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Columnas

Vivienda, nuevas alternativas

Vivienda, nuevas alternativas

17 julio, 2017
por Arquine

Extracto del texto de Manuel Gausa publicado en el número 22 de la Revista Arquine, invierno del 2002 | #Arquine20Años

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1. Dispositivos dinámicos

Las sucesivas aproximaciones al tema de la vivienda que, durante los últimos años he tenido ocasión de realizar, han acabado remitiendo siempre, de hecho, a una preocupación personal más general por explorar los propios límites del proyecto contemporáneo y su capacidad para generar nuevos dispositivos formales más allá del hábito disciplinar o de la simple convención asumida (técnica, tipológica, sintáctica). Dispositivos confiados en una optimista “invención de la forma” apoyada tanto en la construcción de universos plásticos insólitos —autónomos, individuales, subjetivos— como en la definición de esquemas conceptuales más abstractos en relación directa con la propia interpretación del espacio físico —y cultural— contemporáneo.

Una forma entendida —tal y como acertadamente señala Fernando Porras— como un “vínculo de relaciones susceptibles de remitir a posibles diagramas tácticos de referencia, instrumentos estratégicos, destinados precisamente a favorecer una correspondencia más abierta entre formalización y concepto, entre realidad y abstracción, abordando dichos términos en su sentido más generativo, evolutivo, productivo (…)”. Una forma que más que como el resultado final de una minuciosa composición acabada en sí misma aparecería, pues, como una combinación precisa entre otras potencialmente posibles; un “momento paralizado” dentro de un proceso “interrumpido”, aunque teóricamente abierto en el tiempo. Una forma, pues, en “estado de latencia,” concebida, en definitiva, más como fruto de un sistema que de una composición: sistemas abiertos frente a composiciones cerradas.

Sistemas que revelarían su aptitud para asumir dos importantes supuestos:

1. Por una parte, la definitiva transferencia del proyecto contemporáneo del simple artificio clásico —la deformación más o menos bizarra o ingeniosa de lo “natural”— a lo decididamente artificial —lo autónomo, lo insólito, lo “nuevo”.

2. Por otra, la propia capacidad de la cultura contemporánea para trascender lo episódico y remitir las acciones a procesos estructurales, a escalas superiores, en sintonía con una nueva conciencia del propio paisaje —virtual, material y global—generado alrededor.

La rigidez, previsibilidad y permanencia propias de la ciudad “clásica” —y de los parámetros de proyecto a ella asociables (control, figuración, estabilidad)— han cedido, en efecto, ante la indeterminación y mutabilidad de la ciudad contemporánea más receptiva, por el contrario, a mecanismos abiertos con capacidad de evolución y perturbación. La sustitución, en el proyecto contemporáneo, de la idea cerrada de composición (definición exacta y diseñada de las partes) por la de “sistema” (mecanismo “abierto” o ideograma vector susceptible de propiciar múltiples combinaciones y manifestaciones formales diversas) constituye, de hecho, uno de los mayores exponentes del cambio de paradigmas que caracteriza hoy la disciplina.

En este marco, la nueva vocación “protésica” de la arquitectura contemporánea —tan eficazmente descrita por Marc Wigley en sus múltiples aproximaciones al tema— no radica tanto en esa constante situación de “adición” a un cuerpo anterior inherente al propio acto arquitectónico como en el hecho de que —a diferencia del pensamiento clásico en el que toda suplementación todavía se realizaría a imagen y semejanza de una realidad aparente, estable, inmutable— hoy dicha realidad no podría ser, ya, la única fuente de inspiración. La arquitectura no puede limitarse, en efecto, a “extender” el cuerpo, sino que debe ser un suplemento activo y funcional, un mecanismo autónomo y receptivo a un tiempo, “extraño” y a la vez sensible a lo particular, capaz de regirse por sí mismo y, al mismo tiempo, sostener y potenciar al anfitrión.

La auténtica dimensión cultural de la arquitectura contemporánea proviene, en este sentido, de esa disposición a encarar con eficacia la aparente indefinición y debilidad de la realidad que nos rodea desde una nueva lógica, más estratégica que figurativa, que vería en el lugar (y en el cruce de fuerzas que lo surcan) ya no un envolvente protector, un referente seguro, sino una situación incompleta que hay que “reestructurar” y “reimpulsar”.

