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Columnas

Vivienda autoproducida, no chatarra

Vivienda autoproducida, no chatarra

24 febrero, 2021
por Gustavo Romero

Quiero comentar el artículo “Vivienda chatarra”, que plantea una crítica al nuevo programa de asistencia y financiamiento de la SEDATU, dirigido a la “autoconstrucción de vivienda llamada popular”, ya que tiene una interpretación que es necesario aclarar.

El texto hace referencia al fenómeno de crecimiento y transformación urbana de la ciudad de México entre 1940 y 2015. Nos dice que la población creció por seis y que el crecimiento de su área fue 23 veces. Esto es una confusión que compara el área metropolitana de la Ciudad de México con la de la ahora Ciudad de México y su población y no con la de toda el Área Metropolitana de la Ciudad de México (AMCM), que es de 21 millones. Después hace una comparación con Nueva York en el mismo lapso de tiempo, lo cual es muy discutible por las diferentes condiciones históricas. En ese caso, habría que comparar con el crecimiento de Nueva York durante el siglo XIX, particularmente en la segunda mitad con  la gran inmigración europea. Luego compara el crecimiento de personas con la misma relación y dice que “llegaron o nacieron en la ciudad de México 60 personas por cada 10 que ya vivían ahí y ocuparon 23 veces más espacio”, volviendo a confundir la ciudad con toda el AMCM.

Posteriormente se hace una interpretación sólo urbanística de las ocupaciones del suelo en el AMCM, donde pareciera ser que esto se dio por “políticas urbanas deficientes” —¿alguna vez las ha habido eficientes?— y deja de lado el complejo proceso que ha producido las formas de ocupación y uso de las partes de la ciudad. Se olvida que esto surge por la profunda desigualdad que existe en nuestra sociedad y que por lógica se expresa y se reproduce en la espacialidad social. Sería imposible pensar en ciudades ordenadas según los criterios urbanos arquitectónicos establecidos por los grupos dominantes de la ciudad, criterios que han marginado históricamente entre el 60 y el 80% de la población para acceder a una posibilidad de poblamiento “mas apropiado y apropiable,” y que afectan más aún sus condiciones de precariedades diversas: sociales, económicas y jurídicas.  Esta población se vio obligada a buscar alternativas para su vida en la sociedad. Surgieron diversas demandas, y la oferta de un mercado de tierras, fuera de las normas establecidas, de muy diverso tipo y que se inicia desde los años 30 hasta los 50, cuando un regente con miopía urbana —Uruchurtu— prohibió los fraccionamientos en el entonces Distrito Federal —norma aún vigente. Lo anterior provocó que el poblamiento popular se fuera a los municipios del Estado de Mexico, casi deshabitados. Es importante decir que esta respuesta permitió que la población no tuviera que habitar las calles, como en Calcuta, que llegó a tener 3 millones de personas en las calles o en los Estados Unidos, donde las políticas neoliberales impuestas por Ronald Reagan produjeron un número similar de homeless entre 1980 y 1990.  

La colonias populares son un universo que tiene muy diferentes características y una composición social y económica muy diversificada. En las investigaciones que realizamos en CYTED (Programa de Ciencia y tecnología para el desarrollo en América Latina), en las cuales participamos investigadores y profesionales de 18 países en el subprograma XIV HABITED, se ha explicado que:

“Ante este panorama, se hace necesaria la formulación de nuevos enfoques, nuevos modos de entender los procesos de urbanización y poblamiento que se están llevando a cabo en nuestras ciudades y, paralelamente, encontrar nuevas maneras de intervenir en el desarrollo de estos procesos.

El punto de partida que sustenta cualquier propuesta en este sentido es un asunto que la propia realidad nos ha demostrado: en la gran mayoría de los casos —más allá de las consideraciones estéticas que tanto preocupan a los arquitectos, o de las organizaciones racionales que tanto interesan a los planificadores–, estos desarrollos autoproducidos han resultado más cercanos a las demandas de los grupos sociales que los generan, ya que, a pesar de sus limitaciones y problemas, encierran muchos ejemplos positivos de cómo, en medio de la escasez y con las circunstancias en su contra, los actores involucrados han sido capaces de llevarlos a cabo. Al llegar a las últimas fases de su desarrollo progresivo, estos asentamientos son, en muchos casos, mejores en sus condiciones habitables, más sustentables y de más fácil mantenimiento; además de que en su producción tienden a generarse conductas y actitudes de solidaridad y de compromiso, características comúnmente ausentes en los desarrollos planificados, diseñados y construidos por profesionales.”

Este fenómeno, cuyo nombre más riguroso es “autoproducción”, ya que se realiza bajo el control de sus habitantes —es decir, se encargan de todas las partes del proceso de producción de su vivienda—, se realiza por grupos económicamente diversos, desde los de bajos ingresos a los medios y altos. Es la vivienda por encargo, el ideal de los profesionales y, por otro lado, los grupos de bajos ingresos que la realizan en medio de limitaciones, escasez económica y con asistencia técnica —como ellos dicen: yo autoconstruí con mi albañil. Esta autoproducción popular la han realizado los grupos de mayor ingreso dentro de los sectores populares, que se encuentran entre los 4 y 7 deciles de ingreso. Los que están en entre 1 y 3 difícilmente lo pueden hacer, sólo quizá en la invasión, que es un pequeño porcentaje —un 5% según algunos análisis—; los demás rentan suelo, cuartos en casas y vecindades en las colonias populares.

