Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
8 julio, 2019
por Juan Palomar Verea
Todos los escepticismos se han ido rindiendo ante las aplastantes evidencias: el planeta se deteriora. Las regiones ven alteradas sus condiciones ambientales, las ciudades y los poblados resienten daños inéditos. El calentamiento global encierra incalculables consecuencias, y sus efectos muy concretos están ante los ojos de todos.
Dentro de la ecología global, las ciudades juegan un papel central. Son enclaves dentro del territorio que concentran, para bien y para mal, un altísimo impacto sobre la economía ambiental planetaria, sobre sus ámbitos cercanos y frecuentemente más lejanos. En las concentraciones urbanas se recrudecen los efectos nocivos de un desarrollo tecnológico erróneo, incluso irresponsable. Y en ellas vive más de la mitad de la población mundial.
Las ciudades son grandes máquinas. Pueden producir bienestar y orden; también generan mala calidad de vida y confusión en otros casos. Pero frecuentemente alternan los dos vectores, según su grado de adecuación al ambiente y su gestión más o menos apropiada. Pueden asegurar, por ejemplo, una vida cotidiana razonable para muchos de sus habitantes, pero también guardar condiciones inaceptables para grandes capas de la población. En la superficie, se puede observar un estado físico relativamente ordenado en muchas ciudades; y sin embargo, esas mismas urbes producen grandes efectos negativos sobre el medio ambiente. Es el caso de Guadalajara.La metrópoli tapatía, por ejemplo, desecha sin ningún tratamiento más del 80% de sus aguas residuales. Simplemente este dato es patético. La contaminación así producida directamente sobre los caudales del Río Santiago, sobre los habitantes de la cuenca, durante generaciones, es mayúscula. La emisión de carbono es otro renglón: más de dos millones de vehículos automotores, la misma huella de todo lo construido, el desmedido consumo de energía eléctrica, etcétera.
Existe un recurso eficaz, económico y de rápidos efectos para mejorar la condición ambiental de las ciudades: vegetarlas con toda la intensidad posible. En climas como el nuestro esta medida es particularmente factible. Las calles, plazas, edificios públicos, estacionamientos, azoteas, patios domésticos, balcones: una vegetación sensata y sostenible puede ser un factor decisivo para lograr un equilibrio ambiental ahora perdido. Una esencial consecuencia de esta costumbre de vegetar intensamente la ciudad es la sensibilización de sus habitantes al reino vegetal, la más que pedagógica cercanía con la naturaleza, la toma de conciencia y de responsabilidad por el propio hábitat.
En casos como el que muestra la elocuente fotografía (de Carlos López Zaragoza) la alternativa es clara: dejar así esas decenas de metros cuadrados de asfalto estéril y generadores de calentamiento e inundaciones; o levantar (o no poner) esa costra, mejorar un poco el suelo y plantar varios árboles, centenares de plantas.
Espacios como ese, residuales e inútiles a la circulación, incluso dañinos, se pueden contar por centenares. Supongamos que son mil, de cien metros cuadrados cada uno: son cien mil metros cuadrados capaces de albergar aproximadamente ocho mil trescientos árboles, cuarenta mil plantas. Y no nada más es el efecto directo de esta nueva vegetación al ordenar y hacer más amable la vida en torno de ella: es la irradiación positiva, para toda la población, del uso de un recurso ambiental que es a todas luces indispensable. Es la noción educativa de que semejantes medidas se pueden tomar en una inmensa parte de la superficie urbana. La alternativa está allí. Corresponde a toda la ciudadanía adoptarla e impulsarla.
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