidad, un estilo de vida, que es quedarse en casa mirando la televisión. Recuerdo una noche que estaba caminando con el responsable de la planificación urbana de Berlín y me decía que el gran desafío como planificador de una ciudad es conseguir que la gente esté en la noche en la calle.”

Desde su origen, las ciudades ubicadas en latitudes similares a la de Guadalajara, de clara raigambre mediterránea, han basado su vida cotidiana en las favorables condiciones del clima. De allí que, tradicionalmente, muchas de las actividades diarias se den en el exterior, o en espacios abiertos o semiabiertos de transición, hecho que en sí mismo genera toda una gama de relaciones sociales.

Pensemos simplemente en los mercados, espacios en los que, de manera totalmente espontánea se produce un intercambio entre el clima y las actividades humanas, dando como resultado un continuo reforzamiento de los lazos comunitarios y una afirmación del papel del individuo frente a la comunidad. En tales ámbitos conviven e interactúan marchantes, comerciantes, ayudantes de diversas clases, simples paseantes, individuos que han caído fuera de las redes sociales convencionales (indigentes, desempleados, todo tipo de integrantes de los sectores informales en situación extrema); todos ellos construyen, cada día, un conjunto humano reconocible y unido por códigos comunes, y en el que cabe una indudable solidaridad. Junto con el espacio físico que les da albergue –el mercado- todos estos actores contribuyen a la vigencia de la ciudad.

Estos núcleos de civilidad e intercambio constituyen los nodos estructurales en la trabazón urbana: de manera natural, hermanan los afanes (económicos, sociales) de los habitantes con el medio físico y arquitectónico en los que tales núcleos se enclavan. A pesar del surgimiento desde mediados del siglo pasado de los “malls” o centros comerciales, en los que las dinámicas descritas se encuentran drásticamente mediatizadas y limitadas, el sistema tradicional de mercadeo (multiplicado, por ejemplo, por los tianguis) parece prevalecer y gozar de robusta salud.

En otra escala, podemos hablar de ciertos núcleos de civilidad que funcionan de manera vespertina y sobre todo nocturna: los muy diversos puestos callejeros que funcionan casi por toda la ciudad (exceptuando ciertas colonias “residenciales” y los impracticables bordos amurallados de los “cotos”). Constituyen pequeños focos de intercambio comercial y gastronómico, pero sobre todo, son puntos en los que la comunidad ejerce su comunicación y su convivencia. Cada puesto teje una pequeña red de mínimos hitos, de clientes habituales, muchas veces de tertulia, y de un –para muchos- invaluable contacto humano.

Atendiendo a Saskia Sassen, lo opuesto a este estilo de vida es quedarse encerrados viendo la televisión. Y, como deseaba el planificador berlinés, Guadalajara sabe vivir sus calles de noche. Y hay que decir, en elogio esperanzado de Guadalajara, que así como los mercados populares prevalecen, la vida urbana en las calles tapatías permanece también vigente, y actuante. Los puestos callejeros nocturnos son muchas veces pequeños faros, ámbitos de convivencia, remedio contra la soledad urbana, pilares de la seguridad y la normalidad urbana de sus entornos.

Los núcleos de civilidad mencionados se oponen –hasta ahora con ventaja- al imperio esterilizante y lobotomizante de la televisión, al individualismo desintegrador, al consumismo anónimo y depravador. Núcleos de civilidad que, en alianza con nuestro clima por lo general benigno y con la secular idiosincrasia de la población, prosiguen haciendo de Guadalajara –a pesar de todos los pesares- una ciudad amable, vivible.

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