Gobierno situado: habitar
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20 junio, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Las ciudades que habitamos son las escuelas de la muerte, porque son inhumanas. Cada una se ha convertido en el cruce del rumor y del hedor, cada una convertida en un caos de edificios, donde nos apilamos por millones, perdiendo nuestras razones de vivir. Infelices sin remedio, nos sentimos, nos queramos o no, comprometidos a lo largo del laberinto del absurdo, del que no saldremos salvo muertos, pues nuestro destino es siempre multiplicarnos, con el único fin de perecer innumerables. A cada vuelta de rueda, las ciudades que habitamos avanzan imperceptiblemente la una contra la otra, aspirando a confundirse, es una marcha hacia el caos absoluto, en el rumor y en el hedor. A cada vuelta de rueda el precio de los terrenos sube, y en el laberinto que engulle el espacio libre, las ganancias de la inversión elevan, día a día, un centenar de muros. Ya que es necesario que el dinero trabaje y que las ciudades que habitamos avancen, es también legítimo que en cada generación sus casas doblen su altura y el agua venga a faltarles cada dos días. Los constructores sólo aspiran a sustraerse al destino, que ellos nos preparan, yendo a vivir al campo.”
Eso lo escribió en su Breviario del caos Albert Caraco, nacido el 8 de julio de 1919 en Constantinopla, dentro de una familia judía instalada en Turquía desde cerca de cuatro siglos. Creció en Alemania y Europa Central y en 1939, huyendo de los nazis, emigró con su familia a Uruguay. Después de la Guerra se mudó a París donde vivió, escribiendo metódicamente seis horas diarias, hasta que el 7 de septiembre de 1971, horas después de la muerte de su padre, se suicidó tal y como lo había anunciado. A Caraco se le puede aplicar lo que escribió Emile Cioran —con quien se le ha comparado— en su libro Historia y utopía: “sólo un monstruo puede permitirse el lujo de ver las cosas tal como son.”
Cioran nació en Rumania el 8 de abril de 1911, pero desde 1937 vivió en París, donde murió el 20 de junio de 1995. A diferencia del monstruo que puede permitirse ver las cosas tal y como son, Cioran dice que “una colectividad no subsiste más que en la medida en que se creen ficciones, las mantengan y se mantengan ligadas a ellas.” Las sociedades subsisten en la medida en que se mantienen ligadas a ficciones que las mantienen ligadas: religio dirían los latinos. Esas ficciones no hay por qué tomarlas sólo en sentido negativo: falacias o mentiras impías o piadosas. Son, también, como explicó Peter Sloterdijk, el resultado de una imaginación productiva, de una “manía demiúrgica:” una “idea que se hace verdadera a sí misma, como ficción operativa.” Cual hubiera dicho La Lupe, famosa cantante cubana, la vida social es “puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro.” Volviendo a Sloterdijk, quien sigue en eso a Cornelius Castoriadis –autor de La institución imaginaria de la sociedad– “las sociedades son sociedades mientras se imaginan con éxito que son sociedades.”
Uno de los capítulos del libro citado de Cioran se llama Mecanismos de utopía. Ahí escribe:
“Cualquiera que sea la gran ciudad donde el azar me lleve, me admira que no se desencadenen cada día revueltas y masacres, una innombrable carnicería, un desorden de fin de mundo. ¿Cómo, sobre un territorio tan reducido, tantos hombres pueden coexistir sin destruirse, sin odiarse unos a otros? la verdad es que ellos se odian, mas no están a la altura de su odio. Esta mediocridad, esta impotencia es lo que salva a la sociedad, asegurándole su duración y estabilidad. Pero me admira más aun que siendo la sociedad tal cual es, algunos se hayan empeñado en concebir otra totalmente diferente. ¿de dónde podrá surgir tanta inocencia o tanta locura?”
Esos inocentes, esos locos, esos locos inocentes, son los utopistas. Utopistas y urbanistas tal vez sean figuras opuestas y a la vez complementarias. Toda utopía es, de algún modo, una ciudad posible —o, de menos, que se quiere posible. ¿Es, en cambio, toda ciudad una utopía imposible? La historiadora francesa Françoise Choay dedicó un libro a estudiar las simpatías, las complicidades estructurales entre urbanismo y utopismo: La regla y el modelo. La arquitectura y el urbanismo consisten, dice, en la aplicación de principios y reglas; las utopías en la reproducción de modelos. Pero la regla sigue al modelo, la regulación depende de la ficción.
Sloterdijk dice que “el arte de una comunidad humana de repetirse en las siguientes generaciones es un proyecto esencialmente politico.” ¿Dónde y como tiene lugar ese proyecto politico? ¿Se trata de un proyecto —ése como tal vez cualquier proyecto— utópico? El arte de una comunidad de repetirse, ¿es un proyecto de política utópica o de política urbana? ¿Es esa ficción operativa que nos re-liga como sociedad una religio civilis —para usar el término empleado por Massimo Cacciari?
Utopistas y urbanistas: ¿locos? ¿inocentes? ¿locos inocentes? Reinhold Martin habló del realismo utópico: un “movimiento” practicado por agentes dobles, crítico y secular al mismo tiempo, que se desplaza horizontalmente —se escurre— en vez de arriba a abajo; que viola los códigos disciplinares incluso al resguardarlos. Un realismo que “es utópico, no porque sueñe sueños imposibles, sino porque reconoce a la realidad misma como un sueño —uno más— que ha sido tomado demasiado en serio.”
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