 

Formas de vida

El espacio residencial evidencia, en efecto, de modo particularmente paradigmático esa constante “condición paradójica” del territorio contemporáneo: un territorio articulado a partir de la rotundidad y potencia épica de aquellas operaciones estructurales de movilidad y comunicación que lo vertebran (capaces de enlazar lugares y acontecimientos singulares, únicos, insólitos) pero, al mismo tiempo, desarrollado figurativamente (en aquellas operaciones inmobiliarias que acaban marcando su identidad) desde la ponzoñosa ramplonería de unos patrones encorsetados e inadecuados, tanto en las economías, espacios, usos y atmósferas que propician como en las iconografías y técnicas constructivas a ellos asociadas.

Material básico de la ciudad, el tema de la vivienda se enfrenta a un esclerótico anquilosamiento de sus fórmulas precisamente por el obligado tributo que éstas todavía rinden a los seguros y ensayados “modos” de aquellos modelos edilicios y urbanísticos preconizados por la disciplina oficial en los últimos veinte años: modelos confiados en una ciudad “impuesta” de modo anómalo sobre el territorio. Pequeñas quimeras de orden, armonía y homogeneidad, perplejas de repente ante la acelerada e imprevisible situación de convivencia que se produce hoy con nuevas áreas salvajes y heterogéneas de mestizaje, contradicción y libertad, propias no sólo del actual tejido cultural y social, sino del propio tejido urbano: un tejido que ya no sería unitario y completo, sino fruto de constantes dinámicas de transformación, mezcla, fractura y mutación.

Es éste un espacio complejo que precisa, definitivamente, un nuevo instrumental operativo capaz de generar “catalizadores de energías”, más que figuras indiferentes sobre un fondo ausente: “Paisajes operativos” dispuestos sobre “paisajes de cruce”; nuevas geografías de relación.

 

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2. Mapeo: comercial, universal, trivial

La exposición y el catálogo “Propiedad Internacional”, concebidos por Yago Conde y Bea Goller, proponían en su día —a través de una selección de anuncios de prensa y mensajes extraídos de los mass-media de todo el mundo— una reflexión sobre el fenómeno inmobiliario y su influencia en la construcción del territorio: la vivienda se manifestaba, en este sentido, como el “producto” por antonomasia. Un bien de mercado insertado de lleno en los mecanismos de la sociedad de consumo y, por tanto, sujeto a corrientes comerciales proclives mayoritariamente a la generalización —y trivialización— de los mensajes: patrones comunes de vocación universal (la nostalgia de lo rural, la caricatura del bienestar, la evocación de lo atemporal) dirigidos a lo más arraigado, estable y permanente del imaginario colectivo. Códigos compartidos, sorprendentemente, a escala planetaria por una nebulosa “clase media” que habría convertido sus afanes en un “elemental y abstracto sistema de ideologías”.

George Ritzer describe perfectamente este fenómeno generalizado de lo que él define como “MacDonalización de la sociedad y el consumo”, basado en cuatro estándares básicos: eficacia (relación directa entre apetito y satisfacción), rentabilidad (un producto aparentemente bueno, más barato), previsibilidad (una imagen identificable, reconocible, familiar) y control (orden, repetición y convincente “asepticismo”). En este marco, el tema de la vivienda sigue constituyendo un campo particularmente proclive al convencionalismo, a la repetición (por parte de promotores privados y, en última instancia, también públicos) de arquetipos acomodados en las seguras pautas de un ambiguo “neolenguaje” ecléctico y tozudamente conservador (incluso en momentos como el actual en que parece despertar en la disciplina una clara voluntad de reproposición teórica del tema). Una “esclerosis” que no sólo alude a aquellas operaciones meramente especulativas, sino también, en muchas ocasiones, a aquellas que, utilizando una expresión comúnmente aceptada, tenderían a ser calificadas de “cultas”. Porque éste sigue siendo, en efecto, un tema particularmente lastrado por nuestro pasado reciente.

