El futuro será obsoleto
Una de las preguntas más repetidas que emergen del convulsionado pasado inmediato es cuál será el futuro de la arquitectura. [...]
8 abril, 2013
por Ethel Baraona y Cesar Reyes
Proyectadas en 1961, las escuelas de arte de Cuba constituyen un apasionante y desconocido capítulo en la historia de la arquitectura latinoamericana. Se fundaron a partir de una idea de Fidel Castro y el Che Guevara en los albores de la creación de un proyecto social, cultural y político para Cuba. La euforia del momento —justo después de repeler la invasión en Playa Girón— puede rastrearse por la manera en que se abordó el diseño y construcción de las escuelas. El proyecto, desarrollado por los arquitectos Ricardo Porro, Roberto Gottardi y Vittorio Garatti, integra conceptos de cultura e identidad local junto a una propuesta formal que buscó reflejar, en la forma, los ideales revolucionarios. Las escuelas se ubicaron en lo que fuera el exclusivo Parque Country Club, reservado hasta entonces para las élites empresariales de La Habana. Los arquitectos concibieron el proyecto como un edificio único con servicios compartidos para albergar las cinco escuelas: Danza Moderna, Artes Plásticas, Arte Dramático, Música y Ballet. Sin embargo, a petición de los directores de los centros, se cambió a una propuesta en que las disciplinas se ubicaron en edificios separados.
Una descripción completa del proyecto y de los acontecimientos sociales, políticos y constructivos asociados se narra en Revolution of Forms. Cubaʼs Forgotten Art Schools de John Loomis, que en fecha próxima se publicará en español por dpr-barcelona. Aunque cada arquitecto trabajó de forma independiente, el diseño del conjunto se hizo bajo tres premisas básicas: 1) respeto al entorno y paisaje del anterior Country Club, al mantener el trazo del campo de golf que cruza el río Quibú; 2) uso de materiales locales tomando en cuenta la escasez de cemento Portland y de acero, además de un embargo económico en ciernes; 3) la bóveda catalana como sistema constructivo. Es interesante ampliar sobre estas dos últimas estrategias, ya que determinarían el futuro de las escuelas. La bóveda catalana se utilizó como sistema estructural de cubiertas debido, en parte, al descubrimiento fortuito de un experimentado albañil cuyo padre había trabajado con Antonio Gaudí en Barcelona y conocía a la perfección la técnica de arcos cohesivos, perfeccionada en Cataluña y ampliamente utilizada a finales del siglo xix en la región y en Estados Unidos de la mano de Rafael Guastavino. Esta técnica se basada en la utilización de pequeñas piezas de cerámica dispuestas en dos capas —una ortogonal y otra en diagonal— unidas por una capa de mortero que daba como resultado una membrana de concreto con un agregado cerámico. En este caso, la resistencia se obtiene no por la masa, sino por una eficiente combinación de forma y sistema constructivo.
Las formas orgánicas resultantes, en consonancia con la exuberancia del entorno, aparte de un origen mediterráneo, se adaptaban muy bien a la búsqueda de la cubanidad, esa identidad revolucionaria que fuera reflejo de la visión de cambio que prometía la Revolución. La técnica requiere un uso intensivo de mano de obra calificada, lo que en principio fue factible por una población contagiada del espíritu utópico y dispuesta a construir con sus propias manos la Revolución. Por otra parte, constituye una técnica propia del maestro constructor y no del ingeniero. De hecho, a excepción de Bonet y Sacriste en Argentina o Eladio Dieste en Uruguay, son pocos los arquitectos o ingenieros familiarizados con este sistema constructivo. La radicalización ideológica de los años siguientes constituyó la sentencia y condena para las escuelas. En un entorno político que cada vez seguía más de cerca las directrices señaladas desde la Unión Soviética, donde la estandarización para garantizar las soluciones constructivas en masa era la norma. La rigidez formal y tipológica resultante chocaba frontalmente con la riqueza formal de las escuelas. Y pese a que las diferencias con los proyectistas eran ideológicas, los argumentos contra las escuelas fueron de tipo técnico y estético: resultado del desconocimiento de un sistema constructivo que los ingenieros del Ministerio de Construcción (Micons) tacharon de inseguro y representativo de la arquitectura capitalista que ensalzaba la individualidad y el monumentalismo, lo que las alejaba del espíritu de la Revolución.
Las escuelas fueron abiertas en 1965, con la consecuente suspensión de los trabajos aún pendientes. Su abandono se acentuó a medida que se potenció la hegemonía de sistemas prefabricados, y su uso y mantenimiento ha ido menguando hasta llegar a nuestros días como la materialización de un paisaje de Piranesi. Esta historia ha sido rescatada por la provocadora investigación de Loomis, que vuelve a poner las Escuelas de Arte en el foco de atención de investigadores e instituciones que velan por la conservación de edificios importantes por su singularidad en la historia de la arquitectura. A tal punto que, en fechas recientes, el bailarín Carlos Acosta y el arquitecto Norman Foster organizaron una actividad conjunta destinada a recaudar fondos para finalizar el proyecto de la Escuela de Ballet, diseñada por Garatti. Mientras los expertos e ideólogos se encargaban de las regulaciones, las escuelas fueron abrazadas por un entorno natural que ha provocado una simbiosis, devorándolas en una danza perfecta entre creatividad, ingenio, materialidad y naturaleza.
*Texto publicado en Arquine No.62 | Infraestructura cultural | “Utopía y realidad en las escuelas de arte de Cuba”
© Paolo Gasparini
Una de las preguntas más repetidas que emergen del convulsionado pasado inmediato es cuál será el futuro de la arquitectura. [...]