La oferta de tierras la han realizado fraccionadoras legales con sus empresas “ilegales” —véase Netzahualcóyotl que tuvo en su etapa inicial 125,000 lotes, con vialidades, centros de barrio y algo de infraestructuras entre 1950 y 1980—, ejidatarios y comuneros y algunos propietarios de tierras privadas. Todos ellos coludidos con funcionarios gubernamentales, muy pocas veces por invasiones organizadas por grupos políticos de diverso cuño. 

Las políticas urbanas y de vivienda y la planificaciones propuestas desde un pensamiento racionalista e idealista alejado de las complejas realidades, pretendían meter esa complejidad en una discutible verdad técnica de buenas intenciones. Sin embargo, no dieron más que limitados resultados y, algunas veces, más que resolverlo, se volvieron el problema. La propuesta de vivienda partió de creer que era un problema urbano arquitectónico y que había que producir masivamente con las ideas que el movimiento moderno vendió al mundo —en Latinoamérica no fuimos la excepción. Primero, la vivienda departamental en altura, supuestamente de alta densidad, en conjuntos de supermanzanas o cerrados que rompieron con la calle tradicional, dirigida a familias nucleares en los programas públicos y de mercado, que no entendían ni conocían que los grupos populares viven en familias extensas, en redes familiares espaciales en cercanías vecinales. La soluciones rompieron las redes y los tejidos familiares. Se explica así que en las viviendas que entregó el Infonavit de 1972 a los años 90, el 70% de los habitantes de bajo ingreso —de 1 a 3 salarios mínimos— vendiera o las rentara para irse a comprar un lote para hacerse una casa a su gusto y posiblemente cerca de familiares. ¿Por qué esa vivienda no fue adecuada para esos sectores de la sociedad? Es la pregunta que ni los políticos ni gran parte de los gremios profesionales se hizo, en gran parte porque no les interesa saber más allá de los paradigmas y supuestas verdades dominantes.

Ningún plan de desarrollo urbano ha contemplado cómo enfrentar las demandas de suelo para los diferentes y diversos casos y especialmente ha ignorado la complejidad de dicha demanda. Este tema nos llevaría más tiempo y espacio para poder discutirlo.

Finalmente, el caso de la política nueva de Infonavit, que consiste en abrir las diferentes posibilidades de otorgar apoyos crediticios —entre éstos el de “Construyo Infonavit”, al que se llama con el erróneo nombre de autoconstrucción y no el de autoproducción, que es realmente lo que se hace— supone que los solicitantes tengan terrenos en regla y cuenten con asistencia técnica. Además, está el programa de mejoramiento, que es de bajo monto. La gran ventaja es que no está asociado a una hipoteca, aspecto que hace mucho sugerimos que hiciera el Infonavit. Esta política equilibra el que sólo se apoyara en esencia a los desarrolladores. Desde hace tiempo se había luchado por lo que hemos denominado Producción social de vivienda, que es una autoproducción controlada por los habitantes demandantes, tal como en la ley de vivienda del 2006. 

Las  políticas para la vivienda arrastran la decisión gubernamental de entregar los apoyos individuales y cerrar las posibilidades de las organizaciones comunitarias para enfrentar con mayores posibilidades las producción de sus viviendas y lograr mejores localizaciones urbanas.

De ninguna manera se trata de una vivienda “chatarra”, como despectivamente se titula el articulo comentado. La vivienda popular ha producido 21 o 22 millones de los 38 millones de viviendas que hay en el país. La mayor parte ha crecido y se ha ajustado más flexiblemente a las condiciones de producción de sus habitantes y tienen áreas mayores a las producidas por las políticas públicas y de mercado, contando con servicios de varios niveles y en barrios con economías y actividades diversas. No se trata de ocultar sus limitaciones, pero como tal son soluciones menos malas que las anteriores. No hay que prejuzgar sin conocer los fenómenos. Muchos hemos escrito sobre ellas y actuado tanto en la investigación y comprensión del fenómeno como en las propuestas de actuación desde las políticas públicas y en el diseño y  producción participativa con sus habitantes.

Esto tiene que complementarse con políticas urbanas variadas y diversas que respondan a las complejidades de la demanda y que tienen que ser construidas por todos los actores involucrados en la producción, incluyendo por supuesto a los habitantes, sujetos  y no objetos de los programas.

Respecto a las densidades, necesitamos entender que son fenómenos culturales con expresiones urbano arquitectónicas. Si empezamos con la Ciudad de México, ésta en todas sus dimensiones ha tenido, desde 1550 a la fecha, una densidad urbana total aproximadamente de 125 a 160 habitantes por hectárea, en un proceso de expansión y consolidación. En segundo lugar, con las densidades brutas y netas barriales que van desde 10 a 15 viviendas por hectárea —como v. g. Lomas de Chapultepec o Jardines del Pedregal— hasta las de 2000 a 2500 habitantes por hectárea (400 o 500 viviendas por hectárea, como los desarrollos comerciales de Nueva Granada), o zonas como Tacuba, cercana a ellas, con sólo dos o tres pisos. 

En general, las colonias populares, en su consolidación, tienen densidades medias y altas, lo que contradice los juicios superficiales sobre su extensión territorial. En algunos desarrollos de vivienda agrupada unifamiliar, desarrollados con grupos organizados y asistencia técnicas de las ONG, se han alcanzado 750 a 1000 habitantes por hectárea, semejante a Nonoálco Tlatelolco. Este es un tema de compleja discusión y que tenemos que abordar desde visiones y posturas profesionales y académicas, desde las ciencias sociales, las económicas, las urbano arquitectónicas, los gobiernos, los aparatos legislativos, los desarrolladores y sobre todo los habitantes. No es un tema sólo de expertos, no nos equivoquemos.

 

Gustavo Romero

Facultad de Arquitectura UNAM. Coalición Internacional del Hábitat. HIC-AL

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