La permanencia, de unos pretendidos “invariantes” (tipología, morfología, trazado, construcción) susceptibles de remitir las intervenciones a una metafísica comunión con el contexto. Durante buena parte de las dos pasadas décadas éste ha sido, en efecto, el principal objetivo del urbanismo oficial: la “recuperación” o “recreación”de un espacio urbano de siluetas tradicionales cuya “recomposición” se habría confiado principalmente a un urbanismo pragmático y celador basado en la pretendida seguridad del dibujo ordenador: la planificación nostálgica como voluntad compositiva, como acción prioritariamente figurativa, inclinada hacia la reconstrucción del tejido o, en los nuevos desarrollos del extrarradio, hacia su evocación. Modelos derivados de una concepción arcaizante de lo urbano en la que un centro histórico, pintoresco y rememorador conviviría con una corona de pequeñas arcadias a su alrededor, caricaturas de ciudad-jardín o neoensanches tipistas directamente deudores de cierta imaginería seudoculta y (o) seudovernacular, confiada aún en la eficacia de aquellos parámetros aparentemente esenciales del discurso arquitectónico (trazados geométricos, disposiciones axiales, composiciones simétricas, construcciones “sólidas”).

La rutina y un pragmatismo malentendido tienden todavía a alentar este tipo de abordajes basados en la utilización de convenciones asumidas y aceptadas de antemano, que no parecen responder ya a ningún otro estímulo, salvo quizás al de aquellos viejos clichés de atavismo sentimental, todavía momentáneamente rentables, desde el punto de vista económico o político. Códigos confiados en la “garantía” de los viejos patrones y en la aparente estabilidad y permanencia de las decisiones pero que, sin embargo, cada vez presentan mayores conflictos a la hora de medirse con una realidad mucho más compleja, rápida e incoherente, hecha de sacudidas y cambios y empeñada en contradecir, una y otra vez, cualquier anecdótico sueño de orden y armonía.

1. Cambios también en el propio escenario envolvente, no remitible ya al bucolismo cívico, doméstico, litúrgico, sino a la contundencia de los “no lugares”, a la constante mutabilidad de los espacios de margen, a la estridencia de los paisajes cotidianos; un espacio de relaciones y desvinculaciones —a un tiempo—, de coexistencias y extrañamientos; un espacio sujeto a nuevos rituales (comerciales, lúdicos, mediáticos) y nuevos focos de actividad en el que las cosas tienden a resultar “próximas” y “lejanas” a un tiempo, “conocidas” y “sorprendentes”, banales (por mediatizadas) y sugestivas (por inesperadas, recientes…)

2. Cambios, por último, en los propios modos de vida que se adivinan (y por tanto en las respuestas arquitectónicas a ellos referidas) sensibles a la actual heterogeneidad de realidades espaciales y a esa mezcla difusa entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo previsible y lo sorpresivo que tiende cada vez más a articular experiencias y comportamientos, dado el papel relevante que cobran las nuevas tecnologías, informáticas y telemáticas, y los medios de comunicación en la vida laboral y doméstica. Nuevos modos de vida afectados por múltiples agentes exteriores y entre cuyas manifestaciones más destacables cabe apuntar:

3. La transformación de la “unidad familiar”, con un predominio de las parejas sin hijos o con pocos hijos y la significación creciente de los “individuos” por encima de los “clanes”. En este marco, la progresiva sustitución de la idea clásica de “convivencia” —comunión de comportamientos— por la de una “cohabitación” —contrato (o relación) meramente espacial— susceptible de favorecer la independencia tanto de acciones y comportamientos diversos como de necesidades individuales cambiantes.

4. La creciente sensibilización hacia colectivos marginales (focos de pobreza, individuos “sin hogar”, refugiados, países terceros, etcétera). Pero también la nueva conciencia de un tipo de vida doméstica errante, progresivamente diseminada en la metrópoli: la sustitución del espacio privado por un espacio de servicios desparramado a nivel urbano (bares, restaurantes, lavanderías, clubes deportivos, centros de ocio, etc.) en una ciudad convertida en una gran “casa dispersa” para un usuario nómada.

