Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
5 febrero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El lunes 5 de febrero de 1917 el Diario Oficial publicó la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos que reformaba la del 5 de febrero de 1857. La palabra casa se menciona cinco veces: el artículo 26 dice que “ningún miembro del Ejército podrá alojarse en casa particular, contra la voluntad del dueño;” el artículo 27 habla de casas curales, el 73 de casas de moneda, el 123 de casas de juego y de que serían “consideradas de utilidad social las sociedades cooperativas para la construcción de casas baratas e higiénicas, destinadas a ser adquiridas en propiedad, por los trabajadores en plazos determinados.” También en el 123 se menciona, por única vez en la constitución, la palabra habitación:
En toda negociación agrícola, industrial, minera o cualquiera otra clase de trabajo, los patronos estarán obligados a proporcionar a los trabajadores, habitaciones cómodas e higiénicas, por las que podrán cobrar rentas que no excederán del medio por ciento mensual del valor catastral de las fincas. Igualmente deberán establecer escuelas, enfermerías y demás servicios necesarios a la comunidad. Si las negociaciones estuvieren situadas dentro de las poblaciones, y ocuparen un número de trabajadores mayor de cien, tendrán la primera de las obligaciones mencionadas.
En ninguna parte de aquél texto se incluyó la palabra vivienda. Tras múltiples reformas, a sus 99 años, la Constitución de México perdió una mención de la palabra casa —casas curales—, habitación aparece cinco veces, de nuevo aclarando que deben ser cómodas e higiénicas y, además, baratas. Vivienda se menciona ahora doce veces. La más importante probablemente sea en el artículo 4º —en una reforma de 1983—: “toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa.” En 1999 se adicionó al mismo artículo que “toda persona tiene derecho a un medio ambiente adecuado para su desarrollo y bienestar.” Por supuesto cabe preguntar por qué si el medio ambiente adecuado es un derecho individual, la vivienda digna sólo es un derecho familiar. De cualquier manera la Constitución no aclara qué podemos entender por vivienda digan y decorosa —y no tiene por qué hacerlo: es la ley fundamental, no un diccionario ni una enciclopedia, menos un tratado del buen vivir.
En 1924, siete años después de que se publicara la Constitución del 17 en el Diario Oficial y 59 antes de que se incluyera la mención a la vivienda digna y decorosa en el artículo cuarto, Alfonso Pallares publicó en el periódico Excelsior un artículo titulado Cómo habita el pueblo mexicano. “Es bien sabido que ochenta por ciento de la población de la república es analfabeta, ¿qué proporción de habitantes de la misma habita en moradas dignas de hombres civilizados?,” se preguntaba. Como buena parte de la burguesía bien intencionada de finales de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, en México y en el mundo, Pallares veía con una mezcla de vergüenza, asco y disgusto los lugares en que habitaban los más pobres del país y pensaba que transformar esos espacios sería causa y no efecto de la mejoría económica, pero también social y cultural de aquellos. Revolución con arquitectura, podría haber dicho parafraseando el título de Le Corbusier, publicado por esos años. Pallares llega a decir que “tanto o más como infundir odio a no saber leer, escribir o contar, hay que imprimir odio a vivir, habitar en chozas de carrizo y barro, en jacales de adobe sin puertas ni ventanas, en accesorias hediondas, en casas desvencijadas y fétidas.” Edificios, agrega, donde todo es malo y los pisos ni se levantan ni se diferencian de la tierra.
Más de noventa años después del artículo de Pallares y a tres décadas de que el derecho —para las familias— a una vivienda digna y decorosa se inscribió en la Constitución, el suelo de tierra sigue siendo emblema de pobreza y gobiernos van y vienen con promesas de un piso firme para todos. Un piso de cemento que parece garantía de modernidad, como si la tierra fuera un atavismo troglodita —así lo calificó Pallares en 1924— y la casa, sin la escuela, el hospital, el espacio público, el paisaje o la ciudad, se bastara sola. Cierto que mucho de eso ya ha sido promulgado como un derecho, pero falta, quizás, entretejerlos no sólo en la ley sino, sobre todo, en la realidad. Aun con piso firme, no hay vivienda digna y decorosa si, relativamente cerca, no existe ni una escuela ni un parque.
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