5. La constante fluctuación del mercado de trabajo y la sensación a ella asociada de inestabilidad laboral, con la consiguiente dificultad de una planificación económica a largo plazo (y, por tanto, de un acceso claro a la vivienda de propiedad); y la manifestación, pues, de un cambio de paradigmas que favorecería una progresiva aceptación de la movilidad residencial, una necesaria reversibilidad en las decisiones, un incremento de la vivienda de alquiler, etcétera.

6. Y por último, la progresiva “coparticipación” de los miembros activos en la economía familiar y, por tanto, la necesidad de una reducción de las tareas domésticas que favorecería una nueva concepción de los espacios servidores (cocina y baño) llamados a convertirse en ciertos casos en verdaderas áreas lúdicas (“baño-gimnasio” o “cocina-laboratorio”) con un progresivo componente tecnológico.

 

3. ¿Estrategias?

Todos ellos serían indicios de una evolución en los hábitos sociales que permiten señalar nuevos conceptos en el abordaje del hábitat contemporáneo: nuevos conceptos en el diseño del propio espacio habitado (la célula residencial y el paisaje interior a ella remitido) pero, también, en la definición de aquellos nuevos sistemas urbanos de soporte (y por tanto de los paisajes relacionales a ellos asociados) destinados a asegurar una eficaz (y renovada) relación entre vivienda, ciudad y territorio. Dos términos —paisaje interior y paisaje exterior— que aludirían, en cualquier caso, a la propia redefinición del espacio residencial y que, en último término, estarían necesariamente llamados a combinarse entre sí.

 

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4. Otra colonización

Sin embargo, hoy somos conscientes de que la mayor crisis de alojamiento no se da precisamente en aquellos países más desarrollados, sino en países “terceros” sujetos a vertiginosas mutaciones y crecimientos exponenciales: un quinto de la población mundial se localiza hoy en asentamientos humanos “clandestinos”, estructuras espontáneas desarrolladas en espacios desestructurados, consecuencia de los rápidos aumentos demográficos y del déficit generalizado de viviendas económicamente accesibles. Bidonvilles, favelas y barrios de chabolas configuran así estructuras al margen de cualquier orden y planeamiento; aglomeraciones masificadas y conflictivas pero también, como bien señala Charles Correa, generadoras de nuevas respuestas espaciales al tema del hábitat surgidas directamente de las sociedades que las han generado.

Manifestaciones espontáneas relacionadas con aquellas otras surgidas en situaciones inesperadas de catástrofe o emergencia civil (terremotos, erupciones, riadas, incendios, conflictos bélicos) que generan, también aquí, respuestas autoorganizadas de colectivos voluntarios a fin de suplir una ineficaz maquinaria oficial, a menudo paralizada por la imprevisión. Situaciones que deberían ser debidamente contempladas por las organizaciones civiles a la hora de diseñar soluciones eficaces para el traslado, reubicación y alojamiento de poblaciones en tránsito, precisadas de sistemas alternativos suficientemente dignos y cualificados para asegurar nuevos núcleos habitacionales en zonas de ocupación más o menos temporal.

En todos los casos se aprecia la importancia de trabajar con una posible “colonización efímera” del paisaje asociada a la posibilidad de concebir sistemas reversibles de construcción y ocupación del suelo; ello sugiere un posible trastocamiento entre lo “urbanizable” y lo “no urbanizable”, entre lo estable y lo temporal y, por tanto, una revisión del clásico anhelo de “propiedad residencial” y del valor de ciertos suelos a él referidos; la estratégica previsión de ciertas “áreas de colonización suave”, de baja densidad e impacto (en condición de uso temporal y no de propiedad) permitiría, en efecto, el reciclaje de terrenos en desuso, de escasa o nula rentabilidad inmobiliaria, pero de fuerte valor ambiental (canteras, laderas agrícolas, antiguas infraestructuras reutilizadas, márgenes recuperados, etcétera).

Se hace cada vez más necesario resolver, de modo adecuado e imaginativo el alojamiento, de aquellos sectores crecientes de población. El aprovechamiento cualificado de espacios no rentabilizables y la utilización de estructuras temporales, a base de construcciones ligeras, permitirá generar proyectos de alojamiento público de bajo costo y alta calidad.

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